Dólar Obs: $ 968,44 | -0,67% IPSA -0,25%
Fondos Mutuos
UF: 37.207,48
IPC: 0,40%


UNA NOCHE EN INTERNO El restaurante de la cárcel de mujeres de Cartagena de Indias

domingo, 05 de mayo de 2019


Crónica
El Mercurio

Hasta la revista Time ha celebrado este proyecto gastronómico-social que seduce a los viajeros con cocina de nivel y recetas de chefs estrellas. Aquí, cómo funciona y se come en el restaurante de la cárcel instalada en uno de los barrios más turísticos de Cartagena de indias. Por Adrián Atehortúa , desde Colombia.



El mayor temor de Candelaria Jiménez era tener contacto con la gente de afuera.

Afuera, la belleza perpetua de la ciudad se vuelve insuperable: cae el sol tras las murallas de Cartagena de Indias y las plazas, las casas coloniales, los palacios centenarios se encienden perfectamente con esa luz almíbar tan propia de la noche caribeña de este casco histórico. Las calles se llenan con gente luminosa de elegancia veranera que se deja perder entre la arquitectura monumental y la brisa vaporosa en largos paseos a pie o en carrozas tiradas por caballos con cocheros apretados en esmoquin que simulan viajes al estilo de los años 1600.

Adentro, en medio del aire húmedo que parece también aprisionado, Candelaria y las demás mujeres corren noche tras noche a darse los últimos retoques en sus celdas donde nadie puede verlas excepto otras reclusas. Faltan pocos minutos para que den las 7 pm y el restaurante abra de nuevo. A esa hora deben estar todas listas en sus puestos, ya sea en la cocina, ya sea entre las mesas. Tenis, pantalón negro holgado, delantal a la altura de la cintura, una camiseta estampada que dice "Yo creo en las segundas oportunidades", trazos sobrios de maquillaje y un turbante colorido como corona. Cualquier cosa que pase afuera, no tienen forma de saberlo porque en el mundo en que ellas viven siempre hay cuatro esquinas donde siempre habrá lo mismo.

Lo único que separa el mundo de afuera del mundo de adentro es una puerta metálica que, contrario al prejuicio, para ser la puerta de una cárcel no tiene mayor nivel de seguridad: una reja y un par de candados. Cualquiera -cualquiera- que viva o visite Cartagena de Indias sabe que siempre se estará moviendo, yendo y viniendo, en una dinámica ineludible y antiquísima, casi legítima por costumbre, en la que la ciudad junta sin revolver esos mundos extremos que son la gente más exclusiva del planeta con la gente más marginada. Incluso lo saben las internas de la Cárcel de San Diego, a pesar de vivir años encerradas sin pasar de esa puerta de poca seguridad, porque este centro carcelario se encuentra en un rincón de la zona más privilegiada de la ciudad amurallada, rodeado de hoteles cinco estrellas. Sin embargo, la idea de juntarse con ese otro mundo ni siquiera se concebía porque sencillamente esta cárcel ha permanecido siglos como un punto invisible para el resto de la ciudad. Hasta que llegó Johana Bahamón con su fundación Acción Interna y dijo "Vamos a abrir un restaurante en esta cárcel". Y lo abrió. Cuando todas supieron que era verdad y no otra promesa rota en vano como tantas que se dicen en las cárceles de Colombia, Candelaria Jiménez, quien ha estado tres veces en la cárcel por vender drogas y solo conocía ese mundo clandestino, se dio cuenta de que lo que más miedo le daba de ser mesera en el restaurante Interno de la cárcel de mujeres de Cartagena era tener contacto con la gente que venía de afuera a comer.

-Pues, usted sabe... ellos saben que uno está preso y a mí sí me daba temor que por ser interna me discriminaran. Pero empecé y ya luego vi que no, ellos son amables, lo tratan a uno bien, vienen con gusto...

Han pasado dos años en los que Candelaria ha trabajado como una de las mejores meseras del restaurante y, dice, este trabajo es lo que le ayuda a sobrellevar la monótona dinámica de estar todo el día entre celdas. Que este trabajo es lo mejor que le ha pasado en la cárcel.

Es un día más en la Fundación Acción Interna en Bogotá. Es una enorme casa de ladrillo cocido en el tradicional barrio de Teusaquillo y por los pasillos se ve a Johana Bahamón dando orden a los detalles sin los cuales nada funcionaría. Son las 11 am y, aunque parece tan fresca como si recién hubiera empezado la jornada, la verdad es que acaba de llegar de una reunión que empezó a las 8 con un grupo de postpenados a los que les enseña qué hacer durante una entrevista de trabajo ahora que buscan empleo. Así son sus mañanas.

