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Las alturas del Cotopaxi

domingo, 05 de agosto de 2018

Texto y fotos: Paula López Wood, desde Ecuador .
Domingo
El Mercurio

Impredecible y majestuoso, el Cotopaxi -uno de los volcanes activos más altos de la Tierra- sigue siendo una leyenda en la Cordillera Real de Ecuador. Una aproximación hacia sus faldas muestra cómo es la vida en una zona donde el peligro es latente.



"Empezó el maltrato", dice Simeón de la Cueva, antes de dar un giro al volante y adentrarse en su ajado Galloper por el empinado camino de piedras.

El sendero, afirma Simeón, es patrimonio cultural y fue construido a "punta y combo" hace más de un siglo. Atrás queda el cantón de Quito y el asfalto de la Panamericana; adelante, las faldas fértiles y montañosas que circundan el poblado de Machachi. Extensos sembradíos de papa y habas nos ayudan a olvidar las otras cosas menos placenteras de la ruta. Como el traqueteo del camino pedregoso y el mal de altura, que va aumentando en síntomas a medida que ganamos kilometraje. A 3.500 metros sobre el nivel del mar, la cabeza retumba, hay náuseas y es difícil respirar. Mientras, afuera, la humedad y el verdor exuberante se contradicen con la imagen del paisaje andino en latitudes más australes, donde a los 3.500 metros de altitud solo se ven rocas, arenales, nieve.

El poblado de Machachi es el último punto para comprar comida antes de entrar a los lindes del Parque Nacional Cotopaxi. Eso nos avisa Simeón, que también es bombero en esta parte del cantón Mejía. Sin embargo, dice, lo que menos hace es apagar incendios. Lo normal en este oficio es subir al Cotopaxi para rescatar turistas perdidos. "El mayor riesgo es la desorientación, porque en menos de un minuto está totalmente nublado; tanto que no se puede ver ni por dónde se camina", asegura.

Si no tenemos mala suerte, esta tarde lograremos ver las faldas del volcán. Y si la fortuna nos acompaña, las nubes darán tregua para mostrar una vista hacia el glaciar de su cara suroccidental.

Alcanzar la imagen de postal del Cotopaxi -esa que vimos en Quito, en calendarios de tiendas de souvenirs, donde aparece el volcán despejado- parece una fantasía imposible.

Días antes de llegar visitamos el renovado Museo Nacional de Quito y encontramos una sala dedicada al Cotopaxi. Abundaban los óleos y acuarelas de pintores naturalistas del siglo XIX representándolo en colores vivos y efectos de luces extraordinarias, situándolo en una región idílica, aparentemente habitada, o por lo menos habitable. Esa era la vista del Cotopaxi que esperábamos alcanzar cuando decidimos viajar a conocerlo. Queríamos descubrir el cráter inmenso y cubierto de nieves eternas, con su cono perfecto y solitario, y una fumarola gris contrastando la bóveda celeste en el cielo. Pero luego de andar 50 kilómetros desde Quito, lo que veíamos era una desolada región de altos páramos, y la panorámica desde nuestro hotel distaba de ser la del primor violeta de esos óleos.

"De allí se le vio apenitas, el Cotopaxi. De acá lo vamos a ver, si la neblina nos ayuda".

Es lo último que dice Simeón de la Cueva antes de dejarnos en Chilcabamba Lodge. La altura nos ha dado un sueño incontrolable, así que nos adentramos en la habitación, que con su estufa a combustión lenta y las mantas de lana sobre la cama se asemeja a un refugio de montaña. Desde la ventana vemos una hilera de torres eléctricas -instaladas hace solo cinco meses- que atraviesa las faldas del volcán. Una lluvia torrencial mezclada con granizo cae sobre la hierba café del páramo, que cubre el suelo con fatigosa monotonía hasta donde alcanza nuestra vista.

En la línea del fuego

Si hay algo que identifica al Cotopaxi (5.897 metros sobre el nivel del mar), fuera de lo velada que resulta su cumbre, es que se trata del más alto y peligroso de los volcanes todavía activos de la Tierra. Su última erupción mayor ocurrió en 1877, por lo que lleva un extenso período de calma que tiene algo nerviosos a sus vecinos cuando se anuncia la alerta amarilla.

La última vez que eso ocurrió fue en 2015 y, aunque no hubo lava, sí hubo fenómenos como temblores de tierra, lluvias de ceniza y riadas. Precisamente estas últimas, provocadas por la repentina fusión del manto de nieve, han sido siempre para los habitantes del altiplano del Ecuador las consecuencias más funestas de la actividad del Cotopaxi.

