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El infierno de un repartidor

sábado, 19 de enero de 2019

Por Sebastián Palma Fotos Felipe Vargas
Reportaje
El Mercurio

En medio del boom de las aplicaciones de delivery de comida, un periodista de "Sábado" trabajó durante cinco días en Rappi, una de las de mayor crecimiento en Chile. Pedaleó más de 130 kilómetros y vivió las desventuras de un empleo a ratos inseguro y mal pagado, pero al que miles de inmigrantes ven como su única opción para subsistir. Este es su relato con un final inesperado.



Llevo más de una hora y media sentado en una silla plástica de la 19ª Comisaría de Providencia, en la calle Miguel Claro. Estoy solo, decepcionado y triste, esperando a que uno de los dos carabineros de turno me llame.

La sala está apenas iluminada con una luz tenue y parpadeante. Hay varias personas a mi lado, la mayoría adultos, todos tan angustiados como yo. ¿Por qué estoy aquí?, pienso. ¿Qué clase de secuencia de desafortunados momentos me trajo hasta este lugar?

-Número 20 -grita el cabo.

Es mi número. Me levanto, camino rápido hacia él. Me pregunta qué me pasó. Antes de comenzar mi relato, exhalo un largo suspiro.

Los hechos ocurrieron hace más de dos horas, le digo, pero en realidad comenzaron hace algunos días.

La capacitación

Al abrir la puerta de su departamento en Las Condes, el sujeto que espera sus dos combos del Burger King me mira con desagrado. Estoy hecho un estropajo. Llevo pedaleando más de siete horas en un domingo de diciembre en el que el termómetro marcó 32 °C. Me arde la cara, tengo sed y me duele todo el cuerpo por las horas que llevo arriba del sillín de mi bicicleta Bianchi, que me regaló mi padre. Pese a eso, con mi mejor sonrisa, como me enseñaron en la capacitación, digo:

-Hola, aquí están sus productos.

El hombre, de short y camisa ajustada, no me devuelve el saludo, no me dice gracias, no me da propina. Simplemente no cruza sus ojos con los míos. Yo, frente a él, observo disimuladamente el interior de su departamento. Tiene una gran vista al Parque Araucano. Estoy incómodo. Él, indiferente, me quita la bolsa de las manos y me cierra la puerta en la cara. No será la última vez que me pasará lo mismo en este trabajo, pero no me lamento, tengo que llegar rápido a un local de sándwiches en el Parque Arauco: la aplicación me dice que tengo solo cinco minutos para hacerlo y ganar $1.400 más. Vuelo.

Antes de pedalear cientos de kilómetros, antes de entregar hamburguesas, wantanes y fajitas, incluso antes de convertirme en un hombre invisible con una mochila-caja de 53 por 45 centímetros en la espalda, la proliferación de repartidores en bicicleta y moto así como la curiosidad periodística por entender el fenómeno, me llevaron a inscribirme como repartidor de una de las tantas aplicaciones de despacho de productos en Chile. Elijo Rappi, la más nueva: lleva apenas cinco meses en el país.

El primer paso fue descargar la aplicación Soy Rappi y completar mi perfil, donde solo me pidieron mis datos personales, una foto de mi carné, un certificado de antecedentes penales y qué opción de vehículo quería usar: moto o bicicleta. No había más exigencias: no piden licencia de cuarto medio, ni revisan el estado de la bici ni hacen pruebas de resistencia física o exámenes médicos. Para los repartidores en moto, sí piden presentar licencia de conducir al día: sirve la de un país extranjero o la licencia internacional. En menos de un minuto, mi registro estuvo listo y de inmediato apareció un mensaje en la pantalla de mi celular: decía que alguien de Rappi estaba validando mi perfil y que se pondrían en contacto conmigo.

Nadie me llamó en días, así que me dirigí a las oficinas de Rappi ubicadas en una gran casa en Providencia. Había un mar de venezolanos haciendo fila. Una funcionaria con un cigarrillo encendido en su boca me dijo que para poder validarme tenía que asistir a una capacitación, que se realizaría en una hora.

Ya dentro de la pequeña sala de inducción, un capacitador amistoso nos dice que se alegra de que hoy seamos menos de diez personas, que ha llegado a tener 40 aspirantes en esa misma sala. Repite que seremos nuestros propios jefes, que podremos trabajar dónde y cuándo queramos, que no tendremos que pedalear tanto para obtener más de 100 mil pesos a la semana y que esta era una excelente alternativa para complementar nuestro sueldo en trabajos formales.