Johana Bahamón tenía 30 años y una carrera en la cima de la televisión colombiana cuando la invitaron a ser jurado del reinado de belleza de la cárcel de mujeres El Buen Pastor, en Bogotá. En esa tarea, una interna le contó que estaba presa por matar a su esposo al encontrarlo abusando de su hijo de 3 años. Johana era también madre de un nene de 3 años y pensó: "Yo hubiera hecho lo mismo". Cuando terminó el evento y volvió a casa solo pensaba en aquella mujer. Sintió que debía hacer algo y lo primero que hizo fue cancelar sus vacaciones de tres meses a Nueva York. Al siguiente día volvió a la cárcel. Y al siguiente día, también. Y al siguiente, y al siguiente... Han pasado 6 años y todos los días -"todos los días", enfatiza- Johana ha ido a la cárcel, incluso y sobre todo en Navidad y Año Nuevo.

En ese tiempo y de la nada levantó la Fundación Acción Interna, en la que trabajan 18 personas y que ha dado trabajo y ayuda a más de 30 mil internos y postpenados en 30 cárceles de todo Colombia en una labor que no ha cumplido el Estado y que es ejemplo en todo el mundo. Cuando no está en una cárcel, Johana tiene una vida de oficina gestionando recursos para su fundación. Dice que solo volvería a actuar si es por, para o con población carcelaria. Su mayor convicción de vida es creer que todo el mundo debe tener segundas oportunidades.

Empezó con lo que sabía hacer y presentó un proyecto ante la directora de la cárcel para darles clases de teatro a las internas. En tres meses estuvo lista y presentaron al público La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca, la primera obra de teatro interpretada por población carcelaria en su totalidad. Con el tiempo vino una escala de experiencias semejantes que llevaron a internos de todo Colombia a los escenarios más importantes e impensables, incluido el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, el más grande del mundo. Pasando de cárcel en cárcel Johana y su gente conocieron a cabalidad esa sociedad que vive tras las rejas y paralela a la sociedad civil. Cuando llegaron a Cartagena se hizo evidente un potencial único que parecía ignorado.

"Al principio yo pensaba que solo se podía ayudar con teatro. Ahora sé que basta con cualquier cosa que represente una oportunidad... imagínate: una cárcel en el mejor sector de Cartagena, la ciudad más turística de Colombia. Sabíamos de una experiencia similar de un restaurante en Italia. Yo fui, miré cómo era todo y sí: vi que se podía hacer", dice Johana Bahamón mientras da una revisada al computador. Habla corto, claro, sin rodeos, sin libretos.

Hizo las gestiones respectivas ante el INPEC, llamó a algunos de los chefs colombianos más importantes de Colombia como Harry Sasson, e incluso convenció al español con estrella Michelin Koldo Miranda. Todos dijeron que sí y crearon recetas que donaron al restaurante y que siguen en el menú. Fue entonces que, ya con todo a la mano, Johana Bahamón viajó a Cartagena, volvió a la cárcel San Diego, se presentó de nuevo ante las internas, les dijo "vamos a abrir un restaurante en esta cárcel". Era octubre de 2016. La apertura de Interno se hizo el 15 de diciembre de ese año: apenas dos meses después de dar su palabra. Era y es el único restaurante abierto al público en una cárcel de mujeres en el mundo. Actualmente es el único de todos los proyectos de la fundación que es completamente autosostenible. En agosto de 2018 la revista Time lo reconoció como uno de los mejores lugares para visitar en el planeta.

-Yo no sabía nada de restaurantes. Imaginaba que le iba a ir bien, pero no tan bien... Mi idea era más que hubiera un proyecto que integrara a todas las internas. En ese momento eran 180 y a todas se les integró: en la construcción, en la huerta, en la preparación de alimentos, en la cocina.

-¿Y esa no debería ser una tarea que venga más del Estado?

-Sí, pero no por eso voy a dejar de hacerlo. O sea, ¿por qué no ayudarle al Estado? -pregunta Johanna sin misterio, como sabiendo con convencimiento y con anterioridad que esa es la respuesta y que no todo el mundo tiene que saberla.

