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De Londres a Mongolia y Rusia

Tres chilenos en el rally más largo del mundo

domingo, 08 de octubre de 2017

Por Montserrat Sánchez Barja.
Reportaje
El Mercurio

El Mongol Rally es una arriesgada travesía que va de Inglaterra a Siberia, y que tiene como requisito usar un auto que sea considerado "chatarra". Lo que comenzó como la aventura de dos estudiantes es hoy una prueba anual no competitiva que suma casi 300 equipos, y en la que por primera vez participó un trío de veinteañeros chilenos. Tras cruzar 26 países, aquí cuentan cómo lo lograron.



En 2001, el estudiante inglés Tom Morgan miraba su ya muy viejo Fiat 126 cuando pensó en el lugar más insólito al que podría manejar en él: Mongolia.

Sin darle muchas más vueltas, Morgan partió con su amigo Joolz desde República Checa. Cruzaron montañas, ríos y caminos malos; quedaron en pana y no pudieron lograr su objetivo debido a las visas y a algunas fronteras. Sin embargo, la experiencia los dejó alucinados y decidieron compartirla.

Así, sin más, nació el concepto que inspira al Mongol Rally, evento que tuvo oficialmente su primera edición en 2004, con solo cuatro equipos. Desde entonces, son cientos las personas que se han embarcado en esta prueba para autos "chatarra", que se presenta como el rally más largo del mundo. Aunque eso está en debate. No por las distancias, sino porque el Mongol Rally no es un "rally" propiamente tal, ya que no se trata de una carrera y no hay competencia entre los participantes. Más bien es una forma de viajar, en la que importa poco quién llega primero.

De hecho, ahí está la palabra clave: llegar.

El otro tema es que no se trata necesariamente del rally más largo, porque depende de la ruta que, a fin de cuentas, la arma cada equipo: no hay un circuito definido más allá de que todos salen de Londres y llegan -los que llegan- a Ulán-Udé, en Siberia, Rusia (en 2015 la prueba sacó la meta de Ulán Bator, la capital mongola, por problemas administrativos). Así, uno puede elegir una ruta fácil, lo más directa posible y con carreteras pavimentadas. O una difícil, llena de vueltas y vías secundarias... el verdadero estilo del rally.

Este año, lo que empezó con 4 equipos, se convirtió en un evento de 296. Entre ellos, por primera vez, hubo uno chileno.

Si no está roto... ¡rómpelo!

El año pasado, José María Alonso (25), Juan Luis Undurraga (25) y Pablo González (28) comenzaron a idear un viaje. Querían algo distinto. "Estábamos buscando lugares que fueran más vírgenes en cuanto al turismo, para conocer mejor la cultura", dice Alonso. Y así, mirando opciones diferentes, llegaron a la idea: Mongolia.

El solo nombre les sonaba suficiente. El punto era cómo hacerlo. Chequeando información en internet, Juan Luis Undurraga dio con la página del Mongol Rally. Leyeron de qué se trataba. Se inscribieron.

La regla esencial de la prueba era que debían usar un auto de hasta 1.200 centímetros cúbicos. Nada de todoterrenos ni vehículos hechos para largas travesías. "Si no está roto, rómpelo", decía el sitio web: "La idea es que quedes en pana, que tengas problemas y que aprendas a solucionarlos -dice Undurraga-. Ese es el espíritu del rally".

Una aventura, a fin de cuentas. Por eso, a lo largo de la ruta no hay apoyo de parte de la organización. "En realidad, es como una excusa para hacer un roadtrip. Uno podría hacer este viaje sin el rally, pero estar dentro de él le da un toque especial: va mucha gente a la par", dice Undurraga.

Los otros requisitos claves de la prueba eran hacer una donación de 500 libras a Cool Earth, una organización que lucha contra la deforestación (CoolEarth.org), y la misma cantidad a una fundación de elección de los participantes. Los chilenos donaron al Colegio Cree de Cerro Navia, en Santiago. Luego, debían pagar una cuota de inscripción de 500 libras, comprar un seguro obligatorio y -muy importante- depositar una garantía para asegurar que el auto regresaría a la Unión Europea y no quedaría botado al final en Siberia.

