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La vida iluminada de Andrea Maturana

martes, 06 de febrero de 2018


Entrevista
El Mercurio

Que no le gusta dar entrevistas, que fue una de las autoras más llamativas de los años 90, que en medio de las buenas críticas dejó la literatura para dedicarse a la traducción y a ser madre. Todo eso podría decirse de Andrea Maturana, hija del fallecido pintor Draco Maturana. Hoy vive en Limache, donde escribe, medita, traduce y, ahora último, ejerce como terapeuta Gestalt. ¿Su último proyecto? ?Secreto?, un libro para niños que lanzará junto al ilustrador Francisco Javier Olea.



Sucedió una tarde de 2003. Estaba en Buenos Aires. Fue un hallazgo fortuito. Después de siete años sin poder escribir, Andrea Maturana dio con la idea para una nueva novela. Entró a un cine pequeño para ver una película danesa, llamada "La Celebración", un thriller sobre una familia que se reúne para el cumpleaños número 60 del padre, y se desata una lucha encarnada después de que uno de sus hijos revelara todos los secretos de la familia. La idea sobre lo que oculta una familia y el intento por restablecer un orden perdido se convirtió en su segunda novela, "No decir" (2006), y de una forma aún más fortuita, en "Secreto", el segundo libro infantil que creó junto al ilustrador Francisco Javier Olea, y que esperan lanzar este año.

-Se trata del secreto que guarda una niña, y qué pasa después de guardarlo. Es algo que siempre me ha interesado y que nunca he planeado cuándo o cómo escribir: el afán de las familias por pensar que desde el silencio las cosas desaparecen. Esa costumbre de no decir las cosas es algo con lo que me he encontrado mucho también en mi trabajo como terapeuta. Ahí me he ido dando cuenta de que lo único que hace el silencio sostenido es crear tabúes y traumas más fuertes.

Quien habla es Andrea Maturana (48) escritora ganadora de un premio Altazor, traductora, intérprete simultánea, profesora de meditación Shambhala, buzo, madre de dos hijas y, desde octubre de este año, terapeuta Gestalt. Esa vida multifacética la heredó de su padre, el artista plástico Draco Maturana (su nombre de nacimiento era Isaac), hermano del Premio Nacional de Ciencias, Humberto Maturana. Draco cursó tres carreras: Bellas Artes, Psicología e Ingeniería, y antes de su muerte, estudiaba latín. Su madre, Eva Reichenstein, es una psicoanalista polaca que llegó a Chile junto a su familia judía en 1949, al terminar la Segunda Guerra Mundial.

Crecer con dos padres psicólogos y desarrollar desde niña una inquietud por analizar el comportamiento de otros llevaron a que Andrea en 2015 comenzara a estudiar terapia Gestalt, una rama de la psicología que busca ayudar al paciente a posicionarse en su presente, y así tomar conciencia de sí mismo desde sus propias vivencias. Decidió estudiarla luego de conocer el trabajo de Claudio Naranjo, un amigo de la infancia de su padre y Humberto Maturana, cuando el psiquiatra abrió una escuela Gestalt en Chile en 2015. En octubre de 2017 logró certificarse como terapeuta Gestalt.

-¿Por qué la terapia Gestalt?

-Nunca me sentí muy identificada con la psicología más tradicional, y cuando conocí esta forma de hacer terapia, me hizo sentido con quien soy yo. Se trata de aprender a estar consciente y de hacerse responsable de las propias decisiones. La meditación tiene mucho de eso, y es lo que me atrae de esta terapia también; el trabajo constante por escucharse a uno mismo y aprender -dice Andrea y luego explica:

-Se han hecho estudios que comprueban que más allá de las técnicas que usa el terapeuta, lo realmente sanador es la presencia del terapeuta, la posibilidad de acompañar. Me enfoco más en eso, en la experiencia de la persona que estoy escuchando, en lugar de interpretar desde la teoría. Por eso es tan importante que la relación entre el terapeuta y el paciente sea honesta; porque es un espejeo constante entre las dos personas que estamos ahí, en esa habitación. Lo difícil de eso es verse a uno mismo tal cual uno es, y hacerse responsable de eso. Pero es liberador.

