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Repollal

El último secreto de Aysén

domingo, 10 de diciembre de 2017

texto y fotos: Sebastián Montalva Wainer, desde la Región de Aysén.
Reportaje
El Mercurio

A 15 kilómetros de Melinka, en Aysén, hay un lugar que apenas figura en los mapas. Un remoto caserío donde se ven delfines australes y ballenas, y donde existe una fuerte cultura ligada al mar y a las fuerzas de la naturaleza. Un sitio que fascina a investigadores y científicos, que han pasado largas temporadas viviendo aquí, pero del que poco y nada se sabe. Un lugar sorprendente llamado Repollal.



Daniel Caniullán pisó fuerte el acelerador de su camioneta y de pronto íbamos subiendo y bajando por un ondulado camino de tierra y piedrecitas, flanqueado por enormes nalcas a un lado y bosques de tepú al otro. En las subidas se alcanzaba a ver perfecto el azulino mar de las Guaitecas y el verdor de unas pequeñas islas al fondo, que parecían salpicadas en el paisaje. Atrás había quedado el pueblo de Melinka, con sus botecitos anclados y sus casas de colores y sus curiosas esculturas de choros zapato en la costanera, y ahora íbamos llegando finalmente al lugar del que tantas veces había oído hablar y que, a estas alturas, se había transformado casi en un mito. Una especie de escondite secreto que ejercía una extraña fascinación entre quienes, por alguna misteriosa razón, habían puesto sus pies por acá.

Cuando llegamos a uno de los montículos más altos del camino, Daniel Caniullán, que es el joven lonko o jefe de la comunidad huilliche de este lugar -tiene solo 43 años-, detuvo su camioneta junto a unas nalcas en la orilla del camino. Era una mañana de noviembre inusualmente soleada y sin viento. Nos bajamos y entonces el lonko indicó hacia una pequeña bahía hacia el fondo, donde solo se veía un puñado de casas desperdigadas y un par de botes anclados. El resto, solo árboles y más árboles. Entonces, con la naturalidad de quien se levanta todos los días, abre la cortina y mira hacia el mar, Caniullán dijo simplemente:

-Esto es Repollal.

Esta historia comenzó muchos años antes.Y, pidiendo las disculpas del caso, la voy a contar en forma personal. En 2011, durante un viaje por esta revista a Puerto Williams, conocí a un legendario pero olvidado aventurero estadounidense llamado Charlie Porter, que después de haber sido pionero de la escalada en Yosemite, California, e incluso haber inventado herramientas para esta disciplina que hoy llevan su nombre, había encontrado en Chile su propio paraíso. Porter -que falleció por problemas cardíacos en 2014- estaba radicado en Puerto Williams, donde tenía un moderno yate con el que realizaba investigaciones climáticas y antropológicas en los canales de la Patagonia. Pues bien: en algún momento de los noventa, Porter había vivido precisamente en Repollal, un ínfimo caserío de unos 200 habitantes, ubicado a 15 kilómetros de Melinka, la capital del Archipiélago de las Guaitecas, al sur de Chiloé, un conjunto de 300 islas e islotes, la mayoría deshabitadas, que se mantiene como uno de los sitios menos explorados del planeta. Melinka es la ciudad más antigua de Aysén: su origen se remonta a 1859, cuando un empresario de origen alemán llamado Felipe Westhoff llegó desde Perú hasta aquí en busca de ciprés de las Guaitecas para la fabricación de durmientes para el ferrocarril que se construía entre Lima y el Callao. Según cuenta el historiador Mateo Martinic en su libro De la Trapananda al Aysén, Westhoff llamó Melinka a este lugar -que en rigor es el puerto de la isla Ascensión- "al parecer en homenaje a su hermana".

¿Y qué se sabe sobre Repollal? Martinic solo dice que surgió "en una época indeterminada" a raíz del paulatino asentamiento de colonos agricultores y pescadores. Tampoco hay datos certeros sobre el origen del nombre Repollal, aunque la historia que más se repite por acá es que en una pequeña isla que efectivamente se llama Repollal -está al frente del sector conocido como Repollal Bajo, el otro se llama Repollal Alto- alguna vez hubo un colono que tenía una plantación de repollos, lo que terminó bautizando al lugar.

Pues bien, Charlie Porter, el legendario escalador estadounidense, se enamoró de Repollal y vivió varios años en este lugar, desde donde hizo varias investigaciones a bordo de una chalupa construida por un pescador local.

Pero él no fue el único.

