Fondos Mutuos
La economía chilena claramente no está en crisis, pero sí enfrenta una situación compleja. Con el IPC de julio nos mantuvimos en una inflación de 9,5% en 12 meses, muy cerca del umbral psicológico de dos dígitos y muy por sobre las proyecciones. El crecimiento de 5% en el Imacec de junio fue mejor de lo esperado, pero la expansión del primer semestre fue un magro 3,5%. Esperamos una mejoría en la segunda mitad del año, fundamentalmente por razones de mayor disponibilidad hídrica, pero aun así será difícil superar el 4% para 2008.
La semana pasada también fuimos testigos del debate sobre las cifras de inversión entre el ministro de Hacienda y un destacado economista de la plaza. La discusión es fuertemente técnica y opinable; hay buenos argumentos en ambas partes, y por eso mismo cuesta entender la irritación del ministro. En términos simples, se puede medir la inversión a precios constantes de nuestro año base de cuentas nacionales (2003), o a precios corrientes de cada año. La diferencia es hoy bastante grande. Como los precios relativos de los bienes de capital han caído fuertemente desde 2003, en 2008 la inversión nacional estará en torno a 22% del PIB a precios corrientes, o sobre 27% del PIB a precios constantes de 2003. Al ministro le gusta usar esta última cifra; en cambio, el economista usa la primera.
¿Quién tiene la razón? Dependiendo de lo que se quiera enfatizar, ambos tienen un buen argumento. Si se quiere mostrar la parte del producto corriente que destinamos a inversión, debemos reconocer que es 22% del PIB; si se quiere enfatizar cuántas más construcciones, máquinas y equipos se han incorporado al proceso productivo a precios de 2003, la respuesta es sobre el 27%. En todo caso, convendría anotar que a medida que el año base se vaya actualizando, muy probablemente la cifra estará más cerca del 22 que del 27%.
El desplome
La verdadera discusión, sin embargo, el tema de fondo, no es la inversión, sino la productividad. Tomemos las cifras del ministro y consideremos un aumento de la inversión en torno al 11% real, que la llevará sobre el 27% del PIB en 2008 y un incremento del empleo en torno a lo que hemos visto en lo que va corrido del año. No obstante, el crecimiento de nuestra economía caerá de 5,1% en 2007 a -con suerte- 4% en 2008. Es decir, estamos aplicando más trabajo y mucho más capital en la economía nacional, pero crecemos menos. La conclusión es inevitable. El fuerte aumento de la inversión ha ido de la mano con un desplome en la productividad, que se mide como aquella parte del producto que no podemos explicar con la contribución del trabajo y del capital. Entonces, si la contribución de la productividad ya era escuálida en 2007 (apenas el 0,5%), la realidad de 2008 es aún peor. Los cálculos no engañan: con un crecimiento de 4% y un aumento de la inversión del orden del 11% real, la productividad no sólo crecerá poco este año, sino que caerá entre 0,5 y 1%, lo que no ocurre desde la recesión de 1999.
La discusión de fondo, entonces, debería darse sobre las razones de esta lamentable caída de la productividad chilena y las formas de revertirla. Al respecto, el discurso oficial es que esto se debe a los mayores costos energéticos. Efectivamente, una parte del problema está aquí. La sustitución de gas natural barato y fuentes hídricas por diésel caro en la generación de electricidad reduce el valor agregado de ese sector, y los mayores precios de los combustibles y la energía aumentan los costos de producción (y disminuyen el valor agregado) en otros sectores también. Pero circunscribir toda la caída de productividad al shock energético es un error. Se hace parecer así que todo el problema viene de factores que son prácticamente incontrolables (si bien la decisión de concentrar la matriz energética se tomó dentro del país en el pasado reciente) y, por tanto, se esquiva la responsabilidad que corresponde a las políticas públicas en el desplome de la productividad. Esto es consistente con el discurso público que aspira a hacernos creer que Chile crece poco porque hay una crisis externa de proporciones. El problema externo está confinado a una desaceleración significativa en EE.UU. (que bien puede derivar en una recesión) y a fuertes debilidades en Europa y Japón. Pero las economías emergentes, con China y la India a la cabeza, más países latinoamericanos como Perú y Panamá, siguen creciendo a gran ritmo. Y vale recordar que Asia, Latinoamérica y otros emergentes reciben casi dos tercios de las exportaciones chilenas. Tampoco convence este argumento.
Hay al menos tres otras razones gruesas que explican nuestra baja productividad. Primero, la alta conflictividad y rigidez de nuestro mercado laboral que -como anotara Ricardo Caballero- es una de las áreas de mayor debilidad en Chile. Al respecto, los días perdidos por huelgas legales llegan a niveles récord, y eso sin considerar las huelgas ilegales, que han proliferado. Segundo, la baja productividad del gasto público nos está pasando la cuenta. El presupuesto público se empina ya cerca de los US$ 35.000 millones, pero se ha debilitado la evaluación social de los proyectos (ex ante), y su seguimiento y evaluación ex post resulta a todas luces insuficiente. Súmese a eso los recursos que se desvían hacia fines distintos de aquellos para los que fueron aprobados (como los programas de empleo) y el descalabro de la Empresa de Ferrocarriles del Estado, entre otros. El mal uso de los recursos públicos conlleva, además, un importante costo de productividad para el país. Finalmente, cabe mencionar los escuálidos progresos que hemos hecho en el fomento de la innovación. El gasto en investigación y desarrollo está pegado entre 0,6 y 0,7% del PIB desde hace una década. Y el positivo crédito tributario de 35% al gasto en I+D impulsado por este Gobierno tiene rigideces y controles que reducen su efecto práctico.
El tema central es, entonces, la productividad. Asignarle la culpa de su caída exclusivamente a los problemas energéticos es un error. Se necesita un diagnóstico correcto para aplicar la medicina adecuada. Si no, estamos usando la política del avestruz, escondiendo la cabeza para no ver una realidad incómoda.