-Entonces, es algo que se ve haciendo por mucho tiempo más.

-Sí, de todas maneras. La traducción simultánea y la terapia son mis dos trabajos constantes, porque la escritura no la considero un trabajo.

-¿Por qué no?

-Porque para mí la escritura no tiene que ver con cuánto publico o cuánta plata gano. Es algo completamente espontáneo. Es una chispita creativa que no sé cuánto va a durar o qué me va a traer.

La certeza con que habla Andrea Maturana tiene algo que ver con su apellido paterno. Tanto su padre, Draco Maturana, como su tío, Humberto Maturana, se hacían llamar de pequeños "los abridores de criterio".

-Tuve una familia curiosa. Con personajes poco habituales. Humberto (Maturana), por un lado, y mi papá, por otro, quien tuvo su propia genialidad. Pero ellos no tenían la tradición de ser clan. Mi experiencia familiar siempre fue el núcleo pequeñito de mi papá, mi mamá y yo.

-¿Cómo fue crecer en ese núcleo ?

-Yo siempre los veía leer, o me leían a mí. Estaban metidos en tantos mundos. Mi mamá siempre ha sido una mujer muy abierta de mente, muy vanguardista. Es psicoanalista, con mucho cuento interno e historia. Mi papá era un hombre que quería saber todo y ver todo. Tenía tantos libros que tuve que repartirlos a más de veinte personas; de física, astronomía, ingeniería, ajedrez, poesía, teatro. Era un hombre muy cálido, eso es lo que él simbolizaba para mí, que no hay edad para aprender.

EMPEZAR DE CERO

Andrea publicó su primer libro a los 23 años, "(Des)encuentros (des)esperados", una colección de cuentos que la convirtió rápidamente en una de las jóvenes promesas de la narrativa chilena. Luego, en 1997, publicó su novela "El daño", una historia cargada de tabúes en torno a las relaciones familiares. Un ejercicio similar al de su segunda novela "No decir", publicada en 2006.

-¿De dónde viene la escritura?

-La escritura estuvo siempre. Hay unos cuentos que están escritos con la letra de mi papá, porque yo no sabía escribir aún y se los dictaba a él. De hecho, con mi amiga Joanna, con quien escribí "El mundo de Clara", nos conocemos de pequeñas y nuestros panoramas eran juntarnos a escribir y dibujar. Hicimos una colección de cuentos que todavía existe porque mi papá la mandó a empastar. Para mí, escribir era diversión, y estaba en casi todo lo que hacía.

-Pero aún así estudió Biología.

-Sí, porque cuando estaba en el colegio a mí me gustaba todo, y me iba bien. Primero entré a Artes Plásticas, pero sentí que no tenía algo que decir ahí. Después entré a teatro en la escuela de Gustavo Meza. Pero tampoco era para mí. Al final sentí la necesidad de recuperar una parte de mí, que era el amor por todo lo que vive. Me reconecté con eso y terminé estudiando biología. Me gustó, y de hecho trabajé en eso un tiempo, pero no me gustó la vida en el laboratorio, y lo dejé.

En 1997, Andrea publicó su primer cuento infantil, "La isla de las langostas". Después de eso no volvió a escribir hasta 2005, cuando publicó "Eva y su Tan", una historia real sobre su hija mayor, y la tristeza de extraviar a su hipopótamo de peluche. Como ese, "La vida sin Santi" (2014), editado por el Fondo de Cultura, ilustrado por Francisco Javier Olea y ganador de la medalla Sakura 2017, relata los días en que su hija menor, Maia, tuvo que separarse de su mejor amigo porque este se iba fuera de Chile.

-¿Por qué el cambio a la literatura infantil?

