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PUBLICACIÓN Sus diarios entre 1941 y 1945

Ernst Jünger: un oficial alemán en la ocupación de París

domingo, 30 de diciembre de 2018

Roger Boyes The Times
Historia
El Mercurio

¿Hitler debería morir? ¿Qué se siente al ver a un hombre siendo ejecutado? El escritor y filósofo alemán (1895-1998) escribió un intenso diario durante la ocupación de París, cuando era un oficial germano. Su publicación en inglés, con prólogo de Elliot Neaman, ha generado interés en la prensa internacional.



¿Cómo envuelve la guerra al individuo, lo transforma de un espectador en un guerrero, luego en una víctima, y lo deja como un sobreviviente autocrítico? El pensador alemán Ernst Jünger sabía cómo, habiendo peleado del lado perdedor en dos guerras mundiales. Sus prolijos escritos deberían ser lectura obligada para cualquiera que esté interesado en la complejidad del nacionalismo alemán.

Políticamente ambiguo, Jünger tuvo una vida larga (murió a los 102 años) como soldado, escritor y filósofo. "Sufro de un hiperagudo sentido de observación", dijo, no como alarde, sino admitiendo una debilidad. Las taras de los nazis, los escarabajos del reloj de la muerte que coleccionaba, los tics faciales de los mentirosos, el movimiento del cabello de una mujer parisina mientras compraba un sombrero, las contorsiones físicas de un desertor ejecutado: todo esto fue puesto bajo la lupa de sus diarios de vida entre 1941 y 1945. Su publicación en inglés, traducidos con fluidez, constituyen un momento notable, y presentan un modelo de cómo navegar en una era de extremismos. Jünger detalla atrocidades del campo de batalla, pero el libro también plantea preguntas universales: ¿Se justifica el tiranicidio? ¿Cuándo un hombre realmente alcanza la mayoría de edad? ¿En qué punto un hombre se convierte en una simple bestia?

Jünger debería haber sido un nazi. Hitler le ofreció la posibilidad de ocupar un asiento con los nazis en el Reichstag. Él los rechazó y ellos nunca entendieron por qué. Deberían haber examinado más de cerca su biografía; es la historia de un conservador nacionalista, un esteta, un aventurero, pero también un científico, un entomólogo, a quien le interesaba hacer una crónica de la verdad, un inconformista. Todas cualidades que lo convertían en un discípulo inadecuado para el Führer.

14 disparos y 20 cicatrices

Fue un rebelde en el colegio, del que se escapó para unirse a la Legión Extranjera Francesa en 1913. Fue enviado a Argelia, luego desertó para explorar África. Cuando estalló la fiebre de la guerra en agosto de 1914 se ofreció como voluntario para la infantería alemana, dejó de lado exámenes escolares y a los 19 años ya estaba participando en batallas en el frente occidental, sufriendo la primera de muchas heridas de guerra: recibió 14 disparos y su cuerpo tenía 20 cicatrices.

Después de la guerra, fuertemente condecorado, escribió un relato de sus experiencias de combate en "Tempestades de acero", publicado en 1920. Ese libro, que celebraba la euforia de la batalla, lo colocó firmemente a la derecha. Después de la guerra, como parte de la "Revolución Conservadora", escribió libros y panfletos que denunciaban la decadencia de la República de Weimar. Despotricó contra los políticos, que se habían rendido y humillado al ejército; también se sintió frustrado por las reparaciones impuestas a Alemania por los aliados.

Sin embargo, hacia 1930, cuando los nazis ganaron 107 escaños en el Reichstag, Jünger ya estaba horrorizado con su brutalidad. Podía tolerar un gobierno autoritario, pero no una revolución impulsada por una conspiración racista. Semanas antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Jünger publicó "Sobre los acantilados", una novela alegórica sobre el abuso de poder que presentaba una caricatura ligeramente disfrazada de Hermann Göring.

En la zona gris

Cuando Jünger comenzó a escribir sus "Diarios de Guerra" ya estaba operando en una zona gris. Por un lado, era un patriota ansioso por participar nuevamente en una guerra. Sus escritos de entreguerras lo habían hecho popular en el estado mayor, que compartía su gusto por los gobiernos fuertes y el reordenamiento de Europa. Por otro lado, era un librepensador, con admiradores tanto de la izquierda como de la derecha. Estaba fascinado también con la cultura de los franceses, el enemigo histórico de Alemania.

¿Qué hacer con un hombre así? Ya tenía más de 40 años, demasiado viejo para una ardua campaña militar, pero podía convertirse en algo valioso si era necesario abogar por una larga guerra de conquista. Se le encontró un nicho como censor militar en la Francia ocupada por los alemanes. Jünger debía vigilar a la intelligentsi a francesa. Desde esta posición elevada, Jünger tenía una vista de pájaro de la guerra. Cambió la embarrada primera línea de la Primera Guerra por el infierno de los limpios edredones del Hotel Raphael, los cafés con Jean Cocteau, las conversación con Picasso, bouillabaise en Prunier y una mesa en el George V con compañeros oficiales que lo admiraban.

