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Germán Marín "Me tengo que acostumbrar a morir"

sábado, 17 de noviembre de 2018

Por Estela Cabezas Fotos Felipe Vargas
Crónica
El Mercurio

El escritor terrible y de lengua mordaz, el más prolífico de su generación, casi no sale de su casa. A sus 84 años, está con problemas de memoria y ha colgado los guantes. "Creo que dejé de escribir para siempre", dice sin un ápice de autocomplaciencia.



Un día hace dos meses solo sucedió. Germán Marín, el contestatario, el cascarrabias, el editor histórico, el mismo al que le han dicho que es un fáctico de la literatura; el más prolífico de los escritores locales, un día simplemente se despertó y no pudo escribir más. Lo intentó, pero nada salió.

Lo mismo sucedió al día siguiente y los que vinieron después, hasta que se aburrió de intentarlo.

-Traté, pero no pude, hice la prueba varias veces. Desde hace dos meses que no escribo nada -dice Germán Marín sentado en un café de Providencia.

El escritor, que tiene 84 años, la espalda encorvada, cataratas en los ojos y una fatiga crónica que lo hace tener que descansar cada media cuadra para poder seguir caminando, se queda en silencio un largo rato y luego sentencia.

-Creo que dejé de escribir para siempre.

No es primera vez que lo anuncia. Desde que en 1994 publicó su primera obra en Chile tras volver del exilio, muchas veces anunció que ese libro, el que estaba lanzando en ese momento, era el último. Él explica que lo decía porque siempre quedaba agotado, pero que era una afirmación engañosa, porque en la interna siempre sabía que tenía uno, dos o tres proyectos en mente.

-Hoy no tengo ni un proyecto. Mi mente está seca.

De hecho, el último libro que planea sacar en su vida se llama Un oscuro pedazo de felicidad , una serie de cuentos que ha venido escribiendo desde hace años y que guardó, porque cuando los escribió no los encontró tan buenos. Ahora les hizo unos arreglos y se editarán en formato libro el próximo año al alero de la editorial UDP.

-Le dije a Felipe (Gana, su editor) que los termináramos pronto. Quiero dejarlos listos antes de diciembre de este año -dice con la voz de quien ha sido un fumador de una o dos cajetillas diarias durante toda una vida-. Si algo me ocurre, quiero tener listo el libro. No te estoy diciendo con eso que esté en imprenta, pero yo quiero tener plena conciencia del libro que voy a publicar.

Recordar hoy se le hace duro. En esta conversación hay hechos que se le escapan, nombres que no ha podido recordar, historias que, se intuye, están contadas a medias.

-Sí, hay cosas que vi, otras que me parece haber escuchado. Tengo la duda. En la medida que he ido perdiendo la memoria, todo ese pasado para mí se ha vuelto muy lejano. Confuso. Hay muchas cosas de esos años que han desaparecido de mí. Más bien, lo que hoy tengo presente es el presente.

-¿Qué problema de memoria tiene?

-He ido perdiendo memoria de hace un año.

-¿Alzhéimer?

-Puede ser.

-¿No se lo han detectado?

-No, pero yo he ido perdiendo memoria.

Germán Marín se queda en silencio y dice:

-Esta pérdida de memoria me duele. Historia de una absolución familiar es una trilogía que escribí y en la que en cada tomo hay cosas de mi pasado. He hecho el ejercicio de hojearlos para darme cuenta del estado mental mío. Y la verdad es que ya no recuerdo nada de eso, los he leído tratando de recordar, pero no, lo que leo en ellos me resulta casi literatura.

La madre de Germán Marín era argentina, y su padre, chileno. La idea de familia feliz duró poco: cuando él tenía 8 años se separaron. Ambos rehicieron sus vidas.

-Viví en Argentina con mi madre hasta los 13. No nos llevábamos bien, yo era rebelde. Me vine a vivir con mi papá, pero mi madrastra había tenido hijos y yo ahí ya no tuve cabida. Nunca me sentí parte de esa familia. De la de mi madre tampoco, porque ella también volvió a casarse. Me sentía huacho. Mi madre estaba en Buenos Aires, venía cada cierto período a Santiago.

