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Breve historia del piropo callejero

martes, 12 de junio de 2018

Juan Luis Salinas T. Ilustración Francisco Javier Olea.
Reportaje
El Mercurio

Entendido, antiguamente, como una costumbre masculina para halagar o cortejar a las mujeres, con el paso de los siglos el piropo cruzó la línea del mal gusto hasta convertirse en una amenaza e "invadir la integridad" de la mujer. Aquí repasamos su historia y explicamos por qué hoy está en el centro del cuestionamiento.



El concurso se llamó: "El señor de los piropos". La competencia -organizada por la Subsecretaría de Previsión Social en conjunto con la Cámara Chilena de la Construcción, la Central Unitaria de Trabajadores y la Mutual de Seguridad- partió a comienzos de enero de 2008 y estaba dirigida a los trabajadores de la construcción, quienes podían enviar un piropo que lograse una inusitada y disparatada mezcla de ingenio, picardía y prevención de riesgos en el trabajo. Llegaron más de dos mil frases de todo Chile. El ganador fue un prevencionista de riesgos de Santiago que escribió: "He visto caídas de andamio y da mucha pena, y usted mi linda cayó del cielo, y está re guena". En segundo lugar quedó un intento de verso que decía: "Doy gracias a las antiparras por cuidar mis ojos de la basura; si estas estuviesen empañadas, no podría ver su hermosura". El tercer puesto se lo llevó la poco refinada construcción verbal: "Mi amor, soy enfierrador; si me tira un besito, yo la amarro con mi alambrecito".

La premiación y los piropos fueron reportados por la prensa, que los presentó como un ejemplo de agudeza, chispa y galantería criolla. Todo eso ocurrió -conviene recordar- en el verano de 2008. Exactamente hace una década.

Hoy, en plena oleada de la revolución feminista chilena y de otros movimientos reivindicativos de los derechos de la mujer en todo el mundo, un concurso de este tipo sería imposible. Que un desconocido una frase de este tipo a una mujer desconocida, ya sea en el calle o en un lugar privado, es un disparo en el pie. Una provocación gratuita, sin sentido y francamente machista. Desde la desatinada intención de sus organizadores (¿es posible mezclar piropos con normas de seguridad en el trabajo?) hasta la supuesta picardía galante de los piropos seleccionados encenderían las redes sociales y el debate público. Y con razón.

Aunque conviene aclarar que lo que se cuestiona es el piropo callejero. Esas frases coercitivas, violentas o saturadas de vulgaridad que le dicen algunos hombres a las mujeres con las que no tienen cercanía, solo porque se sienten con la libertad de hacerlo. El piropo de antaño -que se entendía como una costumbre masculina para halagar o cortejar a las mujeres resaltando sus encantos- prácticamente no existe. Los halagos construidos con metáforas o alegorías, son recuerdo. Y lo poco que queda de esa tradición únicamente está reservado para quienes tienen una real cercanía -amorosa o de amistad- con las mujeres a las que halagan.

El piropo callejero, en cambio, no respeta fronteras y adquirió la inclemencia de un tiroteo saturado de groserías, comentarios de carácter sexual y referencias al cuerpo femenino. Por lo mismo, ya no es tolerable. Representa al acoso. Es el ejemplo de una práctica en la que el hombre se atribuye el derecho a "invadir" la integridad de la mujer con sus palabras.

* * *

La lingüista de la Universidad de Helsinki, en Finlandia, María Soukkio asegura en su investigación "El Piropo. Un estudio del flirteo callejero en la lengua española", publicada en 1998, que las primeras referencias escritas con el uso de la palabra "piropo" datan del siglo XVI, pero que tan rápido como apareció fue degradando su cortesía y aumentando su crudeza.

Etimológicamente, el vocablo piropo proviene del griego pyropus, que significa rojo fuego. Los romanos tomaron esta palabra de los griegos y la usaron para denominar piedras preciosas de color rojo como el rubí o el granate: de hecho, una variedad de esta gema hoy es conocida como piropo.

A fines del siglo XVI, el biólogo y escritor español Benito Arias Montano publicó una serie de versos en los que dice que el rojo de las mejillas de una joven doncella es capaz de eclipsar el rojo de un rubí. Esta comparación, según el filólogo cervantista Américo Castro, llevó a que los jóvenes estudiantes del siglo XVI comenzaran a recitar estos versos a sus novias y luego fueran imitados por otros muchachos que dedicaban versos a las mujeres que transitaban por las calles.

La práctica del piropeo, que de una romántica declamación de versos fue simplificándose a un simple fraseo de palabras adulatorias o lisonjeras, rápidamente se extendió por España, Italia y algunas otras regiones mediterráneas, así como por Latinoamérica. En la medida que fue popularizándose y cruzando fronteras, el piropo también fue mutando. Dejó de ser solo una costumbre oral. Comenzó a incorporar gestos y sonidos. Entonces era costumbre entre los hidalgos españoles arrojar sus capas al paso de la dama deseada o que los galanes españoles del siglo XIX se cubrieran los ojos ante una mujer para demostrar que los deslumbraba su belleza. También que comenzaran a tirar besos al aire cuando veían a una mujer. Así, la aparición de los largos y fuertes silbidos para galantear fue inminente. Y luego empezaron a subir de tono las insinuaciones, las metáforas adquirieron fuerte contenido sexual.