Cotacachi, Cayambe, Pichincha (al borde de Quito), Illiniza, Cotopaxi, Chimborazo (el más alto), son algunos de los picos que bordean la llamada Avenida de los Volcanes, apelativo atribuido al explorador alemán Alexander von Humboldt, que en 1802 recorrió la zona a lo largo del valle interandino, entre las cordilleras Occidental y Oriental. A Humboldt le interesaban los volcanes por dos motivos: para comprobar si eran accidentes locales o si estaban unidos entre sí por conductos subterráneos, y porque estudiarlos podría ayudar a descubrir cómo se había creado la Tierra.

Al verlo por primera vez de cerca, Humboldt dijo: "Cotopaxi, un cono perfecto, el más bello de todos los nevados".

Para el naturalista alemán este cerro se transformó en una leyenda inalcanzable, ya que fue la única cumbre que no conquistó durante su larga estadía en Ecuador. El primer intento falló por lo expuesto que estaba a las grietas; la segunda, porque el volcán entró en erupción. A pesar del riesgo y de que se encontraba lejos, en Guayaquil, Humboldt se propuso intentarlo, así que subió al caballo con su barómetro y cabalgó días rumbo al Cotopaxi. En plena ruta le llegó una carta donde le confirmaban que el barco que debía tomar para ir a México zarpaba en dos semanas. No tenía opción. Si esperaba culminar su gran obra naturalista de América, tendría que dejar de lado el anhelado Cotopaxi.

"El pueblo respiraba una atmósfera de lujuria y voluptuosidad, y tal vez no haya otro sitio con población tan enteramente dada a la búsqueda del placer. Así puede un hombre acostumbrarse a dormir en paz al borde de un precipicio".

Con estas palabras resumía Humboldt el ambiente que se vivía en aquella época en una población eternamente amenazada por las fuerzas volcánicas. Cinco años antes, el Chimborazo había provocado una hecatombe.

Hacia los 5.000

"Si usted va a ir para allá, tiene que pedir permiso. Si no, se va a perder", dice Patricio Cifuentes, el guía local que nos lleva hacia el Refugio Rivas, campamento desde donde se ataca la cumbre del Cotopaxi y que se encuentra a 4.900 metros sobre el nivel del mar. "La montaña tiene un mito que la gente extranjera no cree, pero nosotros llegamos a pensar que sí. Aquí le tenemos miedo y respeto al Cotopaxi, porque la montaña es celosa. Hay gente que se confía de su conocimiento y de su equipo y simplemente se pone a caminar, pero antes de que se den cuenta ya están a kilómetros de donde tienen que estar", afirma.

En la entrada norte del Parque Nacional Cotopaxi, Patricio entrega al guardaparques el registro de visitantes. Desde hace algunos años es obligatorio entrar con guía. "Antes, cualquiera ingresaba y andaba como quería. Pero el parque es muy grande y no tiene ningún tipo de señalética. Hace cuatro años, una chica canadiense entró a aclimatarse y le agarró una neblina, y cuando intentó regresar al hotel se perdió, y fue a caerse a un abismo. Desde ahí ningún extranjero puede entrar sin guía al parque", explica Patricio.

A medida que ascendemos por el ancho camino de curvas, los árboles y matorrales se hacen cada vez más pequeños. Atravesamos la línea arbolada y entramos en el páramo característico de los cuatro mil metros. La hierba parduzca que crece allí le da al paisaje un aspecto casi estéril, pero al acercarnos podemos ver que la tierra está cubierta de flores diminutas de todos los colores. Es así como en el interior de pequeños rosetones de hojas verdes encontramos lilas y gencianas diminutas, que forman unos colchones blandos, como de musgo. Por todas partes hay delicadas flores moradas y azules que salpican la hierba.

Hace frío y los vendavales casi nos derriban cuando nos agachamos para observar la vida que crece en la altura.

Una vez en el estacionamiento, comenzamos la lenta caminata al Refugio Rivas. Lenta, porque a 4.500 metros de altitud, cada paso exige el triple de esfuerzo para suplir la falta de oxígeno. Sobre nosotros, una pareja de cóndores andinos extiende sus alas de tres metros, que relucen como espejos bajo el sol del mediodía. Bien abajo, caballos salvajes y llamas pastan en el páramo. Los bototos se hunden en la arena rojiza y residuos piroclásticos se interponen a nuestro paso. Ascendemos en zigzag para cansarnos menos y, al cabo de una hora, hacemos un descanso. El refugio se ve a pocos metros, pero en esa atmósfera cristalina las distancias engañan. En eso nos damos cuenta de que poco más atrás sube un hombre que carga un inmenso mueble. Se detiene junto a nosotros y, como si el cansancio y la altura no fueran parte de su configuración física, se pone a conversar. "¿Va para el Coto? No escampó para nada".