-¿Son todos venezolanos? -pregunta el capacitador.

-Yo soy chileno -respondo.

-Eres el único extranjero en tu país -me grita un compañero con acento caribeño.

Todos reímos a carcajadas.

Las plataformas colaborativas

Hoy en Santiago las calles están llenas de hombres y mujeres en bicicleta y moto, con una caja-mochila en la espalda de Rappi, UberEats, Glovo y Pedidos Ya: vuelan repartiendo pedidos, especialmente de comida. ¿Cuántos son? "Esa es información confidencial, nadie sabe (cuántos repartidores) tiene la otra compañía; esa es la gracia. Es un asunto de competencia", dice Felipe Rivas-Struque, gerente de operaciones de Rappi, quien detalla que en la app la mitad de los repartidores lo hace en bicicleta, la otra en moto, que el 80 por ciento de los repartidores tiene entre 18 y 35 años, que trabajan cinco adultos mayores, que solo el 10 por ciento son mujeres y que hay siete inmigrantes por cada tres chilenos.

Jordi Suárez, gerente general de UberEats, asegura que el 90 por ciento de sus repartidores son hombres, pero que entre las mujeres que reparten hay estudiantes, dueñas de casa y de la tercera edad. Y que la mayoría de sus repartidores son chilenos entre 20 y 30 años.

Ivanka Sanz, estudiante de Psicología, es repartidora de UberEats y lleva un mes haciendo despachos los fines de semana. Dice que es un sistema de trabajo que le acomoda:

-Es mejor que otras pegas por la flexibilidad. Yo hago hartas cosas: estudio y hago deporte, entonces esto es mejor para mí que algo con un horario fijo como promotora o garzona -cuenta Ivanka.

Este sistema de trabajo es conocido como "economía de plataforma o colaborativa" y logró masividad con Uber. El uso de la tecnología ha tenido una implicancia directa en este tipo de empleo, donde la mayoría de las apps de transportes, despachos o arriendos temporales son un canal entre el consumidor que solicita un bien y algún tercero que esté dispuesto a entregarlo, cobrando un porcentaje por la transacción.

Desde el punto de vista laboral, las economías colaborativas rompieron el molde del trabajo tradicional, planteando nuevos desafíos y escenarios. Boris Muñoz, director del Departamento de Derecho del Trabajo de la Universidad Andrés Bello y autor del artículo "Uber, la subordinación y las fronteras del derecho del trabajo", explica que el Código del Trabajo se hizo pensando en un tipo de empleo típico, donde la persona cumple un horario y tiene un sueldo. "Hay un profesor que lo define como el trabajador Pedro Picapiedra. Pero resulta que paulatinamente las empresas han ido variando la modalidad en que se prestan los servicios y eso ha sido un problema para el Derecho del Trabajo", señala el abogado.

Y agrega que "en este momento el tema es una especie de zapato chino, porque por una parte no se puede desconocer que para algunos es una solución poder trabajar en estas entidades. El punto es qué protección le damos a esa persona".

En Argentina, por ejemplo, han existido tensiones entre los trabajadores de Rappi, Uber y Glovo, y las empresas. Los repartidores formaron la Asociación de Personal de Plataformas, exigiendo el reconocimiento como trabajadores, un salario base y cobertura de seguro contra todo tipo de riesgo. Luego de los reclamos, denunciaron que fueron bloqueados de sus aplicaciones, lo que les imposibilitó seguir recibiendo pedidos. Al no ser empleados técnicamente no fueron despedidos, sino "desactivados de sus cuentas".

Mientras en España, la inspección del Trabajo de Valencia determinó que 200 repartidores de la empresa Glovo, que también opera en Chile, no son empleados autónomos, sino que empleados no reconocidos al considerar que en ellos "concurren los presupuestos constitutivos del contrato de trabajo, dependencia y ajenidad", según señaló el diario El País .

Luego de una hora de charla, el capacitador de Rappi nos dice:

-A ustedes no los podemos obligar a trabajar. No somos sus jefes, no los vamos a obligar a que estén conectados, a que tomen un horario -asegurando que ganaríamos como mínimo 1.400 pesos por pedido.

También nos dio varias instrucciones: si nos cancelan un pedido no podemos comerlo ni regalarlo, sino que debemos grabarnos botando la comida en un "basurero contaminado". Agregó además que existen bonos por tareas, que llegan hasta los 12.000 pesos, y que las propinas son voluntarias.