El dinero lo consiguieron mediante un crowdfunding, donde prometían -a cambio de los aportes- estampar en el auto el nombre de quienes los ayudaran. El resto lo pusieron ellos. Además, con Columbia consiguieron la ropa apropiada para las temperaturas que enfrentarían en el camino.

A su equipo lo llamaron Aguinaldos (por el esfuerzo extra que había significado juntar la plata) y trazaron una ruta tentativa, siempre abiertos a la posibilidad de cambiarla en terreno. "La idea era combinar cultura y paisajes, porque gran parte del tiempo lo pasábamos en el auto", dice José María Alonso. Tampoco reservaron demasiados hostales y llevaron una carpa para acampar donde fuera necesario.

Solo faltaba el auto. En Londres, encargaron un Toyota Yaris del año 2005 que les costó 600 libras. Según habían averiguado, las marcas japonesas eran las más usadas en el rally porque tenían mecánica "fácil", resistían mucha altura y no era muy difícil conseguir repuestos.
Todo parecía perfecto.

Alexis, el rompe fronteras

La nueva versión del Mongol Rally se inició el pasado 16 de julio en el circuito de autos Goodwood, en Londres.

Los chilenos, junto a los miembros de los otros 295 equipos, acamparon la noche anterior ahí mismo y disfrutaron de una gran fiesta. Había autos con peluches gigantes, con la bandera del orgullo gay o que cargaban botes de madera. Había citronetas y hasta un auto eléctrico. Había grupos de amigos, equipos formados por padres e hijas, y hasta de lunamieleros.

Luego de la largada, Alonso, González y Undurraga manejaron hasta Dover, en el sur de Inglaterra, y tomaron el ferry a Calais, Francia. La ruta que trazaron los llevó por Bélgica, Luxemburgo, Suiza, Liechtenstein, Austria, Alemania, Eslovenia, Croacia, Bosnia Herzegovina, Montenegro, Kosovo, Macedonia, Bulgaria y Turquía.

Al comienzo no se topaban con muchos equipos. Los europeos -el contingente más numeroso del rally, claro- usualmente hacen la primera parte rápido, para llegar pronto al tramo de la aventura que menos conocen y más les interesa: Asia. Los chilenos, en cambio, se lo tomaron con calma y fueron disfrutando cada lugar. Cruzaron los Alpes, se bañaron en el lago Bled de Eslovenia y pasaron por el Cañón Moraca en Montenegro, que es considerada una de las carreteras más lindas del mundo.

"Gran parte de la imagen que te llevas de los lugares es por la gente que conoces. En Mostar, Bosnia, Taso, el dueño del hostal donde nos quedamos, nos llevó a pasear y, como era el presidente del equipo local, nos regaló la polera oficial", dice Pablo González.

Cuando ya llegaron a Turquía, comenzaron a encontrarse con más vehículos del rally, a los que reconocían por los grandes autoadhesivos que les entregaba la organización para poner en las puertas. Muchos equipos iban en caravana, algo útil si había problemas. Los nacionales hicieron buena parte del recorrido con un equipo paraguayo. "Hay mucha camaradería; si ves un auto parado en un camino, te detienes y ofreces ayuda", dice González.

De Turquía pasaron a Georgia por la carretera D915 y de ahí a Armenia, para llegar finalmente a Irán. "Hay que tomar precauciones con el tema de las fronteras. Supimos de un equipo en Armenia que quería pasar a Azerbaiyán, pero como están en conflicto, no los dejaron. Perdieron mucho tiempo sacando una visa para cruzar a Irán", dice González, que cuenta que a su auto le pusieron Alexis Sánchez: "Él y Arturo Vidal nos hicieron muy fácil la pega, porque como todo el mundo los conoce, la gente nos agarraba buena de inmediato. Y en las aduanas, el trámite se nos hacía un poco más fácil".

Al día 18 de viaje llegaron a Irán. Fueron a ciudades como Tabriz, Teherán, Isfahán, Shiraz y Yazd.Pronto pasaron de los prejuicios que tenían sobre este país a la sorpresa: "Hay un choque cultural importante, pero los prejuicios con los que llegas se derrumban. En la calle te invitan a dormir en sus casas, a comer... Al final, el forastero es como una atracción; estaban agradecidos de ver visitantes", recuerda González.

