Vivimos en una era de constantes transformaciones. Hasta tal punto que hoy, lo único constante que con seguridad tenemos, es el cambio. Y esa idea, en el mundo corporativo, es difícil de soportar. La forma más fácil para el afectado de convivir con ello es culpando al que lo genera: llamémoslo Uber, Rapid, Netflix, Amazon, AirBnB…la lista sigue y va a seguir creciendo.
El problema es que la culpa es una de las enfermedades más peligrosas que existen al absolvernos de responsabilidad. Nos define como víctimas y nos permite decir que “nuestros” problemas son culpa del otro. Y si ese “otro” no existiera, ahora no estaríamos mal. Eso es mentira y nos destruye, pero por mientras es algo que nos reconforta creer.
La razón es simple. Cuando se acusa a otros y decidimos ser víctimas, desplazamos la responsabilidad de resolver nuestros propios problemas. Nos nublamos y dejamos de ver las dificultades como una oportunidad. No hay más crecimiento y nos quedamos en nuestra zona de confort. Y eso, ad portas del 2020 es enterrarse corporativamente vivo. Y por más que no nos guste la competencia para aprender y sacar lecciones de lo que hoy está realizando, creo que son muchas menos las personas a las que les gusta ir al cementerio.