Su esposa estaba en Alemania y aunque su diario se esfuerza por alcanzar alturas estéticas, también revela un poco de caos hormonal. Mujeres, enmascaradas por seudónimos, que entran y salen del texto, fueron casi seguramente amantes. Tenía largas conversaciones con ellas sobre los peligros del coup de foudre , el amor a primera vista. Llevó a la dependienta de una tienda al cine, acariciando su pecho mientras miraba un noticiero de victorias alemanas.

Esta combinación de vivir la vida de un flaneur, entremezclada con un registro de los muchos libros que leía y sus momentos libres dedicados a cazar escarabajos para su colección parece a veces eliminar la vida real. Uno tiene ganas de gritarle: Dios mío, ¿has olvidado que hay una guerra?

Hielo y fuego

Cuando a Jünger se le ordena presenciar la ejecución pública de un desertor alemán, uno siente que habría preferido mil veces haber salido a caminar por la Rue Saint-Honore. El escritor describe cómo le ponen una tarjeta roja sobre el pecho del hombre con los ojos vendados: un blanco para el pelotón de fusilamiento. La salva produce cinco pequeños agujeros en la tarjeta "como si hubieran caído en ella gotas de rocío", pero el hombre sigue de pie.

"Veo su boca abriendo y cerrándose como si hubiera querido formar vocales y expresar algo con gran esfuerzo... parece que ahora el hombre se ha vuelto amenazante...". Finalmente, sus piernas ceden y es declarado muerto. Las ejecuciones le molestaban a Jünger y, al mismo tiempo, le fascinaban. Un oficial francés le contó que los carniceros de caballos aumentaban sus ganancias con decapitaciones.

Las cenas con el general Von Stulpnagel, comandante militar de Francia, solían versar sobre si las ejecuciones masivas de franceses por haber matado oficiales alemanes tenían algún sentido. Von Stulpnagel le dice a Jünger que los actos de represalia colectiva solo le estaban haciendo un favor a la resistencia francesa, convirtiendo a la población en enemigos de Alemania.

"Nuestra influencia en Europa debe trascender la época actual en la que somos una presencia blandiendo bayonetas", dijo el general, y Jünger claramente estaba de acuerdo. Esta fue obviamente una de las semillas del futuro complot contra Hitler (Von Stulpnagel fue ejecutado por su participación en el complot del 20 de julio). El otro hilo del descontento de Jünger con el gobierno nazi se puede encontrar en su registro de las historias que escuchó del frente ruso. Su cuñado le escribe que, en una semana de luchas (enero de 1942), los alemanes habían perdido a 17.000 hombres.

Jünger observa en su diario acerca de un despacho ruso: "Dicen que cuando tratan de sacarles las botas a los prisioneros alemanes, el pie también se desprende". Un teniente que acababa de regresar de Rusia le cuenta a Jünger que su batallón había perdido un tercio de sus hombres debido a las amputaciones. "La carne se pone blanca, luego negra... dice que hay hospitales de campaña para soldados con genitales congelados, e incluso sus ojos corren peligro. El hielo y el fuego conspiran como dos cuchillas de un despiadado par de tijeras".

Cuando la guerra se volvió contra Alemania en el este, Jünger se involucró cada vez más en conversaciones con oficiales al margen del complot para matar a Hitler. Sus diarios exudan desprecio por Hitler, a quien él llama "Kniebolo", por miedo a que sus palabras caigan en las manos equivocadas. Sin embargo, estaba firmemente en contra del tiranicidio. Los conspiradores querían eliminar a Hitler antes de que los aliados invadieran desde el oeste. Jünger argumentó que el régimen escalaría a nuevos niveles de terror si mataban a Hitler.

Amargo regreso

El complot de la bomba fracasó, naturalmente, en julio de 1944 y la sed de sangre del régimen se hizo cargo. Jünger se vio obligado a abandonar el ejército. A diferencia de sus antiguos colegas militares parisinos, que fueron colgados en ganchos de carne, regresó a su hogar con su colección de escarabajos. Los diarios están llenos de curiosidad, el entusiasmo perdurable de un autodidacta, pero no están llenos de arrepentimiento, ni de calor. Su herida más profunda fue la pérdida de uno de sus hijos, Ernstel, quien murió en Italia en noviembre de 1944.

Para el escritor, fue un amargo regreso a casa; se había mantenido a una cautelosa distancia del caos de la guerra, esquivando las grandes decisiones, pero en los meses finales se vio emboscado por la emoción. Mientras los tanques americanos se abrían paso hacia su refugio rural en la Baja Sajonia, mientras los refugiados alemanes huían de los rusos, las últimas palabras de Jünger en su diario palpitan de ansiedad por su nación. "Una suerte que Ernstel no pueda ver esto", escribió, "le habría dolido demasiado". Estaba describiendo su propia tristeza, su propia preferencia por la muerte. En lugar de ello, terminó viviendo hasta una edad extremadamente avanzada.

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