El hombre viste jeans, tiene barba espesa y se apoda Tío Lobo. Dice que todos los días carga un quintal de peso a su espalda, muebles para equipar el refugio. "No es tanto peso, lo difícil es cuando sale el viento". Ha subido cocinas, camas y colchones. Ahora lleva los lockers con candado para que los montañistas guarden sus pertenencias mientras hacen cumbre. "Al Cotopaxi le llamamos Mamajuana, porque para nosotros es mujer. Cautivadora, hermosa, peligrosa, imprevisible. Sobre todo, imprevisible".

El Refugio Rivas es, quizás, la vivienda más alta del Ecuador. Limpia, acogedora y relativamente temperada, tiene capacidad para 60 personas y una cocina donde el mismo Tío Lobo prepara locro (una reponedora sopa de papa que se come con queso fresco y maíz cancha), humitas, empanadas de queso, chocolate caliente y mate de coca. Los muros están cubiertos de banderas de todos los países, firmadas por quienes han hecho cumbre o visitado el refugio. Desde aquí suben unos cien andinistas a la semana (el Cotopaxi es el volcán que más se sube en Ecuador), que parten a la una de la madrugada el ascenso. Una caminata que hay que hacer bien aclimatados y con crampones, ya que la mayor parte de la ruta es sobre neveros y glaciares, lo que toma alrededor de seis horas en ir y volver al refugio.

Esta vez solo caminamos hasta el límite donde comienza el glaciar, una media hora más arriba desde el Refugio Rivas. Las nubes pasan rápido entre nosotros, y por primera vez accedemos a una panorámica más limpia de las faldas altas del Cotopaxi. Todavía no logramos ver la cumbre, pero nos sentimos satisfechos con esta inesperada perspectiva.

Pedalear las faldas del volcán

"Nadie sabe cómo va a ser la erupción", dice Patricio mientras prepara las mountainbikes con que haremos la travesía por los faldeos del volcán desde la zona del Limpiopungo, conocida también por el inmenso humedal que acoge varias especies de aves andinas.

"Hay gente que vive en zona roja, tiene propiedades y su ganado, pero no pueden hacer más ellos. Dicen que toda su vida vivieron allá y que no van a salir por algo que no va a pasar. Pero yo creo que no tienen conciencia de que lo que no pasa en cien años, en un minuto, en un segundo, puede ocurrir", dice Patricio.

El Cotopaxi está tapado, pero a cambio se muestran otras montañas que -como vasallos- rodean el cordón volcánico: Rumiñahui, Pasochoa y Sincholagua.

Patricio creció en una pequeña comunidad de estos páramos; a los 15 años bajó a Quito para trabajar y regresó a las alturas para dedicarse a ser guía. "La vida era difícil, con mucho frío, porque había unas nevazones durísimas y nosotros con botas de goma, pero así y todo era bonito y nos gustó, y ahora damos gracias a Dios que tenemos todo este paisaje disponible para nosotros y que podemos enseñarlo al mundo". Eso dice.

Pedaleamos por un camino pedregoso a 4.000 metros de altitud, bordeando el valle elevado que atraviesa el río Pita.

Este río (más bien un arroyo caudaloso) es el que, para los habitantes del valle de Chillo, resulta tan funesto en caso de erupción del Cotopaxi, en la medida en que encauza, valle abajo con incontenible velocidad, los flujos de lodo que se originan en la fusión de la nieve.

El camino desciende en una suave pendiente, lo que evita que uno se canse demasiado durante la primera mitad del recorrido, a pesar de la altitud en que pedaleamos. De cualquier modo, una camioneta avanza detrás, en caso de que algún ciclista prefiera continuar en vehículo.

Descansamos en unos manantiales cristalinos rodeados de vegetación donde emana un curso de agua por napas subterráneas. Sorprende lo poco que sugiere este paisaje las acciones devastadoras de las fuerzas volcánicas que continúan vivas en su interior. Las muchas quebradas que caen de la pendiente hacia las faldas están sin agua; pero, por su anchura y los escombros que contienen, dan testimonio de que de vez en cuando han servido, y todavía pueden servir, para el avance de violentas avalanchas de lava.

"Miren, parece que ahora las nubes están sobre el Pasochoa", avisa Patricio. "Si sigue así, lo alcanzamos a ver plenamente", y señala al Cotopaxi.

Ya nadie guarda demasiadas esperanzas. Así que nos dejamos llevar por la larga bajada, que ha tomado pendiente. Las bicicletas agarran una inesperada velocidad. Sin darnos cuenta hemos pedaleado más de treinta kilómetros por sobre los 4.000 metros. En cuanto levantamos la vista del camino barroso, nos encontramos con la sorpresa. El Cotopaxi se ha despejado y el cráter luce en todo su esplendor, con las blancas fumarolas - producto del vapor de agua- haciéndose notar contra el azul del cielo. Busco el cráter y sus nieves eternas. Prefiero no pensar que este bucólico paisaje es acechado por la amenaza de una erupción.

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