-Yo siempre tuve la fantasía de escribir literatura para niños, pero no me salía natural. Mi primer cuento infantil se dio de una manera medio mágica, porque lo escribí embarazada de la Eva, aunque no lo sabía en ese momento. Por eso siempre digo que ella me sopló la idea. Así que sí, escribir literatura infantil tiene que ver con haber sido mamá, pero de una manera bien poco controlada. Pero eso no significa que un día no vuelva a escribir literatura para adultos. Todo depende del momento de mi vida en que venga la escritura. Por ahora, me sale más natural las historias para niños.

LEJOS DEL RUIDO

Andrea Maturana camina por una casona que ella misma restauró, y donde vive desde 2007 junto a sus dos hijas, Maia (15), Eva (21) y su esposo, Michael Landau, un músico israelí y primo segundo por parte de madre. Se conocieron en París, luego de un intercambio de varias cartas. La primera carta de Michael llegó en 1998: quería conocer a su familia chilena. Después de separarse de su primer esposo, volvieron a encontrarse en Austria, donde vivía él. Se fueron a vivir juntos a Reñaca en 2001, y se casaron un año después, en una ceremonia íntima. Ese año también nació su hija menor, Maia.

-Este primo se convirtió en mi amigo, y después en mi pareja. Miky me recuerda a mi papá en algunos aspectos, como el hecho de ser apañador y feminista.

En 2002 dejaron su casa con vista al mar y se vinieron a Limache, donde Andrea y Michael realizan distintos talleres, como yoga, meditación y el método Feldenkrais, una técnica corporal dirigida por él, que ayuda a mejorar las conexiones neurológicas, mediante el movimiento del paciente. Andrea, por otra parte, dirige un taller llamado "Atención a la palabra", donde realiza ejercicios de escritura, para luego analizar cómo se está hablando o qué se está diciendo con eso que se habla o escribe.

DESPUÉS DE LA MUERTE

Entre todas las cosas que recuerda de su padre, Andrea Maturana elige una escena a la que vuelve cada vez que quiere ilustrar quién fue él. No lo sabe con certeza, pero debió tener unos 10 años. Era finales de los años 70, una década marcada por el toque de queda de la dictadura, y su padre consiguió un permiso firmado por Carabineros, donde lo autorizaban a acampar junto a su familia y amigos en una playa de Tongoy, a cinco kilómetros del pueblo. Aunque el permiso estaba repleto de prohibiciones, un día, su padre tomó un bote inflable, y subió a todos los niños, incluida Andrea. Lo amarró a las rocas, donde llegaban a romper con fuerza las olas, y soltó una risa estruendosa.

-Él era así, arrojado, muy vital. No era un hombre que se restaba de la vida. Por lo mismo, fue difícil ver morir a alguien que no tenía ganas de morir.

El 18 de octubre de 2015, cerca de las cuatro de la tarde, Andrea Maturana entró a la habitación de su padre en una clínica de Reñaca. Se acostó junto a él y lo abrazó con fuerza. No hubo una conversación final debido al infarto cerebral que había sufrido su padre y que le impedía hablar. Ocho horas más tarde, Draco Maturana, de 88 años, murió tras perder una batalla de tres meses contra la leucemia.

-Ese día en aprendí que hay algo sagrado en la muerte, pero en los hospitales es algo poco honrado. Un lugar así no le hace justicia al momento en que una persona deja de existir. Aun así, sentí que nos despedimos en un nivel que no sé cómo explicar. Algo totalmente energético que nunca había vivido.

-¿Le ayudó la terapia Gestalt a enfrentar la muerte?

-Mucho. Cuando él murió, yo estaba a la mitad de mi preparación, y un requisito era que uno mismo tenía que ir a terapia. Eso me permitió estar consciente de mi dolor no como un aspecto negativo, sino como una experiencia de aprendizaje. Sin eso, no sé qué hubiera pasado conmigo.

-¿Ahora la ve de otra manera?

-Sí. Todos deberíamos acompañar a alguien a morir y a nacer, también. Una amiga me invitó a ver el nacimiento de su hija. Fue lo mismo y, a la vez, algo diametralmente distinto. Uno se muere solo una vez, y es tan misterioso y sagrado como nacer. Entiendo que al morir cada persona debería estar rodeado de las personas que quiere, en su espacio. ¦

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