Y habló de la tasa de aceptabilidad. Un balance entre notificaciones de pedidos aceptados versus rechazados, que determina las preferencias que la aplicación le dará a un repartidor por sobre el otro.

-No aceptar pedidos no es nada grave, pero tiene sus consecuencias -advirtió.

Pronto sabría a lo que se refería.

El repartidor 14.997

Una semana después de la capacitación estoy otra vez en las oficinas de Rappi. Hago fila para obtener mi mochila, requisito para comenzar a trabajar. No es gratis. Debo pagar 40 mil pesos por ella. Al llegar a la caja, me doy cuenta que en la recepción hay mochilas rojas, amarillas y verdes de las empresas de la competencia.

Nos informan que si los nuevos "rappitenderos" llevan sus mochilas de otras aplicaciones, Rappi les entrega la suya sin costo, una estrategia que limita a los repartidores de la competencia: sin mochila no hay trabajo. Consultado por esta entrega gratuita a cambio de la mochila de la competencia, Felipe Rivas-Struque señala que "eso lo maneja nuestro proveedor porque Rappi propiamente tal no es quien vende ese tema, eso lo hace directamente el proveedor". Consultado si recibir mochilas de otras empresas sirve para bajar a la competencia y sumar repartidores, responde: "Obviamente que sirve".

En la oficina, junto con entregarme mi mochila, me asignan un número de identificación. Soy el 14.997. Al día siguiente, un sábado a las 17:00, activo la aplicación y espero expectante a que me lleguen pedidos. Vivo en el centro de Santiago, cerca de varios locales socios de la app , pero nada ocurre. Luego de una hora decido probar suerte saliendo a pedalear. Subo por Santa Isabel hasta llegar a una pizzería en Manuel Montt con Bilbao. Fuera del local hay varios "rappitenderos" esperando al sol. Me muestran "zonas", una función que no conocía y que señala con un mapa de calor los puntos con mayor cantidad de pedidos en Santiago.

-El truco es ir a esos lugares y quedarte quietecito, porque si no te matas pedaleando -me dice un repartidor que se compró una moto luego de un par de meses en bicicleta.

Le hago caso y con mi radar de pedidos llego a una botillería plagada de repartidores en Tobalaba, cerca del metro Cristóbal Colón. Casi todos son venezolanos y colombianos. Me siento a esperar pedidos, pero al poco rato llega un guardia municipal.

-Lo único que se les pide es tratar de ser ordenados y no hacer gentío -nos ordena-. Acá hay muchos abuelitos y como ustedes muchas veces son extranjeros, tienen una forma de comportarse distinta.

Apenas el vigilante se va, se me acercan dos venezolanos. Me preguntan si soy nuevo y si quiero "rodar con ellos". Acepto. Nos acercamos a Los Leones con Providencia, otro punto rojo en el mapa de zonas, pero no cae ningún pedido. Ellos llevan tres días trabajando en Rappi y no suman más de diez entregas entre los dos.

Luego de dos horas, a las 9 de la noche, la batería de mi celular se acaba. Mis acompañantes me dicen que es clave andar con un cargador portátil. Rendidos, vamos a comer papas fritas a un restorán de hamburguesas. Más tarde retorno a mi departamento. Estoy decepcionado y con menos dinero del que tenía cuando partí.

Hay vida

El domingo en la mañana, un mail de Rappi llega a mi buzón: "El domingo es el mejor día para conectarte. Significa que ganarás más dinero".

Pedaleo hasta Providencia y me conecto. En mi teléfono suena "Jackpot uiiija", alarma que indica que ha caído un pedido.

Es mi primera orden: debo recoger un sándwich de filete italiano y unas papas en el Dominó de Isidora Goyenechea y entregarlo al cliente. Son 3,5 kilómetros en total. Tengo media hora para lograrlo, me indica la aplicación.

Pedaleo rápido y amarro mi bici a un árbol, entro corriendo al restorán. El encargado me grita para que deje mi mochila en la recepción: con mi inmensa joroba naranja, sin quererlo, molesto a quienes comen en el local. Me entregan los productos, debo chequear que tenga los aderezos, cubiertos y servilletas, y enviar una foto del empaque sellado y la boleta al cliente. Me quedan cinco minutos para la entrega. Al llegar, me cuesta encontrar el edificio y soy torpe mirando el mapa mientras manejo. Mensajeo al cliente. Me responde que bajará a buscarme. Él puede monitorear mis movimientos por GPS en tiempo real; también lo pueden hacer desde la central en Rappi. El cliente llega, es calvo, gordo y usa lentes. Está furioso por la demora. No me saluda. Le entrego su bolsa y me disculpo. Le cuento que es mi primera entrega.