Como cualquiera de las internas de la cárcel San Diego, Isabel Bolaños Yereix fue completamente escéptica a la idea de que en ese hueco que era la misma forma de la ruina podría alzarse un restaurante de alta categoría. No solo por el lugar, sino por la falta de compromiso: Isabel es la mayor de todas las internas y desde que llegó por su voluntad, ya que era solicitada por la justicia colombiana sindicada por concierto para delinquir, ha visto llegar a mucha gente con promesas que por igual se las llevan cuando se van. ¿Por qué Johana Bahamón y su fundación y su gente no podrían ser unos más de aquellos charlatanes? Pero no: de inmediato se escogieron a las internas que, de la nada y con sus propias manos y voluntad, harían real el proyecto. Ella se ofreció y le dijeron que sí: Isabel Bolaños Yereix es de esas mujeres que saben hacer de todo, desde tejer una colcha hasta derribar un muro, volver a hacerlo, estucarlo, pintarlo y hacer crecer en él un jardín. Además, es una interna con un apoyo familiar poco común: junto a ella, en el restaurante, siempre está su esposo ayudándole con cualquier cosa. Desde que ella ingresó, él se unió al programa de voluntarios en la cárcel. Viene todos los días y trabajan uno al lado del otro. La sorpresa de Isabel no acabó cuando empezó la construcción. Luego, se sorprendió cuando vio a la misma Johana Bahamón venir y ayudarles brocha en mano a pintar las paredes que se iban terminando. Pero, sobre todo, se sorprendió cuando ella y los maestros chefs que vinieron a enseñarles de cocina colombiana e internacional les pedían su opinión y además la tenían en cuenta. "Acá uno se acostumbra a que tu voz no sea escuchada. Te da hasta temor opinar. Pero Johana y los profesores siempre te preguntaban cosas: ¿qué hacemos con este muro, de qué color pintamos acá, qué cosa les gustaría cocinar para el menú? Al principio nos daba miedo decir algo. Luego cuando veíamos que lo que decíamos se cumplía ya hubo total confianza", recuerda Isabel.

Las mujeres tiraron paredes, levantaron otras, limpiaron polvo, instalaron luces, pisos y tuberías, hicieron de un rincón un baño, pintaron murales, armaron cocina. En tiempo récord, de un patio largo y estrecho que era una especie de penitencia que vivía al sol y al agua, levantaron el restaurante tal como se ve hoy. Se entra por la puerta principal que da a la calle y hay una recepción donde se exhiben productos manufacturados por las internas y donde siempre está Isabel confimando las reservas en un computador que también es la caja registradora. Hay velos fucsias, una imagen de la Virgen de Guadalupe, sillas para esperar. Luego, se pasa por una reja alta y estrecha tras la cual se extienden las mesas bajo un techo corredizo de lona y bombillas cálidas. Al final, la cocina que es el calor dentro del calor, y de ella salen meseras y cocineras regias armadas de platos y cartas en cada mano. Al lado del baño, un pequeño museo o altar con recortes de revistas y diarios donde aparece Johana Bahamón junto a las intermas presentando el restaurante en sus primeros días.

Desde su puesto de trabajo, Isabel Bolaños Yereix contempla el lugar y lo describe como si hablara de un templo hecho con sus manos. Recuerda las ruinas y las compara con lo que hay ahora, y recuerda especialmente el día de la inauguración.

-Todos estábamos muy emocionados... Y empezamos a cocinar con cosas donadas. Todo era donado -ríe con nostalgia-, y estas mesas, por ejemplo -toca la mesa con la palma de la mano- las restauramos nosotras, todo, todo... Lo que más nos alegró, créeme, fue que el primer día lo que hicieron fue que a todas nos dieron cama nueva y colchón nuevo. Porque uno no puede trabajar así si no descansa bien. Entonces, imagínate, eso no se había visto acá.

-¿Cómo así?

-Sí, acá no había camas. Todas dormíamos en el suelo. Tampoco había comedor y nos tocaba comer en el suelo. Y lavar... No... Nos tocaba coger y... -y hace un gesto como lavando una prenda invisible sobre el regazo arrodillada en el suelo-. Es que acá no había nada de eso... ahora tenemos un comedor, porque no teníamos. El lavadero también lo hizo la fundación. Nos pusieron hasta ventiladores, de techo y de piso. Y ya hasta tenemos sala de computadores. No, eso acá no pasaba.

Mientras habla hay un grupo de turistas esperando a entrar en la puerta. Isabel sigue hablando y cuenta que lo primero que haría cuando salga de la cárcel sería ir a su casa y estar todo el día con su familia. Y al siguiente día, volver a la cárcel y hacerse voluntaria.