Esa fue una de las razones por las que quiso entrar a la Escuela Militar: para salir de su casa.

-A mi padre siempre le pareció una mala idea. Yo me fui igual.

Pero duró poco: un día, estando castigado, se vistió de uniforme y salió junto a sus compañeros.

-Me fugué. Pinochet era capitán de mi compañía. Mi padre lo conocía, porque era masón. Él le ofreció que yo dijera una mentira, y así podía seguir en la escuela hasta finales de año, pero yo ya estaba aburrido, así es que dije la verdad y me echaron.

Su padre lo castigó, dice, con la indiferencia. Decidió no matricularlo en un nuevo colegio y dejarlo todo el año sin hacer nada. Él, para no aburrirse, salía a caminar. Vivía en Bilbao con Los Leones. Un día llegó hasta la Biblioteca Nacional y entró de puro aburrido. Ahí descubrió los libros, las revistas. Se hizo lector.

-El mundo de las revistas me gustó, era un mundo totalmente distinto al mío. Me di cuenta de que Chile era una aldea de mierda -dice.

Como lo único que quería era salir de su casa, al año siguiente entró de interno al Instituto Barros Arana. Fue una buena experiencia.

Al salir del colegio decidió irse de Chile. Era 1952 y tenía 18 años. Su padre no le pasó ni un peso, sus tías fueron su red de apoyo. Partió a Buenos Aires para embarcarse como miembro de la tripulación de algún barco que fuera a Europa. No pudo y se quedó varado y sin dinero. Terminó vendiendo antenas para radio en la calle. Un amigo de Chile le ayudó a encontrar un trabajo: DJ de una discoteca. En paralelo entró a estudiar Filosofía en la universidad.

-Empecé a conocer gente que me trataba como pendejo: Jaime Rest, Jorge Luis Borges, que fue mi profesor de literatura inglesa. Él era muy bueno, pero era muy distraído para hacer las clases. Siempre decía que el que quisiera seguir el programa lo tenía que hacer con Rest, que era su ayudante.

Cuenta que estableció una buena relación con Borges y que solía acompañarlo a la casa de su hermana Nora: él lo tomaba del codo y caminaban porque ya había comenzado a quedar ciego.

-Él era el interrogador, siempre estaba preguntando: sobre políticos, sobre dirigentes universitarios, cosas así. Era un ser curioso. Y un poco odioso también. Sobre todo en las opiniones de la gente. Era explosivo al hablar.

Dice que esos fueron sus años formativos, que fue ahí donde descubrió la literatura de verdad.

Durante todos esos años no tuvo contacto con sus padres. Un par de veces, cuenta, pasaron amigos de su padre por Buenos Aires.

-Entonces me llamaban por teléfono, me buscaban para contarle a mi papá cómo estaba. Ahí sabía algo de mí. ¿Con mi madre? Poco, muy poco.

-¿Cómo lo marcó eso?

-A ella yo la echaba mucho de menos, y a mi padre también. Pero era la relación del hijo único con los padres distantes, yo me daba cuenta de eso. Siempre he sido solitario. No tengo tantos amigos.

En Argentina encontró una polola. Con ella se casó en Chile unos años después. Su padre le consiguió un trabajo en la planta de Iansa en Linares.

-¡De Buenos Aires a Linares! Casi me morí de aburrimiento.

Al año se separó y se vino a vivir a Santiago.

Acá conoció a Juana Robles, con quien se casó en 1964. Lleva 54 años de matrimonio, tiene dos hijos y cuatro nietas.

Sus conocidos dicen que ha sido un buen padre y es un mejor abuelo.

Como marido, dicen sus cercanos, no ha sido tan bueno. Él lo reconoce.

-El más embromado en la relación cotidiana he sido yo. No digo que ella sea una santa, pero el jodido en la relación he sido yo -dice.

Germán Marín es rencoroso, cuenta el crítico Juan Manuel Vial, uno de sus amigos. Aún no perdona a Patricio Fernández, quien en su libro Los Nenes contó una historia de infidelidad suya.

-Jamás lo perdonaré -asegura.

