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CRÓNICA DE VIAJE

Alma rusa

domingo, 29 de octubre de 2017

EUGENIO TIRONI
Artes y Letras
El Mercurio

El sociólogo narra su viaje a la Rusia de Putin, en un intento por descifrar las huellas de la Revolución Rusa en la sociedad actual, cien años después de su irrupción.



Lo mismo vale para múltiples lugares del planeta, no hay duda; pero conocer Rusia es particularmente necesario para comprender la civilización de la que formamos parte y nuestro tiempo, marcado a fuego por la revolución que tuvo lugar en su suelo hace exactamente un siglo, en octubre de 1917. Esta intuición me condujo, en junio pasado, a pasar unos días en Moscú y San Petersburgo. Estas son las impresiones de este viaje.

Imperio

¿Por dónde partir? Quizás por la dimensión material. Aún hoy, después de fragmentada la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), la Federación Rusa es el país más extenso del mundo. Abarca la cuarta parte del territorio europeo, toda el Asia del Norte y parte del Medio Oriente. Reúne más de ochenta regiones, entre ellas veintiún repúblicas, donde conviven una multitud de grupos étnicos con diferentes culturas e idiomas. En Moscú, sobre todo, uno no se topa únicamente con el estereotipo del ruso eslavo sino con una enorme variedad de semblantes -desplazándose todos, eso sí, con el mismo apuro y con la misma severidad impresa en el rostro.

El sueño de unir a este mosaico de pueblos, lenguas y culturas en un solo imperio ha estado presente en Rusia por siglos. La oposición a ello ha sido a su vez -y lo sigue siendo- una constante de las restantes potencias europeas, que han visto en ese empeño, y con razón, una amenaza a la estabilidad mundial -o si se prefiere, a su hegemonía-. Lo mismo vale para Estados Unidos, para quien la creación de la URSS y la presencia mundial que esta alcanzó luego de su triunfo sobre los nazis en la Segunda Guerra Mundial fue mirado -y sigue siendo mirada- con una mezcla de admiración y temor.

Fue la aspiración a crear un imperio lo que motivó a Pedro I el Grande, a comienzos del siglo 18, a edificar la ciudad de San Petersburgo sobre lo que era un pantano, con la aspiración de competir en arquitectura, diseño y belleza con las principales capitales europeas. Esto mismo inspiró a los bolcheviques. Después de su triunfo en la revolución de 1917 lo que más se recuerda fue la quimera de construir, por primera vez en la historia de la humanidad, el socialismo. Pero el sueño de Lenin tuvo otro componente al menos tan importante como el anterior: reunir en un solo estado (la URSS) la multitud de pueblos desmembrados que habitaban ese inmenso territorio. Esto significó unir bajo la égida de Moscú, muchas veces de manera violenta y ahora bajo la bandera del socialismo, a pueblos que no tenían nada que ver unos con otros; pero en el fondo era continuar con el sueño de Pedro I y de los zares, destinado a volver a esta parte del mundo una fuerza gravitante en la escena mundial.

El respaldo popular del que goza Vladimir Putin, que es real, se basa en buena medida a que ha sabido recuperar y representar esta histórica aspiración de Rusia, en oposición a la figuras de Gorbachov, a quien una mayoría del pueblo ruso sindica como responsable de la implosión de la URSS y del sentimiento de humillación que esto trajo consigo. Es un juicio injusto, pues en las postrimerías del siglo pasado no había poder capaz de contener las ambiciones de autodeterminación de las diferentes repúblicas que formaban el estado soviético, empezando por los países bálticos, seguidos luego por Ucrania, Bielorrusia y Georgia, y tras ellos, por casi todos los demás. Gorbachov hizo todo lo que estuvo en sus manos para evitarlo, salvo intentar -en buena hora- una salida militar. Sus esfuerzos, sin embargo, fueron torpedeados por las potencias occidentales, en especial los Estados Unidos de Bush padre y la Alemania Federal de Kohl, que se frotaban las manos ante la perspectiva de la inminente pulverización de la URSS.