Los "stan"

Tras la etapa iraní pasaron a los "stan", terminación que en persa significa "tierra de" y que identifica a Turkmenistán, Uzbekistán, Tayikistán, Kirguistán y Kazajistán, países musulmanes todavía bastante ajenos al turismo y muy cerrados, y que, por eso mismo, eran los que los chilenos más querían conocer.

Para entrar a Turkmenistán consiguieron -después de dos meses de gestiones- una visa de solo cuatro días. En Asjabad, la capital, a la que llegaron el día 27, encontraron una ciudad completamente blanca, desde los edificios hasta los autos. Y con estrictas leyes que regían la vida pública y donde hasta podían ser multados por tener el auto sucio. "Es increíble; una ciudad cubierta en oro, como mandada a hacer. Es una dictadura muy cerrada y está lleno de estatuas gigantes de oro del antiguo dictador. Si sacábamos fotos, saltaban los policías a decirnos que las borráramos. Fue el choque cultural más fuerte", dice Pablo González.

Como sea, en este país terminaron acampando en el Pozo de Darvaza, más conocido como la Puerta al Infierno, una antigua prospección de gas ubicada en el desierto de Karakum, que se incendió en 1971 y que ahora es un cráter de 70 metros de diámetro que sigue ardiendo. Para llegar a ese punto, como el camino está lleno de arena, muchos equipos europeos le pagaban a gente local para que les manejaran el auto. Ellos no tuvieron problema, salvo cuando luego visitaron Jiva y Bujará, donde tuvieron que conseguir bencina en el mercado negro: las estaciones de servicio uzbekas solo venden gas.

El desafío de Pamir

En Dusambé, la capital de Tayikistán, decidieron descansar un poco antes de comenzar una de las etapas más duras del viaje: la Carretera del Pamir, la segunda ruta internacional más alta del mundo, y que había sido un importante tramo de la legendaria Ruta de la Seda. "Estábamos preparados para lo peor", dice González, quien recuerda que del día 32 al 37 del viaje estuvieron moviéndose entre pueblos donde no había más de 15 casas, siempre bordeando la frontera con Afganistán.

En ese tramo, José María Alonso acompañó a un paraguayo que se había quedado solo. "GoogleMaps nos tiró por un camino interior, muy cerca de la frontera. Llegamos a un pueblo enano, metido en las montañas, donde la gente nos empezó a indicar con señas que no siguiéramos porque en esa dirección había gente peligrosa con barba", recuerda. Los locales les estaban advirtiendo de la presencia de talibanes.

Más allá de ese tipo de situaciones, la carretera en sí misma era dura y abundaban las rocas filudas que destrozaban los neumáticos. "Pinchamos rueda dos veces y nos quedamos sin repuesto. Íbamos a partir con la rueda al hombro hasta el pueblo más cercano cuando aparecieron unos equipos que nos prestaron otras", dice Alonso. Además, cada detalle podía convertirse en una dificultad. Las distancias, por ejemplo, nunca eran lo que parecían. "GoogleMaps te decía que eran 200 kilómetros, pero demorabas 10 horas en recorrerlas", dice Juan Luis Undurraga.

En Osh, Kirguistán, alcanzaron el punto más alto de la travesía: 4.655 metros sobre el nivel del mar. De ahí siguieron hacia el lago Song Kol, donde vieron poblaciones nómades en sus yurts, las viviendas típicas de las estepas de Asia Central. El lago tenía un acceso difícil y solo se podía ir en verano, y al final terminaron durmiendo en el auto en lugar de la carpa para capear el frío, que rondaba los 5 grados Celsius bajo cero.
Superada esa etapa, ya en Almaty, Kazajistán, tuvieron su primer reencuentro con la cultura occidental en Oriente:

"Había McDonald's y Burger King, que no veíamos hacía semanas", dice Pablo González. Aunque algunas cosas se facilitaban, como conseguir dólares, enfrentaron otros problemas: "La policía tenía alcotests que, aunque uno no consumiera alcohol, siempre marcaban positivo. Entonces te extorsionaban para evitar las multas", dice González.

En Almaty se quedaron tres noches para arreglar desperfectos menores en el auto. Sobre todo, en las ruedas, que habían sufrido las consecuencias de recorrer la Carretera del Pamir. Así, aprovecharon de conocer el lago Kaindy, que se formó sobre un bosque que se mantiene sumergido e intacto por las bajas temperaturas.


