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Isla Teja DE BAR EN BAR

domingo, 11 de noviembre de 2018

POR Sergio Paz , DESDE LA REGIÓN DE LOS RÍOS.
Reportaje
El Mercurio

En menos de cinco años, Teja se ha poblado de sabrosos restaurantes, bellos hoteles y encendidos bares que le están dando un nuevo carácter a esta isla, uno de los destinos más bellos del país y un hito clave en la escena de las cervezas artesanales.



Era de esperar: tras varios días probando las nuevas cervezas valdivianas, de pronto dejar la ciudad se vuelve una pesadilla.

Tarde/noche, mientras saboreo un schop especialmente amargo en una de las cervecerías más prendidas de Teja, compro por internet -poco antes de viajar- un pasaje en bus en uno de esos sitios que prometen hacerte la vida muy fácil. Es, de hecho, lo que crees cuando al teléfono llega el código de la reserva y, muy sonriente, preguntas: ¿Alcanzo a tomar una más?

-Claro. El terminal está a solo unas cuadras, así es que llegamos. Salud -dice César Scotti, fotógrafo, amigo del barrio cuando éramos chicos, ahora instalado con su familia en Teja.

Tras el último sorbo, César me lleva al terminal y, una vez ahí, me entero de que, para subir al bus, primero te deben imprimir el pasaje en la clásica ventanilla.

Es lo que hago.

Luego, como aún quedan unos minutos y la cerveza da hambre, voy por un sándwich. Cuando falta apenas un minuto para la partida del último bus, en el andén me toco frenéticamente los bolsillos buscando el pasaje recién impreso.

-Lo siento. No encuentro el ticket de papel, pero tengo el electrónico -le digo al auxiliar, mostrándole el celular.

El joven, amablemente, responde que no sirve, que necesito el de papel.

-¿Papel? ¿Qué clase de joven eres? -le digo al chico, que mira perplejo mientras la cerveza burbujea en mi cabeza.

-Debe ir a la ventanilla para que le imprimen otro -dice él.

Chanfle.

-¿Se acuerdan de mí? No encuentro el boleto que me imprimieron -les digo a los de la ventanilla.

-Pero, ¿cómo? ¡Si se lo pasamos hace cinco minutos!

-Lo sé. Pero no lo encuentro.

-No podemos imprimir otro.

-¿Cómo? ¿Y ahora qué hago?

-¿Viajar mañana? Mire... -dice el encargado, al tiempo que baja la cortina de la oficina y veo, con horror, que el bus se pone en movimiento.

Corro. Subo.

-El pasaje -dice el joven, mientras el bus sigue su marcha.

-En algún lado lo debo tener, pero por mientras puedes ver este -le digo, mostrándole nuevamente el celular.

-Necesito el de papel.

-Por algún lado tiene que estar -le digo al chico, en el preciso instante en que el bus se detiene en seco.

Silencio. Pasan unos minutos interminables.

-Señor, ¿me acompaña? -dice de pronto un carabinero que acaba de subir.

Justo cuando me dispongo a seguirlo se larga un aguacero.

Llueve fuerte. A la antigua, como en esas viejas canciones de Schwenke & Nilo en las que tanta pena te daba Valdivia.

Dos días antes, en la recepción del Puertas del Sur, un hotel rodeado de enormes árboles que apenas caben en los ventanales, me encontraba con Francisco Cortés, empresario gastronómico que primero creó el restaurante El Montañés de Farellones, luego el de La Dehesa, y finalmente una cadena que incluye locales en La Parva, Pucón, Valdivia y pronto otro en Las Condes. El símbolo de El Montañés es un duende con gorro. Y la verdad es que el propio Francisco -"Chico" para los amigos- no poco tiene de ingenioso duendecillo que conoce muy bien el camino secreto para llegar a la bóveda donde están las monedas de oro.

Al encontrarnos, la idea es conocer su nuevo restaurante en Teja. Y ahí mismo iniciar un tour gastronómico-cervecero. Segundos después rodamos sobre Los Robles, la principal arteria de la isla, hasta hace unos años un barrio residencial, enclave favorito de la ilustrada burguesía local, incluidos los profesores universitarios que encontraron en Teja el lugar perfecto para pensar entre diluvio y diluvio.

Suena sensato: si Valdivia -por su impronta fluvial y lejanía de la 5 Sur- siempre se mantuvo distante del quehacer nacional, la isla Teja aún más. En el fondo, Teja es una isla dentro de una isla. Un lugar calmo, sereno, resguardado de los exabruptos del tiempo gracias a la tranquilidad que siempre le prodigaron sus fieles guardianes, los ríos Cruces, Cau-Cau, Valdivia y Calle Calle.

