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ENSAYO ¿Guerra de religión?:

La guerra de los treinta años en nuestra memoria

domingo, 19 de agosto de 2018

MANFRED SVENSSON Doctor en Filosofía U. de Los Andes
Historia
El Mercurio

Aunque "guerra de religión" sea un concepto más mítico que histórico, en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) hay no solo lecciones sobre la violencia con la que nace el Estado moderno, sino también lecciones sobre la religión.



Conmemoramos el cuarto centenario de la defenestración de Praga, y con ello del comienzo de la Guerra de los Treinta Años. En patente contraste con las grandes guerras del siglo XX, sobre ella tenemos infinidad de estudios de detalle, pero pocas narrativas que ofrezcan una visión del conjunto. Pero a pesar de que no tengamos familiaridad con su transcurso general, a pesar de ser en buena medida ignorada por el cine y la literatura, comparte con las guerras mundiales una proporción casi mítica en la memoria e imaginación de Occidente. Ella apenas ha tocado de modo directo la conciencia popular, pero es parte del relato que nos contamos cuando queremos entender cómo llegamos aquí.

Las semejanzas con las guerras del siglo XX son de diverso orden. Por una parte, unas y otras sirven de recuerdo perpetuo de la depravación a la que el hombre puede descender. El siglo XVII no contó con las estructuras de exterminio en serie que nos dejaría el siglo XX, pero igualmente la población de los territorios en guerra se redujo en cerca de un 30% durante las tres décadas del conflicto. Con las tropas avanzaba la peste, y con la muerte física también la restante degradación (se cuentan por decenas las historias de quienes, movidos por el hambre, devoraban cadáveres). Por otra parte, estas son guerras que han servido para interpretar e impulsar giros epocales. Después de ellas surgieron pesadas preguntas respecto del rumbo de la humanidad. Tal como tras Auschwitz algunas voces preguntaban si se podía seguir haciendo poesía o metafísica, la debacle de los treinta años invitaba a preguntar por la legitimidad de la confrontación entre confesiones. Si tras la Segunda Guerra Mundial cobraron fuerza las éticas mínimas como modo de evitar el conflicto, las batallas del siglo XVII dieron lugar a un similar minimalismo en el campo de la doctrina ("Jesús es el Mesías" debía ser la única doctrina fundamental del cristianismo, según pensadores tan importantes como Hobbes y Locke).

Pero que el minimalismo fuera doctrinal en lugar de moral nos recuerda el modo unívoco en que fueron interpretados estos conflictos, a saber, como guerras de religión. La modernidad se había abierto con una serie de encuentros bélicos -la Guerra de Esmalcalda, las guerras francesas de religión, más tarde la Guerra Civil Inglesa- en que la pasión religiosa parecía conducir todas las fuerzas de estos territorios al abismo. En la Guerra de los Treinta Años, en el corazón de Europa, esto encontraría su más destructiva expresión. Por pocas historias globales que tengamos de esta guerra -o de esos otros sucesos afines-, todos creemos saber la lección que hay que sacar de ella: la religión puede seguir existiendo, pero si queremos vivir en paz, debe ser domesticada.

No cabe exagerar la importancia que esta lectura tiene en el surgimiento del pensamiento político moderno. En el siglo XVI Montaigne había parafraseado la batalla de Dreux como "la batalla de Dios". En el siglo XVII tal tendencia sería más fuerte aun, y de un modo que claramente sujetaba los sucesivos conflictos que afectaban a Europa a una misma interpretación según la cual la religión era la causa predominante de los conflictos vividos. Cuando Locke escribía que al nacer "ya me percibía en medio de una tormenta", añadía que, en lugar de tener su propia tragedia, Inglaterra se podría haber conformado con el espectáculo ofrecido por la ruina del Sacro Imperio. En todas partes, según esta interpretación, es el celo religioso el que pone las conciencias rumbo a la devastación.