Aunque la idea generalizada es que el piropeo callejero es una práctica más generalizada en los países latinos, en Inglaterra y Estados Unidos también existe. La diferencia es que sus intenciones siempre han sido más directas. Los norteamericanos los llaman catcalls (llamadas de gato) y, al igual que los sonidos de los felinos callejeros, tienen una intencionalidad más acosadora que seductora. Originalmente el catcall era asociado con un silbido, pero hoy se relaciona con palabras de hostigamiento sexual. En Inglaterra, este mismo comportamiento es conocido como wolf-whistling (algo así como silbido de lobo) y su origen está emparentado con la caricatura de los años 40 en la que un lobo -vestido de caballero con sombrero de copa- acosaba a una cantante de un cabaret. Cuando la veía en el escenario le saltaban los ojos, emitía un fuerte silbido y adquiría actitudes lascivas.

El wolf-whistling fue puesto en jaque a fines del año pasado, cuando el condado de Nottinghamshire lo incluyó dentro del listado de prácticas tipificadas y condenadas como acoso callejero a las mujeres (avances verbales o físicos no deseados). La legislación, la primera de su tipo dentro del Reino Unido, es un intento en conjunto con el Centro de Mujeres de Nottingham para detener la misoginia y asegurar que ellas no sean violentadas en el espacio público. El 18 de octubre, la columnista de The Telegraph Eleanor Steafel escribió: "Te atrapan desprevenida, te dejan sin habla, pueden, exasperadamente, hacerte enrojecer de vergüenza y enojo. Y, lo que es más importante, los silbidos y palabras de estos hombres alborozados incluso pueden hacerte sentir seriamente amenazada".

La situación no sorprende. Quizás llama la atención que fuera un condado de Inglaterra el que pusiera coto. Pero hacía rato que el piropo ya había cruzado la delgada línea que separaba el halago del acoso.

* * *

Hubo un tiempo en que todo era distinto. A comienzos de los años 20, según consigna Enrique Lafourcade en una crónica sobre la mala relación entre los piropos callejeros y las feministas, que fue publicada en julio de 1990 en el cuerpo de Reportajes de "El Mercurio", el piropeo era un deporte entre los bohemios santiaguinos. En el centro, en una de las esquinas de Huérfanos con Ahumada, se instalaba un grupo de escritores encabezados por Mariano Latorre, que piropeaban sin miedo y sin éxito. Pero lo hacían sin obscenidades. "Era el mejor tiempo del piroperismo" nacional, se lamentaba Lafourcade, y luego acometía contra la nueva generación. "Hoy, albañiles, estucadores, taxistas, si ven a una mujer hermosa y atractiva la masacran con las peores obscenidades y ríen en valientes hordas como hilarantes antropoides".

En Argentina ocurrió algo similar. En el verano de 1929, según consignaba el diario "La Nueva Provincia", de Bahía Blanca, balneario situado al sur de la provincia de Buenos Aires, un grupo de hombres jóvenes había sido denunciado por molestar con sus piropos a las damas que paseaban. El texto los calificaba de "guarangos" y "tiburones", y a modo de declaración aseguraba: "El requiebro galano, gentil que vibraba en los oídos de las damas de antaño, con la suavidad de un madrigal, le ha sucedido ogaño la frase grosera, procaz, hiriente...".

A fines de los años 70, el sociólogo estadounidense David Andrews realizó un estudio sobre los piropos callejeros en Latinoamérica para el que entrevistó a mujeres en España y Argentina, quienes se quejaban de que los hombres habían perdido la costumbre de hacer piropos ingeniosos y que cada vez sus frases tenían más crudeza. Andrews también consignó que durante mucho tiempo los piropos más groseros y de carácter sexual eran relacionados con hombres jóvenes provenientes de las clases populares, pero que lentamente estaba traspasando todas las clases sociales.

¿En qué momento sucedió eso? ¿En cuál de sus mutaciones o traspasos geográfico-históricos el piropo dejó de ser un halago para convertirse en un arma de acoso?

No hay una respuesta concreta. En su investigación, la lingüista de la Universidad de Helsinki María Soukkio asegura que "informes provenientes del siglo XVI indican que los piropos denigrantes y deshonestos fueron bastante comunes en España". Por lo que Soukkio sostiene que la relación entre piropo y halago ya se había roto desde hace siglos. *

Existe la idea de que el piropo es una práctica de países latinos. Lo cierto es que también existe en Inglaterra y Estados Unidos.

En 1990, Lafourcade decía sobre el piropo: "Hoy, albañiles, estucadores, taxistas, si ven a una mujer hermosa la masacran con las peores obscenidades"

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