Creación

Poner a Rusia en el centro del mundo fue asimismo lo que motivó a los zares, entre los siglos 17 y 19, a comprar y reunir lo mejor del arte europeo y juntarlo en San Petersburgo, su nueva capital, el cual hoy está expuesto en el famoso museo L'Hermitage. Esto fue de la mano de la impresionante ebullición creativa rusa, en especial en el siglo 19, lo cual ha dejado marcas imborrables en la cultura universal, en particular en la literatura y la música.

La tradición de apoyo estatal a la creación artística se intensificó después de la revolución. La ambición de romper con los moldes tradicionales para crear una sociedad y un hombre nuevos engendró una efervescencia creativa sin igual, la que en parte siguió viva a pesar de la censura y represión de Stalin a partir de los años treinta, de los horrores de la guerra y de la opacidad del régimen socialista-burocrático inaugurado con Jrushchov en 1953. Basta recorrer los impresionante salones del museo de arte moderno Tretyakov, en Moscú para constatar la enorme vitalidad y variedad de la pintura rusa bajo el período soviético. Lo mismo vale para el cine y, desde luego, para la música, como se deduce de la novela de Julian Barnes "El ruido del tiempo", dedicada a quien fuera uno de los mayores compositores del siglo 20, Dmitri Shostakovich.

A pesar de los trastornos que terminaron con la URSS, las huellas de ese esfuerzo y de esa ambición siguen vivas. Basta observar los vagones del metro de Moscú, con sus pasajeros leyendo gruesos libros, o las librerías repletas a medianoche en San Petersburgo, o la gente paseando por museos y parques con una inocultable sensación de reconocimiento y orgullo hacia la continuidad de la que forman parte. Mención especial merece la música clásica, con salas de concierto repletas de rusos de todas las edades que van a ellas de una manera que parece casual, después del trabajo con sus maletines o sus bolsas de compras, o acompañados de sus hijos pequeños.

Revolución

La Rusia de hoy no se entiende sin la revolución bolchevique de 1917, ideada y encabezada por un puñado de audaces liderados por Lenin con el apoyo de Alemania, quien confiaba que su oposición a la guerra llevaría a Rusia a salirse del frente aliado.

La pretensión de los bolcheviques de realizar la revolución y alcanzar el comunismo mediante la dicta-dura proletaria, saltándose así la revolución y democracia burguesas, rompía con todas las ideas preestablecidas, incluyendo las del establishment socialista y marxista. Su evolución posterior, en particular bajo Stalin, tampoco tenía precedentes: la creación de los soviets, la implantación de la hegemonía del partido único, la abolición de la propiedad privada, la estatización de la producción y del comercio, la igualación de las condiciones de vida de las diferentes clases sociales. Estos experimentos fueron de la mano de un esfuerzo productivo descomunal destinado a hacer de la URSS una potencia económica en un tiempo récord, de la construcción de gigantescos edificios estatales -los así llamados "caprichos de Stalin", destinados a emular a los Estados Unidos y mostrar la potencia soviética-, de enormes avenidas, de parques gigantescos y de sistemas públicos de calefacción.

Todo esto, que los rusos denominan ahora anodinamente las obras del "período soviético", se ha transformado en un objeto de atracción turística. No es para menos: ellos revelan las huellas de un mundo que ya no existe en ningún otro lugar del planeta, y que aquí perduró por más de setenta años. Porque después del colapso del socialismo y de la Unión Soviética, el mundo parece haberse olvidado que aquí tuvo lugar el laboratorio social más ambicioso de la historia moderna. Sus huellas no están únicamente en las obras materiales o la arquitectura; está también, entre otras tantas cosas, en el orden y la disciplina, en la igualdad en el trato, en el peso omnímodo del Estado y en la fascinación por figuras autoritarias, no solo Putin, sino también Lenin y el propio Stalin, a quien muchos siguen venerando como uno de los padres de la patria.