-Antes, solo había casas -dice Francisco, mientras estaciona cerca de su restaurante, que se levanta sobre el humedal Santa Inés-. Pero, en los últimos años, aquí comenzó a llenarse de cafeterías, bares y restaurantes que cambiaron el barrio sin que la isla perdiera su esencia.

Para esta crónica, en la que busco tomar el pulso a la nueva isla Teja, he contactado a Cortés, pues sé que su relación con Valdivia es de larga data. Y, en algún momento, todo volvió al punto de inicio. A fines de los 90, Francisco trabajaba como gerente de sucursales de Fotoquick, la cadena donde mandabas a imprimir las fotos después de algún viaje o evento. En eso estaba cuando entró solo a un bar/pub en Valdivia y unas chicas que estaban en la mesa del lado le dijeron que por qué no se sentaba con ellas. Entre las mujeres estaba Claudia Astete, fotógrafa y una de las creadoras de La Nave, emblemático colectivo de artistas que, durante años, encendió Bellavista. Esa noche fueron a un recital y, al día siguiente, Claudia invitó a Francisco a comer mariscos en la casa de sus padres en Villa Rucahue, isla Teja.

-Y la verdad -dice Cortés- es que no me pescaron nada. Cero. Probablemente porque era santiaguino y los valdivianos siempre han vivido en un mundo aparte.

Cuento corto: pololearon y, a fines de los 90, se casaron en la capilla que está en el Parque Santa Inés, justo al frente de donde ahora está su restaurante.

-Curiosamente, desde ese día siempre hemos tenido el sueño de vivir aquí -dice Fracisco Cortés.

Aunque eso aún no ocurre (ambos siguen en Santiago), en las paredes del restaurante han acopiado pedazos de la memoria que los une al lugar: básicamente, fotos de impresionantes casonas que recuerdan que, alguna vez, Valdivia fue una de las ciudades más modernas de Chile.

-Pero aquí en El Montañés -dice Francisco- también quisimos rescatar tradiciones gastronómicas y por eso uno de los platos que pusimos en la carta fue el clásico crudo. ¿Te animas a probar uno?

Arisco la nariz.

Nunca he sido amigo de los crudos, y si alguna vez los pedí, fue en El Parrón de Providencia. Y eso solo porque, en la madrugada, los mozos (quizás para evitar que se sentaran más parroquianos insomnes) solían decir que solo quedaban crudos: léase carne apenas molida, que ahí se comía con mucho ajo y poco limón.

En Valdivia, en cambio, los crudos se comen a cualquier hora. Si almuerzas, no sé, en el café Haussmann que está casi al frente, podrás ver que todos los parroquianos permanecen hipnotizados, en riguroso silencio frente a sus platos, con la vista fija en esas torres de carne que cada uno adereza a su gusto.

-Hay diferencias -explica Francisco- en la forma en que se preparan los crudos. Pero al final el secreto es que debe ser carne magra, idealmente posta rosada, que se ha molido una y otra vez hasta dejarla una pasta. Luego agregas huevo, pimienta, sal, algo de cilantro y lo maceras en jugo de limón. Se sirve con pocillos en los que hay ají verde, cebolla y pepinillos picados.

Cuando recibo mi crudo, el sabor sorprende. Te zampas uno, luego otro, y en un santiamén puedes llegar a entender la barbarie. Especialmente si amenizas la experiencia con una cerveza, hoy por hoy, una razón en sí misma para viajar a isla Teja.

Parto con Cuello Negro ámbar pale ale y el flechazo es instantáneo. No sé qué dirá Pascual Ibáñez, pero me parece una cerveza fácil de tomar. A diferencia de esas artesanales densas, pesadas, esta tiene apenas un toquecillo amargo que la hace más interesante que complicada.

Luego voy por otra: una Selva Fría, bien helada, hecha en Punucapa. Sin duda, otra delicia local.

Cielos. El reportaje recién comienza.

Francisco dice que podemos seguir el tour en el Bunker, el bar de su cuñado que está justo debajo de El Montañés. Es lo que hacemos y, al entrar, sorprende ver que, aunque es temprano, no caben más parroquianos. El ambiente es relajado, entretenido y todos se zampan schops artesanales que van y vienen. Es que los taprooms o bares de cervezas están de moda, y si hay un lugar donde la tendencia ha crecido es justamente Valdivia, donde se estima que hay al menos una treintena de pequeñas e intensas marcas y, en sus casas, decenas de personas elaboran lo suyo. ¿La razón? Según algunos, las de Valdivia serían aguas blandas, livianas, poco mineralizadas, perfectas para hacer buenas cervezas.

Tomo un schop. Dos. Acto seguido, cruzamos la calle y, en Los Alerces, llama la atención un bar forrado en lata con look industrial. Se trata de Bundor, la casa-bar de una de las cervezas más exitosas del último tiempo. Como ya es tarde, opto por subir la intensidad y pido una Belzeboo stout , una cerveza que no poco tiene de postre y que, a su modo, rinde homenaje a la larga historia cervecera local. Una historia que -no lo sabía- comenzó justamente a unas cuadras de aquí. En la misma isla Teja.