Cuando Crystal Stevens ingresó a la cárcel de mujeres de Cartagena no sabía hablar una sola palabra de español. Hoy es una mesera muy destacada en el restaurante por una suerte de bilingüismo entre un español torpe pero divertido (como una versión del acento de Sofía Vergara, pero al revés) y un inglés fluido y nativo que es muy útil con los comensales extranjeros. Pero también porque su historia la ha hecho cada vez más célebre: antes de ingresar a la cárcel -y todavía en ella-, Crystal era conocida como Mo'rissa y llevaba una carrera a mitad de camino como estrella de hip-hop estadounidense que comenzaba a abrirse paso a nivel internacional. En esas vino a Cartagena en 2017 para dar un par de conciertos. Cumplido el trabajo, cuando se disponía a tomar su vuelo de regreso a Miami, fue atrapada con drogas en el aeropuerto de la ciudad. No habla mucho del tema, en parte porque no puede dar detalles de su caso, pero hace un año y medio se encuentra recluida en esta cárcel y durante ese tiempo también se ha dedicado a trabajar con la Fundación Acción Interna. "Para mí es una experiencia de vida... Lo he tomado así. Todos nos equivocamos y bueno, no es que yo sea feliz acá, porque yo sigo buscando mi libertad, pero... ¿Qué más puedo hacer? El trabajo con la Fundación es lo que más disfruto", dice.

Crystal es negra, alta, delgada y larga, y camina entre las mesas con porte de reina pop en entrada triunfal a un concierto, cantando y bailando de vez en cuando, como si cada plato que entregara mereciera una pasarela inolvidable antes de ser puesto en la mesa. Es inevitable verla. Es su forma de ser mesera. Y todo eso lo aprendió aquí. Cada semestre, las interesadas en trabajar, acuden a la convocatoria que hace la fundación. Primero deben hacer alguno de los cursos técnicos que dicta en la cárcel el Servicio Nacional de Aprendizaje, ya sea de manipulación de alimentos, ya sea de servicio al cliente, ya sea de cocina internacional. Una vez graduadas con toda pompa durante una jornada de honores en la cárcel -en las paredes del restaurante se ven algunas fotos de la ceremonia- pasan a hacer sus "prácticas" en Interno. Cada noche, de martes a domingo, trabajan entre 17 y 24 internas entre quienes preparan los insumos, las que cocinan y las que atienden. El trabajo, además, les sirve para reducir su pena casi a la mitad: un año de trabajo constante, por ejemplo, equivale a seis meses de reducción. También, tienen derecho a una bonificación mensual de casi 200 mil pesos colombianos (algo más de 60 dólares) que la mayoría deja a sus familias ya que no pueden tener dinero en la cárcel. Como el proyecto es autosostenible, las ganancias también ayudan a la financiación de iniciativas en otras 27 cárceles del país.

El restaurante tiene capacidad de 12 mesas, el menú cuesta 90 mil pesos colombianos por persona (aproximadamente 28 dólares) e incluye, sí o sí, una entrada, un plato fuerte, un postre y un jugo. El precio es, todos lo saben implícitamente, un gesto de apoyo a la causa. El símbolo del lugar es una llave y la carta dice en su introducción: "Empoderamos a todas las mujeres del establecimiento penitenciario San Diego para fortalecer sus habilidades y generar las herramientas necesarias para reintegrarse de forma digna...". Así ha sido desde el principio y para el momento en que Mo'rissa, que ahora todos llaman Crystal, llegó a la cárcel ya todo eso estaba montado y sistematizado. Y sin embargo, a pesar de todo eso y de nunca haber pisado una cárcel, Crystal se dio cuenta de inmediato de que la vida en la cárcel no era necesariamente parecida a Orange Is The New Black .

Una cárcel colombiana está lejos de parecerse a esa versión de caos prolijo que produce Hollywood. Hay, además, dificultades de todo tipo, desde problemas básicos de subsistencia hasta la soledad radical del abandono en la absoluta precariedad. Fue entonces que Crystal decidió ayudar un poco más y comenzó a darles clases de canto y baile a los hijos de las internas que pueden ir a visitarlas. Puesto que el estudio con el que había firmado antes de ser presa siguió apoyándola, su carrera sigue ahora desde la cárcel. Ahora prepara un álbum escrito desde la celda -del que no habla porque es muy confidencial- y sus cuentas en redes sociales se hacen con ella en prisión. Su música está en Spotify y las publicaciones de su cuenta en Instagram tienen ese ambiente de fondo de un lugar rudo y agreste en el que ella parece ser la ama suprema. Los seguidores aumentan, los más fieles claman por su libertad con esa determinación propia de los gringos cuando tienen una causa. En lugar de caer en decadencia, Crystal se convirtió en la interna más famosa de la cárcel San Diego y, por supuesto, en la trabajadora más famosa del restaurante. Dice que lo primero que haría cuando salga de la cárcel es ir a una iglesia a dar las gracias y luego encerrarse en un estudio a grabar.