La familia de Germán Marín era de derecha, pero eso no impidió que él se vinculara a la izquierda. Cuenta que participó activamente en la tercera campaña de Salvador Allende, cuando salió elegido Eduardo Frei Montalva. Ese año había conocido a Pablo Neruda, quien lo vinculó al Partido Comunista.

-Conocí a Pablo Neruda estando de luna de miel con Juanita en Isla Negra. Había una hostería que era muy buena y fuimos a pasar ahí 15 días. Y una tarde fuimos a unas rocas cercanas. Juanita llevaba un libro, yo me dedicaba a pescar, y de repente sentí al lado mío a alguien que algo me dijo sobre pesca. La voz me resultó familiar. Lo miré y lo reconocí altiro: era el poeta que me estaba hablando.

Cuenta que comenzaron a hablar de Argentina, de sus escritores, él le contó que había conocido a Borges. Al terminar la tarde lo invitó a su casa al otro día.

-Al día siguiente almorzamos. Estaba Matilde, su secretario, Homerito Arce, y nosotros dos. Y ahí se empezó a establecer una relación con Pablo.

-¿Él le dijo que militara en el Partido Comunista?

-No, él me sugirió que no lo hiciera. Me dijo que no me convenía. Creo que él me vio un poquito rebelde, un poquito jodido. "Sé amigo del partido", me recomendó.

Pero no le hizo caso. Su idilio con el PC terminó tres años después, cuando el gobierno chino lo invitó a trabajar a una editorial en Beijing. Él aceptó a pesar de la recomendación del PC chileno de no hacerlo.

-Las relaciones entre China y la Unión Soviética estaban muy malas. Por lo que al aceptar caí en la calidad de traidor.

Estuvo un año y medio allá, y al volver, ya sin sus amigos comunistas, comenzó a formar relaciones con otras personas. La más importante: Enrique Lihn. Así comenzó a armar su nuevo mundo.

Entre el 70 y el 73 se volcó a la cultura: se hizo amigo de Raúl Ruiz y trabajó en la editorial Quimantú.

-Mi padre era totalmente partidario del golpe. Incluso hubo parientes míos, por el lado de mi madre, que le pidieron que me recibiera en su casa, y él dijo: "Germán tiene que cocinarse en su propia salsa". Nunca pude reprocharle nada de esto a mi padre. Mientras yo estaba en el exilio, él murió.

Germán Marín partió a México. Allá, en 1976, conoció a Gabriel García Márquez a través de Hortensia Bussi, la viuda de Allende.

-El Gabo le pidió a la Tencha que le presentara a un escritor de confianza para que le ayudara a hacer unas tareas. La Tencha me recomendó.

La primera vez que se vieron, García Márquez apareció en su casa con unos anteojos oscuros.

-Me costó reconocerlo, pero cuando se sacó los anteojos me di cuenta de que era él. Andaba con un ojo morado, entonces me contó lo que yo ya sabía: Vargas Llosa le había pegado un combo por una tontería de celos con su mujer.

-Comenzamos a trabajar juntos. Hice varios trabajos periodísticos y literarios para él, entre prólogos y presentaciones, los que finalmente firmaba García Márquez sin muchas correcciones. Él era una persona muy agradable y me pagaba muy bien.

Dice que trabajó con él por cerca de un año.

-¿Volvió a hacer ese tipo de trabajos para él?

-Sí, dos veces más. La última fue el prólogo que Gabriel García Márquez firmó en el libro de Max Marambio, Las armas de ayer . Ese prólogo lo escribí yo y García Márquez lo aprobó sin ningún cambio. Él ya estaba medio enfermito, entonces lo vio y lo aprobó.

En México también conoció a Juan Rulfo. Cuenta que se hicieron muy amigos, y que incluso pasaron unas vacaciones juntos en el lago Chapala, en un balneario cerca de Guadalajara.

-Vivíamos en la misma casa, pero nos veíamos poco: era una casa grande. Sobre todo nos veíamos en la tarde. A Juan le gustaba tomar café y Coca-Cola, él había superado un alcoholismo que había tenido, había estado muy mal y había dejado de beber alcohol. Entonces, tomaba café y Coca-Cola, esos eran sus vicios. Juan Rulfo en esa época había dejado de escribir.