A fines del siglo XIX, el gobierno chileno encargó a Bernardo Phillipi que contratara a alemanes que quisieran colonizar el sur del país. Uno de ellos fue un visionario señor de nombre largo y decisiones cortas: Karl August Wilhelm Paschen Anwandter Fick, un farmacéutico que, a poco de llegar, empezó a producir cerveza en la increíble casa que se construyó en Teja, hoy Monumento Nacional y donde se emplaza el Museo Histórico y Antropológico.

Anwandter partió con unas botellas para el consumo familiar y, en menos de dos décadas, llegó a producir más de 25 millones de litros mensuales. El rumor corrió: la gente, envidiosa, empezó a decir que el boticario había hecho un pacto con el diablo y, cada noche, el propio maligno le ayudaba a embotellar su vivaz brebaje. El mito se acrecentó cuando un incendio arrasó con la fábrica y, poco después, CCU compró lo que se salvó. El golpe de gracia llegaría con el terremoto de Valdivia, tragedia que dejó poco concreto en pie.

Antes de dormir, damos unas vueltas por Teja, una isla bella y misteriosa donde alguien debiera filmar una buena película de terror. Es que en Teja todo es tranquilo, civilizado y, por lo mismo, resulta inevitable pensar que, en cualquier minuto, algo terrible debiera ocurrir. Es lo que sientes cuando ves las lianas que suben por los árboles entre la bruma y, de pronto, aparecen sorpresas como el pasaje Kulczewski, póstumo homenaje a su impulsor: Luciano Kulczewski, el padre de la arquitectura gótica en Chile.

De tanto en tanto, cuando algún político arenga por el desarrollo de la clase media, la gente inevitablemente se pregunta: ¿Qué es la clase media? ¿Dónde está? Bueno, una respuesta plausible es que está en Teja, la isla creada por un señor de apellido Valenzuela que fabricaba tejas y ladrillos y, dicen, habría sido el primer gran exponente de esta clase que siempre quiere más clase. Luego llegaron los que hacían zapatos, los que refinaban azúcar, los que hacían cerveza y, finalmente, los profesores.

Es tarde y, lo reconozco, no me cabe una cerveza en la cabeza.

Duermo. Amanece.

Muy temprano, planeo visitar algunos de los parques más emblemáticos de la isla. La oferta es variada e incluye el Jardín Botánico de la Universidad Austral, el Parque Prochelle, el Parque Santa Inés y, cómo no, Arboretum, un parque de 54 hectáreas en el que se pueden ver rarezas como el queule y el voqui rojo.

La mañana en que salgo a caminar, sorprendentemente no llueve, así que, para amenizar, decido llevar algunas cervezas como único cocaví. Para eso hago una parada en Beer Store, un supermercadito en Teja que se enorgullece de tener casi todas las artesanales que se hacen actualmente en Valdivia. Luego camino por la avenida Miguel Agüero hasta dar con la entrada al Saval, el gigantesco parque que se extiende en el que alguna vez fuera el fundo de la familia Prochelle. El lugar es bello, sublime. Por todos lados crecen eléctricos helechos que impresionan tanto o más que las nobles hayas y los gigantescos encinos. Sigo la marcha hasta detenerme frente a un árbol de mediana estatura que parece salir al encuentro con sus hojas tan poderosas y ordenadas que parecen flores. Un cartelito anuncia que es un canelo. Es la primera vez que, realmente, veo un canelo.

Supongo que cerveza y árboles son, en Valdivia, dos temas de los que siempre terminas hablando. Valdivia es, de hecho, una de las pocas ciudades de Chile que tiene árboles nativos en su radio urbano y eso, en Teja, es aún más marcado. En el resto del país suelen ser especies introducidas, así es que andar aquí en busca de las más especiales suele ser un panorama entretenido. Más si en la ruta sumas curiosidades como el árbol que alguna vez defendió Luis Oyarzún, el filósofo que pensaba que Santiago y Nueva York tenían algo en común: ambas le parecían igual de horrorosas.

La historia es que, unas décadas atrás, el Banco del Estado compró un terreno que incluía echar abajo un gran árbol. Pero Oyarzún, el intelectual al que no pocos consideran el padre del ambientalismo chileno, alegó, vociferó (dicen que incluso se encadenó al tronco), hasta que consiguió que no lo talaran e incluso hoy una plaquita celebra al árbol y a su defensor.

Entre una parada y otra, en el parque degusto algunas de las cervezas que procuro chequear: entre ellas, una Duende ámbar y, sería la sensación de la tarde, la Barley Wine de Cervecería Valtare.