El mundo en que vivimos no se puede entender sin lo que fue la URSS: suena a lugar común pero nunca está demás recordarlo. Ella hizo posible, entre otros muchas cosas, las revoluciones china, vietnamita y cubana, las luchas de liberación africanas y la creación de Israel. Pero su influencia en la conformación del mundo del siglo 20 fue más allá de la ideología socialista o la política internacional soviética. Hubo también una influencia silenciosa y subterránea que se ejerció a través de la cultura, el diseño, la arquitectura, la música, el cine, la literatura, la cual contribuyó a modelar el arte y el pensamiento de occidente, lo mismo que sus políticas públicas.

Laboratorio

A diferencia de lo que sucede cuando uno visita oriente, por ejemplo, lo que se ve en Rusia llama la atención por su familiaridad. Dicho de otro modo, lo que vemos es mucho menos ajeno a lo que imaginamos por efectos de la guerra fría. Pienso por ejemplo en los bloques de viviendas sociales, o en los pesados edificios públicos con reminiscencias griegas o romanas, o en los sistemas de salud, educación, vivienda y pensiones basados en principios estrictamente igualitarios, que no son esencialmente diferentes a los que prevalecen aún en buena parte de Europa.

Dicho de otro modo, la URSS no fue un laboratorio cerrado, sino un campo de experimentación del que se alimentó el mundo occidental o capitalista durante todo el siglo 20, sea para adherir a él o para combatirlo. Este laboratorio no tuvo como único protagonista al Estado, el cual alcanzó dimensiones monstruosas y criminales, como sucedió cuando Stalin impuso la colectivización forzosa del campo y las purgas ideológicas y antisemitas. La experimentación fue impulsada también por muchos otros actores en el plano del arte, de la ciencia y la cultura, muchos de ellos en conflicto con el Estado, algunos en forma abierta, como los disidentes, y otros, los más, en forma soterrada, como el Shostakovich de Barnes.

La URSS fue un campo de experimentación de ambición y escala universales. Su dinamismo y su variedad desbordaron el imperio y el control del Estado. Él tuvo como otros protagonistas a movimientos sociales, políticos y culturales semi-autónomos, autónomos o disidentes. De ahí que muchas de las innovaciones y las huellas de ese período no murieron con el Estado Soviético. Ellas siguen presentes en obras materiales y tendencias culturales que aún perviven tanto dentro de lo que fuera la URSS como en el resto del mundo.

Gratitud

Si hablamos de Rusia sería inexcusable no destacar algo que los rusos sienten, con razón, que el mundo no reconoce lo suficiente: los sacrificios que hubo de encarar su población para evitar el triunfo de Hitler. En su suelo tuvieron lugar algunas de las escenas de resistencia civil más gloriosas y sangrientas de la historia de esa guerra, como la de Leningrado. En la actualidad se estima que en esta empresa murieron no menos de 30 millones de soviéticos, cifra que supera largamente las bajas de los restantes países aliados, así como de Alemania y de Japón. La mayoría de sus ciudades fueron literalmente destruidas y su capacidad productiva fue arrasada. La reconstrucción posterior, por lo tanto, sin población joven, sin infraestructura y sin base productiva, fue casi tan heroica como la guerra.

No es raro entonces que el país esté plagado de memoriales destinados a recordar a las víctimas la "Gran Guerra Patria", como llaman los rusos a la Segunda Guerra Mundial. En todos ellos uno se encuentra a padres acompañados de sus hijos que van a dejar flores a los caídos en señal de gratitud. Esto mismo, creo, debiéramos hacer todos los habitantes del planeta. Todos tenemos una deuda insondable con el heroísmo del alma rusa; un alma que el maniqueísmo de la guerra fría, que en muchos espíritus aún no termina, se encargó de dibujar con trazos de caricatura.

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