Años más tarde, hablando con la oceanógrafa inglesa Susannah Buchan, conductora de Wild Chile - serie documental sobre fauna chilena que acaba de transmitir Chilevisión-, ella me contó que buena parte de sus investigaciones sobre ballenas azules las había hecho en Melinka y el Golfo del Corcovado, y que allí mismo había un pueblito de pescadores, muy sencillo y rural, donde había vivido y trabajado durante largas temporadas y que le encantaba. Un lugar que se llamaba... Repollal.

"Simplemente amo ese lugar. Es bellísimo", me dijo luego Sussanah desde Estados Unidos, donde estaba cuando la contacté para esta nota (porque está radicada hace años en Chile). "Llegué en 2007 para hacer una investigación sobre los cantos de las ballenas azules, me iba a quedar 5 meses y luego de 10 años sigo trabajando en el Golfo del Corcovado. Me enamoré de las Guaitecas, de sus paisajes, de su gente, de su cultura y de sus ballenas. Me produce mucho misterio y mucha curiosidad y a la vez me siento muy en casa, como si lo conociera desde siempre. Me he perdido y me he encontrado en Guaitecas. Es, sin duda, uno de los lugares más bellos que he conocido en mi vida".

Una pasión que también compartía la antropóloga de la Universidad Austral de Valdivia Luna Marticorena, quien en 2009 hizo su tesis de título precisamente sobre Melinka y Repollal, en la que abordó el tema del conocimiento y significado de la naturaleza para la gente de estas localidades, capaces de salir a navegar sin brújulas ni mapas, solo guiándose por la memoria. "Por su ubicación geográfica, Repollal como que te envuelve. Es un lugar muy especial", me dijo al teléfono sin titubear y luego me habló varios minutos sobre el valor cultural y antropológico de este sitio que adoraba en las Guaitecas.

Con tales antecedentes, mi curiosidad solo aumentaba. ¿Qué tenía este remoto punto de una isla perdida de la Patagonia que fascinaba tanto a científicos e investigadores? ¿Cómo era Repollal? ¿Valdría la pena viajar solo para allá?

Hay dos formas de llegar a las Guaitecas.Una es por barco, en las barcazas Jacaf y Queulat que zarpan desde Quellón y luego conectan con otros remotos puntos de la región de Aysén. La otra, en avioneta desde Puerto Montt o Coyhaique. La primera opción implica unas seis horas de navegación y quedar supeditado a los días de zarpe de las barcazas: el viaje resulta necesariamente más largo. La segunda, más rápida -solo una hora de vuelo desde Puerto Montt-, da cierto temor, porque uno sabe que el clima y los vientos de la Patagonia son cambiantes y traicioneros.

Finalmente, por razones de tiempo, me armé de valor y decidí subirme a la avioneta. Despegué a las 10:30 de la mañana desde Puerto Montt, volé entre las nubes sin ver nada de las islas de Chiloé allá abajo, y a las 11:30 vi aparecer el caserío de Melinka y la pequeña pista de aterrizaje que empieza y termina en el mar. Aterricé sin problemas y a los pocos minutos ya estaba instalado en una residencial de Melinka, que es donde uno se queda aquí, pues en Repollal -donde realmente quería ir- no hay nada: solo casas de pobladores.

En rigor, en Melinka tampoco: el turismo apenas existe. Los pocos forasteros que llegan son en su mayoría trabajadores de la industria salmonera -que tiene decenas de concesiones pesqueras en los canales de Aysén- y personal de servicios ligados al agua o la telefonía. El resto, solo familiares de melinkanos o repollenses. Y claro: los artistas que trae la municipalidad para animar el verano, como Noche de Brujas o Los Vásquez, que han tocado por acá.

Mi contacto en Melinka era de lujo: el lonko Daniel Caniullán, jefe de la comunidad indígena Pu Wapi, que se creó hace 9 años con el objetivo de organizar a los pobladores y proteger sus territorios ancestrales frente a la actividad de las salmoneras. Se sabe que los salmones pueden provocar daño cuando se escapan de las redes de cultivo, pues son carnívoros y se comen o desplazan a cualquier otro pez de menor tamaño que ellos; además, estas faenas suelen dejar a la deriva restos de tuberías, boyas y plataformas metálicas que luego el mar arroja hacia la costa, tal como pude ver varias veces, precisamente en los alrededores de Repollal.