¿Pero debemos aceptar este modo de ver las cosas como una adecuada descripción de hechos? También hoy quienes cultivan la reflexión política suelen hablar de tales "guerras de religión" sin mayor problema. Rawls es solo uno de muchos que hablan de tales guerras como si su superación constituyera el momento fundante de la tradición liberal. Pero es un hecho digno de la más detenida consideración que entre historiadores no suele encontrarse el mismo lenguaje para referirse a este conflicto. Atentos siempre a la multiplicidad de la causalidad histórica, típicamente se contentan con hablar de una guerra "de treinta años", con creciente cautela respecto de la infinidad de motivos que la atravesaron. Así, en 1938 la obra de Verónica Wedgwood transmitía la sensación de una guerra en buena medida iniciada por causas religiosas, pero de modo tal que la dimensión política acabaría destruyendo la espiritual. En su última generación la guerra sería conducida por hombres cínicos que ya nada conservaban de los ideales de sus padres. En tiempos más recientes, "La tragedia de Europa", de Peter Wilson, abre derechamente señalando que "esta no fue primariamente una guerra religiosa".

Las razones para dejar de mirar el conflicto unívocamente como guerra religiosa saltan a la vista tanto en los grandes trazos de esas décadas como en los detalles reveladores. En Bohemia laicos católicos podían reclamar cuando se revocaba la tolerancia a protestantes. En un hito algo más increíble, en una ocasión fueron las tropas imperiales, que en el papel debieran haber sido católicas, las que se amotinaron molestos por la realización de una misa. Fue en gran medida una guerra de mercenarios, por mucho que cada ejército tuviese una religión oficial. El príncipe calvinista Federico V, elector palatino, hablaba de los soldados como seres poseídos por el demonio, que destruían al amigo y al enemigo por igual. También las alianzas oficiales tenían a católicos luchando contra católicos y protestantes contra protestantes. No solo en pequeñas y aisladas escaramuzas ocurría así; después de todo, la década final del conflicto enfrentó de modo principal a los Borbones y los Habsburgo. Significativamente, en 1631 nada menos que el Papa responde de modo negativo a una solicitud de ayuda del emperador, argumentando que a su parecer lo que estaba teniendo lugar no era una guerra de religión.

¿Pero existen siquiera las guerras de religión? Como muchos han indicado, el concepto de religión es él mismo un fenómeno moderno. No, desde luego, en el sentido de que no hubiera antes reflexión sobre esta dimensión de la vida humana, pero sí en el sentido de que se intente identificar una esfera específica de la vida como el espacio de la religión. Hablar de un "mito de la violencia religiosa", como lo ha hecho William Cavanaugh, no remite a la inexistencia de tal violencia, sino a la ausencia de su sujeto como una esfera claramente delimitada de la vida. Cavanaugh ha sugerido que las mismas guerras en que se involucra el temprano Estado moderno conducen a crear la idea de tal esfera: a alguien había que poder imputar la violencia desatada sobre el continente. El lamentable mito así generado no solo nos induce a una lectura simplista de la relación de la religión con la violencia, sino que nos vuelve también ciegos a los otros lugares de los que esta procede.

Por lo demás, tampoco la solución a la que llegó Europa cabe celebrarla como particularmente feliz: fue grosso modo una opción por un continente pluralista sin Estados pluralistas. En efecto, su fórmula, cuius regio eius religio , no es una singularidad de la paz de Westfalia. Que se habría de tener la religión del respectivo príncipe había sido el criterio con que la autoridad secular enfrentó los conflictos ya desde la Dieta de Espira de 1526. En cualquier caso, se las apellide religiosas o no, nadie dudará de la huella dejada por estas guerras. Ella perdura aún en nuestro vocabulario político, que desde entonces se volvió uno de razones de Estado y leyes fundamentales. Que eso nos haya conducido al florecimiento de la paz no es del todo evidente.

Pero aunque "guerra de religión" sea un concepto más mítico que histórico, en la Guerra de los Treinta Años hay no solo lecciones sobre la violencia con la que nace el Estado moderno, sino también lecciones sobre la religión. Rara vez en la historia las iglesias han tenido un poder como el que tenían al abrirse el siglo XVII. Pero su futuro como fuerza cultural y espiritual fue en gran medida hipotecado en una demasiado estrecha identificación con causas temporales. Aunque no fueran responsables principales de la guerra, tampoco supieron contener el ocasional resurgimiento de una retórica de guerra santa. Dañada su credibilidad, no pudieron ser partícipes significativas en la interpretación pública de una de las grandes tragedias de Occidente. A cuatro siglos de distancia, apenas nos empezamos a sacudir de encima la parcial narrativa que así se consolidó.

¿Existen siquiera las guerras de religión? Como muchos han indicado, el concepto de religión es él mismo un fenómeno moderno.

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