La mayoría de los comensales piden una foto con las internas como recuerdo de la visita y ellas no se molestan en posar. Es infaltable, además, que Crystal esté en el cuadro y que ella, sin asomo de pereza, ponga todo de su parte para que sea una foto de gente sinceramente feliz. Antes de irse, por ejemplo, un joven de un grupo de extranjeros toma de la mano a Crystal como si estuviera tocando una aparición y le dice devoto en inglés "vine acá por vos, te sigo en internet, me gusta tu trabajo, me encantás...". Y se va por la puerta de reja metálica que da a la calle.

-¿Eso te pasa muy seguido?

-Sí. A veces todas las noches, a veces una o dos veces a la semana... -dice Crystal y se queda pensando un rato- Estas cosas me hacen el día. Yo aprecio mucho el trabajo y el apoyo de la Fundación. Y sé que cuando salga seguramente voy a ser una persona más responsable. Entonces sí, cuando me dicen estas cosas y he pasado todo el día acá... Pues se me hace el día. Incluso se me hace la semana.

Termina la jornada de un viernes largo y agitado de temporada alta en Interno. En la caja cuentan que hoy vinieron 112 personas y tuvieron que devolver a más de 15 que esperaron un tiempo a la puerta a ver si alguien cancelaba la reservación.

Lo recomendable acá es hacer reservas con una semana de anterioridad, al menos. Queda un par de mesas por desocuparse y Candelaria Jiménez descansa un momento en las sillas dispuestas en la recepción. Por la puerta abierta entra la brisa de la noche y se ven pasar fugaces los turistas por la calle. Toma la carta y da su recomendación personal: de entrada, un tiradito; de plato fuerte, la pesca del día; de postre, las cocadas. Todo eso, ella sabe hacerlo.

Candelaria Jiménez tiene 30 años y es de las pocas internas a quienes nadie visita. Es oriunda de Magangué, un pueblo que, aunque cercano, está en medio de una geografía casi inaccesible y además está sumido en una pobreza arraigada, y todo eso hace que a su familia se le dificulte por un lado y por el otro venir. Allá vive su madre y le cuida a sus dos hijos. Le faltan dos años para terminar su condena y dice que lo primero que haría cuando salga libre es irse como sea a Magangué sin avisar y caerles de sorpresa a sus hijos.

Candelaria ya había pagado una condena de tres años, pero volvió a la cárcel por recaer en la venta de drogas. Entre su salida y su regreso solo pasaron 26 días. Ella lo subraya mientras lo cuenta: solo 26 días, ni siquiera un mes. Cuando Johana Bahamón se enteró, se comprometió con Candelaria a que, para la próxima, todo estaría dispuesto y mejorado para que ella tuviera una salida y no reincidiera. Mientras tanto, lo suyo es dedicarse al restaurante.

Un hombre en la primera mesa dice con un marcado acento español: "Ah, ¿ya van a cerrar? Pues cierren, que yo me quedo...". Algunos se ríen.

-¿Qué pasa cuando cierran?

-No, pues, nos vamos a las celdas y a dormir.

-¿Y cómo es? Es decir... ¿Es como uno se imagina: acostarse en la cama y dormir?

-Sí... Pues, no sé qué se imagina la mayoría de la gente. Pero sí. Lo que creo que sí nadie se imagina es la noche. Uno se acuesta, se cierra la celda y ya: todo es oscuro, oscuro. No hay nada más. Esa oscuridad yo creo que no se la imagina nadie.

El español de la mesa del lado ya está pagando en la caja y remata con otro chiste a su salida en la puerta abierta: "¿Y que nadie se les escapa?". Candelaria ríe. Ya está acostumbrada a esos chistes: son comunes entre la gente que viene de afuera. Hace un gesto de desdén alegre y dice en voz baja como para sí misma, como una confidencia: "Ay, hombre... Esa puerta puede estar abierta todo el día y nadie se escapa. Nosotras nos ganamos esa confianza".

Todos salen. La puerta de reja metálica se cierra de nuevo. No se abrirá hasta la siguiente noche.

 Imprimir Noticia  Enviar Noticia