El lonko Caniullán y su comunidad -que conforman unas 60 familias locales- miran hacia el futuro y están convencidos de que el turismo es una posibilidad cierta de salvación para todas estas islas. Hoy, la mayoría de los habitantes de Melinka y Repollal -unos dos mil en total- viven básicamente de la extracción de erizos, actividad que solo se puede realizar de marzo a octubre. Es decir, cuando termina la temporada muchos quedan sin trabajo, pues otros productos del mar que abundan aquí -como cholgas y almejas- no pueden comercializarse debido a la presencia de marea roja, otro tema muy conflictivo en la zona (los pescadores llevan años pidiendo que se instale un laboratorio de certificación propio en Melinka, para evitar el engorroso envío de productos hacia Coyhaique, lo que demora varios días e incide en que estos no estén frescos para su posible venta).

"En 2008 tuve la suerte de hacer un viaje a Nueva Zelandia para ver cómo funcionaba la industria del turismo allá, y pude entender que aquí estamos sentados en un mineral", me contó el lonko una tarde en su casa de Melinka. "Aquí nos criamos con la mentalidad de extraer los recursos del mar para venderlos en bruto, pero estos han ido colapsando. Ahora uno tira una red y no sale pescado. El turismo es una fuente económica que puede permanecer por muchas generaciones, pero para eso primero tenemos que proteger lo que tenemos".

Daniel Caniullán ha llevado en su lancha a varios científicos que han venido a estudiar las ballenas azules del Golfo del Corcovado -la oceanógrafa Sussanah Buchan entre ellos-, y sabe muy bien que muchos forasteros pagarían por hacer lo mismo y experimentar la potente cultura marina de las Guaitecas. Por lo mismo, hoy impulsa -amparado en la llamada Ley Lafkenche (20.249)- la creación de un Espacio Costero Marino de Pueblos Originarios (ECMPO) alrededor de la isla Leucayec, que está a unas tres horas de navegación desde Melinka, y donde existen varias concesiones salmoneras y otras solicitadas. El proyecto fue rechazado en primera instancia por la Comisión Regional del Uso de Borde Costero (CRUBC) de Aysén, pero en octubre pasado la comunidad presentó un recurso de protección en la Corte de Apelaciones de Coyhaique que fue declarado admisible, por lo que su solicitud sigue en curso.

"Nuestro sueño es que el gobierno nos entregue este territorio, que hoy es fiscal, y nos permita cuidar nuestro borde costero, que hemos utilizado desde siempre, para darle un uso de conservación", me dijo Caniullán, con la firmeza propia de un lonko huilliche. "Queremos hacer senderos de caminata, construir rucas para que cada familia tenga parcelas, cultivar la tierra. Ese borde costero tiene centolla, pulpo, jaiba, ostra, chorito, culenes, congrios. En el futuro queremos captar turistas y traerlos a la isla, donde vamos a vivir con nuestras familias, nuestros niños; darles productos frescos del mar, andar en kayak por los canales, ver delfines. Si esto sigue siendo explotado, se va a morir todo".

"Repollal se está muriendo",fue lo primero que me dijo José Colivoro,67 años, uno de los más antiguos habitantes de Repollal y también uno de los más famosos: en 2015 fue reconocido como Tesoro Humano Vivo por el Consejo de la Cultura, por ser uno de los dos últimos tejueleros de ciprés de las Guaitecas, junto con Ramón Carimoney, que vive en Melinka. "La gente se está yendo, ya no hay juventud. Pura gente adulta, pero ellos ya no se casan: ya no valen para nada", dijo riendo una soleada mañana de noviembre, sentado junto a su cocina a leña, típica de las casas rurales del sur.

Colivoro tuvo cinco hijos, pero solo dos se quedaron aquí: una hija que vive al frente y un hijo que está en Melinka. "Yo me crié con este trabajo del ciprés, lo aprendí de chico con mi papá, y lo sigo haciendo. De repente me hacen pedidos y a veces hago 200, 500 tejuelas, pero de cipreses muertos. Antes era muy difícil la vida aquí. Andábamos a pata pelá, mal vestidos, la comida era escasa, lo que pagaba el patrón era... Cuando no había camino estábamos aislados: era puro bote a remo, nos demorábamos cuatro horas a Melinka, según el tiempo. Llegábamos mojados. Volvíamos mojados. Pero luego llegaron el camino, la luz, el agua. Ahí fue cambiando el asunto".

El camino que une Melinka con Repollal se terminó de construir hace unos ocho años. Los postes de luz llegaron hace dos. La señal de celular a Repollal Alto, en marzo recién pasado. También hay transporte público: un bus regular que une ambos poblados tres veces al día. "Antes se quemaba una casa acá y no tenías cómo avisar a los bomberos", me dijo el lonko Caniullán mientras íbamos manejando hacia Repollal. "Las casas se quemaban completas".