Finalmente, la tarde continúa con un poco de remo, pues pronto me sumo a una de las kayakeadas que regularmente ofrecen en Teja los de Pueblito Expediciones. La travesía, liderada por Diego Bustos, se llama Vuelta a Isla Teja y se trata de remar unos 13 kilómetros, recorriendo la isla a través de sus emblemáticos ríos.

Tras la siesta, estoy listo para la última cata.

El destino es Saelzer 41, la dirección de El Growler, un animado restobar que acapara la atención de la gente en la isla cada vez que cae la noche. Al lugar me acompaña César Scotti, fotógrafo que cambió Santiago por la isla Teja y hoy es dueño de Casa Librouna, librería -especializada en ciencias sociales- que funciona dentro del Museo Philippi.

Entrar en El Growler es como ingresar a la Bolsa sonámbulo. A poco de instalarme, un señor con gorro de lana llega y, de su impermeable, saca una botella para que se la llenen. Cuando está OK, pone cara de felicidad y se larga.

El Growler se llama así justamente por esas botellas ( growlers ) que permiten recargarlas y tomar cerveza fresca en casa. Claro que, junto con vender las cervezas de otros, aquí elaboran las propias. Sobre la barra central cuelgan pequeñas pizarras y, en ellas, ágiles meseros anuncian lo nuevo que se acaba de poner a disposición. Con tizas de colores se anota el nombre del fabricante, la variedad de la cerveza y datos clave, como el IBU o nivel de amargor.

Instalado en la barra, pronto converso con Valeria Peller, la mujer fuerte de El Growler.

Valeria vivió de chica en Valdivia hasta que partió a Santiago. En la capital se transformó en una solicitada ejecutiva que generaba soluciones de diversa índole para empresas de todo el mundo. En algún momento se casó, tuvo hijos, se separó. La nueva vuelta partió cuando conoció a Cristián Olivares, su actual marido y el emprendedor tras la exitosa cervecería Cuello Negro, una de las más prendidas en la nueva escena.

-La cosa -dice Valeria- es que por Cristián conocí a Joel Driver, mi socio en El Growler. Y cuatro años atrás empezamos a planear cómo y dónde abrir un restobar. Vimos muchas posibilidades, hasta que nos decidimos por esta casa en la isla Teja, en un barrio que hoy está en alza. Muy cerca del Colegio Alemán, de la Universidad Austral y de las actividades fluviales.

Joel no podía ser mejor socio para Valeria. Joel es un gringo que, a los 19, hacía cerveza en Oregon y, cuando llegó, siguió experimentando. Y no para. Su último éxito fue Doble, una cerveza que ganó un valorado tercer lugar en el Festival Internacional de la Cerveza realizado en República Checa.

En El Growler van y vienen baldecitos repletos de fish and chips . Y, en las mesas, la gente los recibe feliz. El Growler es de esos lugares que pareciera que siempre han estado donde están.

-Había tanta convicción que no se podía fallar -dice Valeria.

Le pregunto si cree eso de que la cerveza artesanal de Valdivia es especialmente buena.

-No podría decir que sea mejor o peor que la que se hace en otros lugares. Sí que aquí hay excelentes cerveceros artesanales, aunque también otros bien truchos. La cosa es que, en Valdivia, muchos están haciendo cervezas incluso en sus casas. De tanto en tanto llegan a pedirnos la opinión, y la verdad es que muchos nos han sorprendido.

-¿Y eso de que el agua es la clave de todo?

-No, porque con las tecnologías disponibles podrías modificar el agua que sea y dejarla como quieras.

Sigue la cata.

No es fácil saber qué pedir. Valeria dice que entre sus cervezas favoritas locales está la Sommer Pils de Kunstmann, la ámbar de Cuello Negro y algunas de Bundor. De la casa, le encanta la Growler IPA, una cerveza mucho más amarga de lo que los simples mortales estamos acostumbrados a pedir. Pero, bueno, es momento de probar y arriesgar. Así que voy por la Growler American Imperial IPA, IBU 50-70. Bien amarga. Muy. Pero es tan rica que pido otra y, para mantener el equilibrio, un valdiviano, plato icónico de la ciudad que, pese a su fama, es casi imposible comer en Valdivia. Y al final solo se encuentra aquí y en el clásico restobar cerca del río.

La gracia del valdiviano de El Growler es que se apega a la receta tradicional y, efectivamente, lleva charqui de caballo.

Cielos. Lo estoy pasando increíble. Me quedaría feliz una semana en Teja probando las nuevas cervezas, pero ya es tarde cuando siento el llamado del Enterprise y me preparo a dejar el planeta.

-¿Alcanzo a una más? -pregunto.

-Claro. El terminal está a solo unas cuadras -dice el Flaco Scotti.

Lo que ocurrió después lo saben ustedes y la cerveza.

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