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Valparaíso y su destino portuario

martes, 12 de marzo de 2019


Editorial
El Mercurio

El episodio del Terminal 2 vuelve a plantear un antiguo dilema: ¿cómo debe planificar estratégicamente su futuro la ciudad?



La empresa Terminal Cerros de Valparaíso (TCVAL) decidió ejercer su derecho de no continuar el contrato de concesión para construir, mantener y operar el Terminal 2 del Puerto de Valparaíso. La razón esgrimida fueron las excesivas demoras en la tramitación ambiental del proyecto, que empeoraron su valorización económica, al privarlo de varios años de operación, dejando un tiempo insuficiente para recuperar la inversión en el plazo máximo de concesión. En efecto, la evaluación de impacto ambiental fue ingresada en septiembre de 2014 y recibió la resolución favorable en octubre de 2018, pero ha sido impugnada por medio de diversos recursos (dos de ellos presentados por el municipio porteño) cuya tramitación se encuentra aún en fases preliminares, lo que extenderá aún más el plazo para conocer su resultado.

Sin perjuicio de las crecientes dificultades que enfrentan muchos proyectos de inversión producto de la extensión de los plazos de tramitación de sus permisos ambientales, y la posterior incertidumbre a que las distintas instancias de apelación dan lugar, como ha ocurrido en este caso, el desarrollo portuario de Valparaíso ha estado sometido a un permanente debate respecto de cuál es la manera más eficiente de ampliar su capacidad. No solo compite permanentemente con el puerto de San Antonio por ofrecer los servicios portuarios adicionales que el desarrollo económico del país requiere -especialmente considerando que este último cuenta con una infraestructura mejor instalada y con una accesibilidad urbana menos compleja-, sino que además las ampliaciones consideradas, en sus distintas opciones, compiten por el uso del borde costero más emblemático de la ciudad, que podría tener destinos alternativos de carácter turístico, cultural o comercial, cuyo impacto algunos estiman similar o incluso mayor. Encierra esto cuestiones de difícil solución: si para no alterar en demasía ese borde costero los proyectos portuarios son de menor envergadura, resultan de una dudosa rentabilidad, y si son de gran envergadura, pueden requerir inversiones tan cuantiosas que su retorno tampoco queda asegurado.

Luego de la decisión de TCVAL, la Empresa Portuaria de Valparaíso, de propiedad del Estado y que administra el puerto entregando concesiones, ha anunciado que se hará cargo de llevar adelante el proyecto del Terminal 2. No ha precisado, sin embargo, si lo hará con recursos propios o si procurará atraer a otro concesionario para que lo acometa. Cualquiera de las dos opciones será difícil de implementar tanto porque el Estado no tiene planificado destinar recursos para ese tipo de inversiones como porque la experiencia de TCVAL no es un buen antecedente para atraer nuevos interesados.

Al margen de esa discusión, el episodio vuelve a plantear el dilema que enfrenta Valparaíso desde hace varios decenios: ¿cómo debe planificar estratégicamente su futuro? El puerto representa un porcentaje cada vez menos importante del movimiento portuario nacional y, por lo tanto, no parecería en principio razonable fundar en esa actividad la sostenibilidad futura de la ciudad; al menos no mientras no se despejen las cuestiones que hoy inviabilizan las inversiones que requeriría. Su destino turístico y cultural, que comenzaba a insinuarse como una interesante alternativa, se ha visto amenazado recientemente por la dificultad que han tenido los cruceros para recalar en él, sin un terminal especializado a la altura de los requerimientos actuales y sufriendo las consecuencias de paralizaciones, como la de los trabajadores portuarios eventuales. Se suma a ello la acumulación de iniciativas fallidas para recuperar su casco histórico, y la oposición que el propio municipio ha impulsado para frenar proyectos inmobiliarios y comerciales que podrían dinamizar la ciudad para constituir, en conjunto, un polo de atracción que fomente las actividades culturales y culinarias asociadas, complementando la vida universitaria ya existente. De este modo, la ciudad sufre las consecuencias de un conservadurismo paradójico, que, reticente frente a iniciativas que atraerían la inversión privada, termina condenando al deterioro el mismo patrimonio que se pretende defender.

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