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Aniversario Ecos de un mito moderno

Todas las vidas de Frankenstein

domingo, 14 de enero de 2018

Roberto Careaga C.
Revista de Libros
El Mercurio

Creado una noche tormentosa por la escritora Mary Shelley, el personaje acaba de cumplir 200 años. El cine lo ha transformado completamente y continúa incombustible. La novela sigue vibrante en una relectura y su impacto en la cultura popular toma hoy nuevos matices a la luz de la ingeniería genética.



"Está vivo. ¡Está vivo!", dice excitado el doctor Victor Frankenstein, mientras el monstruoso cuerpo inerte que creó con partes de varios cadáveres levanta una mano. Lo consiguió. "Ahora sé lo que se siente ser Dios", agrega casi desaforado, mientras afuera de su laboratorio la noche sigue iluminada por una tormenta eléctrica. Se trata de una escena central de Frankenstein , la película de 1931 dirigida por James Whale, que casi instantáneamente definió la idea que tendríamos del personaje: después de que un rayo le diera vida, la criatura de cabeza rectangular, tornillos en el cuello y caminar rígido se vuelve un monstruo desalmado, un asesino incapaz de entender lo que lo rodea. Y, sin embargo, cuando en 1818 la escritora británica Mary Shelley lo inventó, era completamente diferente. Ni siquiera era un monstruo.

Tampoco se llamaba Frankenstein. En su novela, Shelley jamás le pone nombre. A veces, lo llama criatura. Y aunque termina como un asesino, llega a serlo solo después de recorrer todos los sentimientos humanos, caer en desgracia y decidir fríamente que debe vengarse. "Creedme, Frankenstein: yo era bueno; mi espíritu estaba lleno de amor y humanidad, pero estoy solo, horriblemente solo. Tú, mi creador, me odias", lanza el personaje en el libro, formulando una idea totalmente imposible para el Frankenstein popularizado en el siglo XX: inmortalizado en la caracterización de Boris Karloff, apenas podía balbucear. El cambio es radical e incluso ha experimentado otros y quizá ahí radica la genialidad del personaje: Shelley inventó algo capaz de amoldarse a diferentes épocas, géneros y temores, un relato incombustible aun 200 años después.

"Algunos encuentran a Jesús, yo encontré a Frankenstein", decía no hace mucho el cineasta mexicano Guillermo del Toro (que acaba de ganar un Globo de Oro como mejor director por La forma del agua ), enfatizando la importancia del personaje: más que una figura literaria, es un modelo estético y moral por el que han transitado libros y películas, acaso toda la tradición del terror y la ciencia ficción. Y la alusión religiosa no viene mal: "La verdadera creación mítica de los tiempos modernos, la era de la ingeniería genética, la nanotecnología, la inteligencia artificial, la robótica, la interfaz humano-animal y el secularismo, ya no es Adán y Eva en el Jardín del Edén. El mito fundacional es Frankenstein", cree Christopher Frayling, autor del libro Frankenstein: los primeros doscientos años , publicado en 2017 en inglés.

Hijo de su tiempo

Y aunque los desafíos ante los que hoy nos sitúa la ingeniería genética nos permiten pensar -con imaginación, claro- en la idea de un Frankenstein del siglo XXI, Shelley creó a su personaje en un contexto muy distinto y, sin embargo, de tonos similares: acá y allá, algo estaba cambiando. Shelley escribió en el amanecer del siglo XIX, cuando la Revolución Industrial arrasaba con un mundo antiguo, la religión estaba en suspenso ante el avance de la ciencia -la filosofía natural, por entonces- y la pregunta entre intelectuales y aspirantes a científicos de la época era sencilla pero definitiva: ¿dónde reside la vida? Mary Shelley conoció todas esas ideas y las conoció joven. Y en su casa, pues su padre era William Godwin, un pensador radical que proponía abolir la propiedad y el gobierno. Sí, el primer anarquista crió a la creadora de Frankenstein.

Frankenstein o el moderno Prometeo se publicó por primera vez el 1 de enero de 1818. No llevaba firma. Shelley había empezado a trabajar en él dos años antes, una noche decisiva para la literatura contemporánea. En el verano de 1816, la escritora y su esposo, el poeta Percy Bysshe Shelley, visitaron a su amigo Lord Byron en su casa en la Villa Diodati, en Suiza. El clima era pésimo, llovía todo el tiempo, apenas podían salir. Aburrido, el grupo de escritores románticos habla sobre viejas historias alemanas de fantasmas. En un momento, Byron propuso un reto: todos deben escribir su propia historia de terror. Otro de los asistentes esa noche era el doctor John Polidori, quien ante el desafío empezó a escribir la novela El vampiro , antecedente directo de Drácula , de Bram Stoker. Shelley, con 19 años, tuvo la idea para Frankenstein.

Tras su publicación en 1818, la novela recibió críticas dispares, aunque los lectores la apoyaron desde el principio. La versión definitiva de la novela apareció en 1831, esta vez con la firma de Mary Shelley. Antes que una novela de terror, parece una de aventuras. Aventuras increíbles y perturbadoras. En un viaje marítimo por el Polo Norte, el capitán Robert Walton rescata a un hombre llamado Víctor Frankenstein, quien le cuenta cómo llegó ahí: perseguía a su creación, un ser de casi tres metros de altura a quien él había dado vida. Lo persigue para matarlo. Entonces, la novela toma la voz del doctor Frankenstein para contar su hazaña: desde sus estudios de filosofía natural, su triunfo y luego su fracaso: lo que creó se subleva contra él.

"Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mi alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo", narra el doctor en la novela, contando el momento exacto de la aparición del personaje. En ninguna parte aparece el famoso rayo que en el siglo XX será clave para el relato.

Y, sin embargo, toda la novela está llena de noches de tormentas eléctricas, y la propia Shelley planteó en un ensayo posterior al libro que la teoría del galvanismo -que postulaba que el cuerpo produce electricidad- había influido en ella. "Quizás un cadáver podría reanimarse, el galvanismo había dado pruebas de cosas semejantes: quizá se podrían manufacturar las partes componentes de una criatura, y después podrían reunirse y dotarlas del calor vital", escribió Shelley, que no solo dio cuenta de su época en términos técnicos, sino también culturales: arrojado al mundo, rechazado por su creador, solo, la criatura aprende por su cuenta a leer y a entender la realidad a través de libros: nada menos que Las desventuras del joven Werther de Goethe, Vidas paralelas de Plutarco y El paraíso perdido de John Milton.

La criatura, enorme y de aspecto monstruoso, termina siendo una persona culta y sensible que llega a la violencia después de la amargura: le pide a su creador, quien lo desprecia, que cree una mujer para él. El doctor Frankenstein se niega. La criatura se venga. En cualquier caso, para el crítico Harold Bloom, en la bestia está toda la humanidad: "La mayor paradoja y el logro más asombroso de la novela de Mary Shelley es que el monstruo es más humano que su creador. Este ser sin nombre, tanto un Adán moderno como su creador es un Prometeo moderno, es más adorable que su creador y más odioso, más digno de lástima y más temible, y sobre todo capaz de dar al lector atento ese impacto añadido: la conciencia en la que el reconocimiento estético obliga a una mayor realización del yo", sostuvo Bloom.

Nace un monstruo

A la paradoja que detecta Bloom hay que sumar otra, igual de evidente: el tránsito del personaje en la historia, que de ser originalmente un hombre culto y aunque terrible, también sensible, llegará a ser un monstruo infantilizado o desalmado. De hecho, la primera adaptación al teatro de la novela, en la obra Presumption, or the fate of Frankenstein de 1823, ya no hablaba y mucho menos leía. Pero fue en el cine donde la creación de Shelley mutó realmente: la primera película basada en la novela, Frankenstein (1910), fue un cortometraje de J. Serle Dawley, en donde la criatura surge desde un caldero y es deforme y agresiva. Cuando veinte años después Boris Karloff fue maquillado para hacer del personaje en la película de James Whale para el estudio Universal la imagen del monstruo quedó fijada en el imaginario cultural.

"El monstruo terminó siendo el mejor amigo que he tenido", aseguró alguna vez Karloff, quien interpretó tres veces al personaje (luego en La novia de Frankenstein y El hijo de Frankenstein ), mientras que Universal hizo una decena de secuelas, otorgándole al personaje aventuras inesperadas, como en la comedia Abbott y Costello contra Frankenstein , de 1948. A la larga, el estudio registró los derechos de la imagen del personaje, por lo que cuando los Estudios Hammer hicieron su versión de la historia, mucho más oscura, el actor Christopher Lee es muy distinto: un flaco cadavérico lleno de cicatrices que muestran que es un ensamble de partes de muertos. En aspecto, no es muy distinto a la versión que encarnó Robert de Niro en Frankenstein de Mary Shelley , la película de 1994 dirigida por Kenneth Branagh.

Cuando De Niro hizo de la criatura, Frankenstein había tenido al menos otras 150 películas. Paralelamente, se escribieron decenas de novelas en torno al personaje, y otras decenas de cómics se lanzaron. También series de televisión, obras de teatro. Se siguieron haciendo películas: hace dos años se estrenó Victor Frankenstein , centrada en el doctor y su ayudante Igor (que no aparece en la novela), con James McAvoy y Daniel Radcliffe. Lo que crean no tiene matices: es un monstruo peligrosísimo. No hay casi rastros del relato de Mary Shelley, probablemente porque la historia original es tan potente que lo que quedó es un mito. Un mito moderno de múltiples lecturas y múltiples formas de ser contado.

En 1968, Philip K. Dick publicó la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? , un relato de ciencia ficción sobre un futuro donde las creaciones artificiales de humanos pueden confundirse con las verdaderas. En la versión en el cine de 1982 de Ridley Scott, Blade Runner , el androide más buscado, Roy Batty, llega hasta donde su creador. Le falta poco tiempo para que, como está programado, muera. Entonces exige: "Quiero más vida, padre". No es muy lejano a lo que la criatura de Shelley le pide al doctor Victor Frankenstein: "¡Creador mío!, hazme feliz; dame la oportunidad de poder agradecer un acto bueno para conmigo; déjame comprobar que inspiro la simpatía de algún ser humano".

Tras más de 150 películas, el mito de Frankenstein cambió: hoy es un mostruo sin humanidad.

"No se llamaba Frankenstein. En su novela, Shelley jamás le pone nombre".

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