-Es duro dejar de escribir.

-Sí, pero él lo tomó con resignación. Parece que necesitaba trago para escribir, esa es la impresión que tengo. No le gustaba hablar de su exalcoholismo. Juan era buena persona, divertido, un personaje. Estaba peleado con todo el mundo en México: con Octavio Paz, a Carlos Fuentes no lo podía ver. Pero tenía también su grupo de admiradores. Era medio peleador.

Tras su estadía en México, se trasladó con su familia a Barcelona. Ahí consiguió trabajo en una editorial muy importante. Fueron años de mucho trabajo y nada de escritura.

-Tenía que ganarme la vida, entonces me dediqué sobre todo al trabajo editorial. Incluso, en esos años dejé de escribir.

-¿No se reprochaba usted el no estar escribiendo?

-No, porque me daba cuenta de que tenía que optar por el trabajo. Estuve así 12 o 13 años, y en un momento la editorial se vendió a un grupo económico y los nuevos propietarios quisieron saber quiénes éramos: yo aparecía como subdirector, chileno. Eso no les gustó a los nuevos propietarios. Informaron que si yo estaba cuando ellos se hicieran cargo, me iban a echar, porque no querían ningún chileno. Era considerado de izquierda por estar en el exilio estando Pinochet aquí.

Llegaron a un acuerdo y le dieron una suculenta indemnización, pero quedó cesante.

-En ese momento fue que retomé la literatura. Comencé a pensar qué escribir y salió la trilogía Historia de una absolución familiar , y entonces me puse a trabajar en eso. Al principio con muchas dificultades, porque me costó encontrarle el tono a esta obra, y me di cuenta de que iba a ser una obra de largo aliento. Entonces empecé el primer tomo, después pasaron dos o tres años, el segundo, y así hasta el tercero.

A Chile volvió por primera vez en 1987, estuvo unos meses y se reencontró con antiguos amigos como Enrique Lihn, quien al año siguiente murió. Cuando volvió a Barcelona le dijo a su mujer que se quería venir. Ella le insistió que no.

-Pero me vine. Volví a Chile con el compromiso de examinar realmente cuál era mi postura, si me sentía bien o mal. Y me fui quedando, hasta que en un momento le dije a mi mujer que se viniera. Ella no estaba muy conforme, yo creo que hasta el día de hoy.

Recuerda que al llegar se encontró con un país culturalmente pobre.

-Pero como tenía un grupo de amigos, me alimentaba un poco de la relación con ellos. Entonces, no era que necesitara el país entero, necesitaba un grupo de amigos. Y bueno, así me fui quedando, y fue curioso, porque así como restablecí mis relaciones con estos amigos, empecé a crear otro grupo de amigos, mucho más jóvenes que yo: Matías Rivas, Roberto Merino, Rafael Gumucio.

-¿Qué le gustaba de ellos?

-Esa simpatía, esa juventud, esa temática que tenían ellos guardada de la dictadura. Escuchar. Y fue positivo eso, porque después el primer grupo de amigos empezó a desaparecer y quedó este otro grupo nuevo, con los cuales soy amigo hasta hoy. Y ya no son los jóvenes de antes. Están medio viejones -dice y se ríe con esa carcajada seca que tiene.

Desde que editó su primer libro tras su retorno del exilio, Germán Marín ha publicado 22 libros en veinticuatro años: casi un libro por año.

-Gonzalo Contreras lo acusó hace algunos años de ser un fáctico de la literatura.

- ¿Qué quiere decir eso?

- Que en los últimos 20 años ha sido quien ha movido los hilos de la literatura en Chile.

-Yo, como editor de Random House, tenía la autoridad como para rechazar, con motivo siempre, o aceptar un libro. Era eso siempre. Pero que yo tuviera una suerte de poder, eso no es verdad -dirá tres días más tarde sentado en el living de su departamento en la calle Federico Froebels, justo atrás de la Municipalidad de Providencia.

El departamento, en un segundo piso, con ascensor, tiene en el living varios estantes con libros, pero no parece ser la biblioteca de un editor ni de un escritor.