-¿Eso es todo? -responde, seco.

Sin darme propina, vuelve a entrar a su edificio.

De inmediato me llega otro pedido: un menú de pollo con papas que debo entregar cerca del metro Cristóbal Colón. Mientras fotografío la bolsa, la aplicación me notifica otra entrega: comida china para un departamento en Vitacura. Solo tengo media hora para hacer ambos despachos.

Cruzo la calle corriendo al restorán chino. El sudor cae goteando por mi cara. Adentro del local, el chef me pide a gritos que entre a la cocina. Entre cebollines, arroz, trozos de pescado y pollo, me explica en cantonés y español que no sabe cómo validar el pedido. Le digo que no sé, no puedo ayudarlo. Con desconfianza me pasa la comida, y luego pedaleo a toda velocidad. Entrego a tiempo. Me dan 1.500 pesos de propina. Apenas alcanzo a agradecer, porque tengo un minuto para recorrer los 4 kilómetros que me separan del otro pedido. Evidentemente no lo lograré. Mientras voy a toda velocidad por la ciclovía, un compañero de Rappi en dirección contraria me grita eufórico: "¡Hay vida!", código que manejan los "rappitenderos" para señalar que la demanda es alta. Al llegar al departamento, 20 minutos tarde, me recibe un cliente joven y comprensivo que acepta mis disculpas. Al ver mi aspecto me recomienda hidratarme y me da 1.000 pesos de propina. Afuera me siento en la cuneta. Estoy agotado. El conserje del edificio me ve, se apiada de mí y me da una botella con agua helada.

No me siento capaz de seguir. Desactivo la aplicación. Saco las cuentas: entre propinas y ganancias por los tres pedidos, sumo más de 6.000 pesos. Nada mal.

En la tarde vuelvo a la carga, pero no hay pedidos. Llego hasta una zona de alta demanda, según la aplicación, donde me encuentro con César, 38 años, un ingeniero en petróleo de la Universidad de Zulia de Venezuela. Es repartidor de UberEats y junta dinero para traer a sus hijas y esposa. Me cuenta que pedalear para su aplicación también ha sido duro: le han tocado pedidos a San Carlos de Apoquindo, con subidas imposibles. A veces, dice, ha tenido que seguir a pie, cargando la mochila y su bicicleta.

Me llega un mensaje de texto que dice que por la alta demanda si entrego ocho pedidos en cuatro horas recibiré un bono de 10.000 pesos. Me despido y sigo mi camino. Hago algunas entregas en Providencia: hamburguesas con tocino y un wok saltado. Luego me toca pedalear hacia el Parque Arauco. La aplicación me da solo tres minutos para llegar al patio de comidas, que es un hervidero de personas. Esquivo a la gente con mi bicicleta hasta que no puedo avanzar más. Me bajo, la amarro a una escalera de emergencia, corro, atravieso las terrazas, cargo mi mochila en la espalda, subo una larga escalera a zancadas, llego al restorán, tomo el pedido -un sándwich de lomito-, bajo la escalera, tropiezo, esquivo más gente, desamarro mi bicicleta, pedaleo a toda velocidad y llego a un edificio cerca del Apumanque. Demoro 15 minutos. Lo hice dentro del tiempo.

-Jackpot uiiiija.

Música para mis oídos. Mi celular vuelve a notificarme un pedido: un menú en el Taco Bell. De vuelta al Parque Arauco. A las 21:52 doy por terminado mi día. Hice cuatro pedidos durante la tarde, no estuve ni cerca de lograr el bono. Solo gané 16.200 pesos.

Trabajo muerto

Al día siguiente, apenas puedo levantarme. Abro la aplicación. Sin embargo, mi tasa de aceptabilidad bajó de 100 a 44 por ciento. No entiendo por qué. No cancelé ni un pedido, pero según Rappi rechacé varias entregas. ¡Imposible! Una tasa de aceptabilidad tan baja significa que durante toda la semana estaré por debajo de la media y la aplicación le dará preferencia a quien tenga un mejor rango, aunque yo esté más cerca. Tampoco podré participar de los incentivos de dinero.