La hostilidad de Mongolia

El día 45 del rally llegaron a uno de los hitos más esperados por todos los equipos: Mongolia.

En Barnaúl, Rusia, se abastecieron antes de entrar al remoto país. "Teníamos incertidumbre; no sabíamos a qué íbamos, no conocíamos a nadie que hubiera ido antes", recuerda hoy José María Alonso. "Uno lee que es inhóspito, que no funcionan los GPS porque los caminos son un desastre, que no funciona ningún cajero, que no hay dónde dormir", agrega Pablo González.

La ruta que hicieron en Mongolia pasó por Olgiy, Altái, Bayanhongor y Ulán Bator, la capital, y les permitió convivir con los nómades, que todavía componen parte importante de la población mongola. Que en realidad no es mucha: el país tiene una de las menores densidades poblacionales del mundo, con menos de dos habitantes por kilómetro cuadrado.

"Es como retroceder muchos años en el tiempo. La gracia aquí no está en los pueblos, que son enanos y sirven para dormir no más. La gracia estaba entre los pueblos: en los paisajes", dice González.

En Mongolia pasaron gran parte del tiempo manejando por el desierto de Gobi y la estepa, entre águilas y yaks, con señal de celular intermitente y por caminos que a veces eran unas huellas donde era fácil perderse. "Acá no superas los 30 a 40 kilómetros por hora, porque no se puede no más: te matas", dice González. Pero esa era solo una de las posibilidades. Poco después de cumplir ese tramo, se enteraron de que algunos equipos pasaron varios días perdidos aquí.

Ellos mismos vivieron en Mongolia uno de los días más complicados de su aventura: pincharon tres neumáticos, perdieron otro (lo llevaban amarrado sobre el auto y nunca se dieron cuenta cuándo salió volando), se les salió el parachoques y el tubo de escape, y reventaron un amortiguador. Milagrosamente, en un lugar que apenas alcanzaba a ser un pueblo, encontraron una vulcanización donde pudieron parchar algunas ruedas. Aun así, tuvieron que completar los últimos 40 kilómetros de esa jornada con una rueda pinchada, lo que los obligó a ir parando cada 15 minutos para rellenarla con un compresor de aire.

Con todo, los chilenos recuerdan Mongolia con cariño. "Terminó siendo el punto alto del viaje -dice González-. Hacer este rally implica salir a buscar problemas, y por eso mismo, que tuviéramos fallas con el auto era parte de lo que queríamos vivir: arreglártelas en medio de la nada, donde no aparece nadie, o si aparece, no va a entender tu idioma...".

La meta

Después de tres noches en Ulán Bator, los chilenos emprendieron el trayecto de poco menos de 600 kilómetros que los llevaría a la meta en Ulán-Udé, Rusia. El camino, pavimentado, era rápido. Llegaron la noche del pasado 7 de septiembre. Como era tarde, se fueron a dormir y dejaron el cruce de la meta para el día siguiente.

Cuando finalmente completaron la travesía, la gente los recibió con cerveza y algunos celebraban lanzando el polvo de los extintores y bengalas. "Todos se alegraban cuando un equipo terminaba; se felicitaban, compartían experiencias...", recuerda ahora Alonso. Las historias que registraban los organizadores de la prueba hablaban de equipos que habían vivido desde arrestos hasta otros que habían celebrado matrimonios en el camino mismo. El primer equipo en completar el circuito llegó a Ulán-Udé el 9 de agosto. De los 296 que partieron, terminaron 240. El resto de los grupos se retiró porque el auto no les dio, tuvieron problemas de convivencia o no les alcanzó el tiempo.

"Una aventura es solo una aventura cuando las cosas salen mal", era uno de los mensajes en el sitio web del Mongol Rally. Luego de 53 días de viaje, 20.355 kilómetros recorridos, 26 países visitados, tres desiertos, cinco cadenas montañosas, temperaturas entre los menos cinco y los más 44 grados Celsius, alturas de hasta 4.655 metros y convertidos en el primer equipo chileno en terminar el rally más largo del mundo, Alonso, González y Undurraga podían decir que eso era verdad.


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