Hoy, Repollal luce algunos avances. Hay una pequeña y colorida iglesia de estilo chilote, un cuidado cementerio -que cuando lo vi estaba lleno de flores: recién había sido el Día de Todos los Santos-. Están las sencillas casas de los pobladores desperdigadas en el campo, los botes anclados en la bahía, de aguas azulinas y calmas; la verde isla Gran Guaitecas al frente, que conforma una especie de fiordo. Hay una escuelita rural, que llega hasta sexto básico y tiene 16 alumnos, fue remodelada hace unos años con tejuelas de ciprés e incluso ganó un premio: el año pasado obtuvo el primer lugar a nivel nacional en un concurso de innovación en la educación pública, organizado por la Asociación de Municipalidades de Chile.

"Cuando llegué, hace 5 años, venir a Repollal se consideraba un castigo. A los niños les decían: 'Si te portas mal, te voy a enviar a Repollal"', nos contó Paulino Pérez, el director de la escuela, cuando pasamos a visitarlo. Como era un día soleado, los niños jugaban a la pelota en un entorno de postal: al fondo se veía el azulino mar de las Guaitecas. "Yo no quería venir. Cuando me enviaron me cuestioné qué había hecho mal. Pero ahora todo el mundo quiere venir, pues mejoramos los resultados. Casi todos los niños vienen desde Melinka: ahora hay bus escolar".

Le pregunté a Paulino Pérez cómo era vivir en Repollal. Me dijo que, para él, este era el mejor sitio para ver crecer a su hija, que tiene dos años, "porque la tranquilidad es impresionante". También habló sobre las posibilidades turísticas de este lugar. "Hay una cantidad de maravillas culturales y naturales tremenda. Hay conchales milenarios de pueblos chonos, cementerios huilliches que nadie visita, hay sitios de buceo, lagunas. Hay delfines australes y toninas aquí mismo en los canales, y están las ballenas azules, a 15 minutos de navegación en lancha rápida. Pero el turismo aún está en pañales. Todo es incipiente y sujeto a condiciones climáticas: aquí llueve 300 días al año".

Mi último día en Repollal coincidió con uno de los 65 bonitosque, según me dijeron, tiene este lugar al año. Había un sol radiante y nada de viento. Al atardecer, salimos a navegar con Daniel Caniullán y dos pescadores, Héctor Villegas y Germán Silva, hacia la isla Gran Guaitecas, para visitar un antiguo conchal chono. Estaba tan despejado que incluso se veía el volcán Melimoyu al fondo.

Una vez en la playa, imaginé cómo seria estar aquí como turista. Quizás podríamos haber pescado una sierra fresquita y ahora la estaríamos asando al palo, como es tradición por acá. O como hoy hacía calor, si hubiera traído traje de baño me habría tirado un piquero para ver cómo se sentían las transparentes aguas de este lugar.

Cuando volvimos a Repollal pasamos a conocer el único sitio que podría considerarse "turístico" en este pueblo. Está camino al sector Repollal Alto y se llama Quincho Cahuel. Es el emprendimiento de Jessica Leviñanco, oriunda de Chiloé, pero radicada hace años en Repollal, y su marido Paulo Vera, nacido y criado en estas tierras. Un sitio donde se han hecho celebraciones de Fiestas Patrias, donde hay un horno de barro en el que Jessica cocina empanadas, un sector para hacer curantos al hoyo e incluso una pequeña huerta donde cultivan lechugas, acelgas y otras verduras.

Lamentablemente, el quincho hoy no está funcionando, pues no cuenta con el permiso sanitario de la municipalidad. "Mi cocina está impecable, pero tengo que cerrar todo herméticamente, instalar extractores, tener las condiciones mínimas que te exigen para poder trabajar", dijo Jessica, mientras conocíamos su quincho, que estaba adornado con banderitas chilenas: lo que dejó el 18. "Para eso necesito un millón (de pesos), pero es difícil juntar ese dinero y tenerlo libre solo para ese gasto".

Como el quincho está cerrado, por ahora Jessica Leviñanco y su marido están dedicados a la recolección de madera. A veces aparecen mochileros, y entonces ellos los llevan a pasear en bote para ver delfines, a pescar sierras y cocinarlas al disco o simplemente navegar en kayak por los canales. Si nadie llega, siguen la misma vida rural y campestre de siempre.

"No importan las necesidades o el clima", me dijo Jessica antes de despedirnos. La camioneta del lonko ya estaba encendida para regresar a Melinka. "Para mí es impagable comer un marisco fresco, respirar este aire, levantarme y ver todos los días un cielo diferente. Vivir aquí es lo que yo más quiero".

La comunidad indígena local hoy impulsa la creación de un espacio costero protegido en la vecina isla Leucayec. El foco es el turismo.

 

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