Frustrado, me dirijo al McDonald's de Nueva Providencia con Guardia Vieja, punto con muchos pedidos y que congrega repartidores de todas las apps .

El día es malo para las cuatro aplicaciones. Luego de una hora de espera, sin notificaciones en mi celular, un chico de Rappi se me acerca a conversar: es venezolano, tiene 17 años, no va al colegio y trabaja con un permiso firmado por sus padres porque quiere colaborar con dinero para la casa. Desde Rappi su gerente de operaciones, Felipe Rivas-Struque, señala que es factible que un menor de edad trabaje con un permiso notarial, porque "esto no es un trabajo propiamente tal, porque no son empleados de Rappi".

Jankranks, un publicista venezolano que trabaja para Pedidos Ya, relata que en esa app el sistema es distinto: trabajan con horarios fijos y agendan horas semanales según su evaluación de desempeño, y si no reciben pedidos -asegura- les pagan más de 2.000 pesos por hora.

-Trabajo con horarios y por turnos: los grupos mejor evaluados pueden seleccionar los mejores horarios semanales -dice.

Durante cinco horas de espera sin ningún pedido, hablo con José, quien es chileno y asegura que "le debe mucho a Rappi", porque le dio trabajo antes que muchas otras empresas tradicionales que no lo reclutaron.

Ni José ni yo tuvimos pedidos este día. Antes de irme a casa, decido buscar suerte media hora más en otra zona de alta demanda para no irme con cero pesos en el bolsillo. Sentado en unas bancas a un costado de la catedral castrense, en Los Leones, me quedo dormido. Al rato me despierta un obrero de la construcción quien me dice que este trabajo de delivery no es para alguien joven como yo, que lo que tengo que hacer es emprender y formar mi propio camino.

Al día siguiente tampoco tengo pedidos. Estoy al borde de tirar la esponja. Pero el miércoles en la mañana escucho de nuevo la alarma.

-Jackpot uiiiija.

Debo recoger una porción de pollo y entregarla en La Reina. Acepto y me subo a mi bicicleta, pero la aplicación me borra sorpresivamente el pedido. Trato de contactarme con el centro de ayuda de Rappi para pedir una explicación.

Al rato me llega un mail : "Hemos recibido su solicitud y nuestro personal de soporte la está revisando".

Espero durante más de una hora sabiendo que no habrá respuesta, ni pedidos, ni dinero. Pedaleo hasta las oficinas de Rappi. Me topo con las mismas filas de hace dos semanas, el mismo gentío de repartidores reclamando: ahora soy uno de ellos.

Estaciono mi bici en el patio de la empresa, me incorporo a la fila y cuando llega mi turno alego por la disminución de mi tasa de aceptabilidad. La empleada de Rappi me dice que es normal, porque tienen muchos problemas con mi compañía de teléfono, ya que no notifica los pedidos

-No es que Rappi tenga problemas, sino que es la señal en la ciudad. El speach ahora hacia los repartidores es: "Tu fuente de ingreso en este momento es Rappi. Entonces para tener ingresos tienes que invertir en tu herramienta, la que te está alimentando, que en este caso es tu teléfono", explicará después su gerente de operaciones, Felipe Rivas-Struque, cuando se le consulta si la compañía de teléfono y la señal inciden en la notificación de los pedidos.

Salgo de la sucursal, preparado para pedalear hacia Las Condes, pero mi bicicleta no está. Solo estuve 10 minutos en la oficina y en el patio solo habían compañeros de la aplicación. Entro gritando:

-¡Me robaron mi bici!

Uno de los jefes de la sucursal me dice que no puede hacer nada, que no hay cámaras de seguridad y que vaya a la comisaría. Allí tengo una espera de dos horas antes de que un cabo pueda tomar mi denuncia. Sentado en una silla plástica, calculo: solo gané $16.200, incluyendo propinas.

Al rato, llega un repartidor de una empresa de la competencia y se sienta a mi lado. También le robaron su bicicleta marca Giant, mientras entregaba un pedido en Providencia. Le costó 350.000 pesos, según la boleta que me muestra. Me dice que era su única fuente de ingresos, el único trabajo que pudo encontrar luego de perder su empleo como ingeniero.

-Le informé a mi aplicación del robo por un WhatsApp interno -me cuenta.

-¿Qué te dijeron?

-"¿Pudiste entregar el despacho?".

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