-Los libros de toda una vida los tengo en la bodega. Ahí también están las fotos y muchos papeles importantes para mí. Pero hace un rato ya que no entro en ella. Me cuesta mucho -dice.

-¿Cuál fue el último libro de un escritor chileno que encontró extraordinario?

-Los de Mauricio Wacquez. Él murió en España. Lo conocí en Chile, nos hicimos muy buenos amigos, después él se fue a Francia, después a España, esto antes del golpe. Después nos encontramos en Barcelona y ahí tuvimos una muy buena amistad. Pasaron los años, nosotros volvimos y de pronto supe que Mauricio se había enfermado de sida. En ese momento yo estaba preparando un libro de Mauricio para Editorial Sudamericana, que salió después. Ahí está el libro, en fin, mucho éxito de críticas.

-De los nuevos, ¿quiénes son sus favoritos?

-De los nuevos...

-O de los vivos.

-De lo vivos, ninguno. Bueno, los vivos murieron. Qué sé yo, mis grandes amigos, Enrique Lihn, etcétera, fallecieron, y quedaron algunos de esa generación como Armando Uribe, pero no son de mi interés. Los conozco, soy medio amigo de ellos, Jorge Edwards por ejemplo, pero su literatura nunca me interesó en exceso, esa es la verdad. Así que frente a esa pregunta, cero.

-Y de los nuevos, ¿nada?

-Me gustaron los cuentos de Bolaño. Quizás Zambra, quizás Gumucio. No mucho más.

-¿Qué le encuentra a la generación de los 80 de escritores chilenos y a la de los 2000? ¿Qué similitudes tienen y qué los diferencia?

-Bueno, temáticamente son distintos. Y como escritura también. Qué sé yo, si comparo la poesía o la prosa de Enrique Lihn con los actuales, son dos mundos absolutamente distintos. Los veo muy desiguales, ¿ah?

-¿Se ha ido perdiendo calidad? ¿Talento?

-No me atrevo a decir eso, para no molestar (se ríe).

En Germán Marín ya no está la frase ácida, la lengua filuda, esa con la que, con motivo del Premio Nacional de Literatura, dijo que a Isabel Allende la encontraba "bastante floja, productiva, pero floja". También dijo que el último libro de Diamela Eltit no le había gustado y que había muchas "cosas que no se entienden en él". Sobre su amigo Roberto Merino, dijo que no lo veía como para ganarse el Premio Nacional de Literatura, porque él era un cronista, no un novelista.

Germán Marín sabe que algo ha cambiado en él.

Hoy, dice que hace poca vida social. Ya casi no sale. De hecho, cuenta que hace una semana no salió ni un día de su casa.

-No tenía ganas.

Germán Marín se para, camina ágil, su cuerpo encorvado se mueve rápido por los pasillos de su departamento. Busca en su dormitorio su libreta de bolsillo café, en la que escribe todo: la hora de la sesión de fotos, la lista de libros que ha escrito en los últimos diez años. La letra es pequeña, perfecta.

-Camino rápido, sí, pero me canso rápido. Además, tengo que tener cuidado porque he perdido la capacidad de aproximación muchas veces. A veces me ocurre que no tengo una movilidad inteligente y me tropiezo con las cosas, me golpeo con facilidad. También pierdo cosas, pero las tengo ahí y no me doy cuenta de que están ahí, desaparecen y después las descubro.

Pero lo más terrible que le ha pasado, y por lo que con un estilo dramático dice que "si tuviera una pistola, me pegaría un tiro", es el haber dejado de escribir.

-Durante los últimos 30 años me sentaba todos los días a las 8:30 de la mañana a escribir durante horas. Luego almorzaba y en la tarde veía películas, leía, tipo seis revisaba lo que había hecho. Pero ya no puedo. Eso se acabó -cuenta.

Hoy, dice, el momento más duro del día es en ese horario.

-Todas las mañanas me despierto pensando "qué aburrida va a ser esta mañana sin nada que hacer".

-Eso pasa a cierta edad: las personas deben aprender a vivir otra vida.

-No, yo cambiaría esa frase: no tengo que aprender a vivir otra vida, me tengo que acostumbrar a morir.

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