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las madames francesas que enloquecieron la moda de 1900 en Chile

viernes, 06 de octubre de 2017

Por Sergio Caro.
Especial YA
El Mercurio

El amor por lo francés de la sociedad chilena entre finales del siglo XIX y principios del XX marcó los gustos de la época: todo era mejor si tenía la firma "Hecho en París". Y en los mismos barcos donde llegaba cuchillería Christofle y loza Limoges también arribaron las madames, que diseñaban y cosían lo último de las tendencias parisinas y que terminaron influyendo incluso en qué remedios tomar para la indigestión estomacal.



Hasta los franceses se quedaban de una pieza con el despliegue de atuendos que a toda hora lucían las chilenas de finales del siglo XIX y principios del XX en sus paseos por el centro de Santiago, o cuando iban a París. A menudo el motivo, más que admiración, era asombro: lo que ellas creían elegancia, resultaba ser el equivalente al recordado vestido-cisne de Björk o las transparencias de Cher en la alfombra roja del Oscar.

En su época, Alberto Blest Gana retrató esta obsesión por lo galo, por ejemplo, en el personaje de Agustín Encina, el afrancesado hermano de la heroína de "Martín Rivas", quien tras una breve estadía parisina volvía convertido en lo que hoy parece una caricatura, pero que entonces no era tan raro.

Para satisfacer los requerimientos de los gommeux -denominación gala para los exagerados imitadores de lo francés-, desde fines del siglo XIX el mercado chileno multiplicó su oferta de productos y servicios. De un día para otro, todo comenzó a ser francés, hasta los alambres. Las tiendas de todos los rubros incluían en su nombre denominaciones como "francés", "francesa", "parisienne" o directamente "París" o "Francia", convirtiendo las calles capitalinas en boulevards.

El origen de este fenómeno, según explica el profesor Francisco Javier González Errázuriz, del Instituto de Historia de la Universidad de los Andes, tiene una explicación política: tras la independencia de Chile, se produjo un corte con España, que era la principal influencia.

-Los países buscaron modelos distintos a seguir. El mundo sajón (Inglaterra y Estados Unidos) era complejo por temas de lengua, forma de ser, tradiciones y costumbres que no eran similares, entonces la cultura francesa entró fuerte en toda Latinoamérica -afirma este doctor en Historia de la Universidad de París.

González Errázuriz abordó todo este proceso en su libro "Aquellos años franceses", y cree que si bien la cara más visible de la influencia gala es la de la moda y costumbres, esta fue mucho más allá, abarcando desde la legislación hasta la educación, la arquitectura, el arte y la medicina, a partir de la llegada de especialistas provenientes de Francia traídos por el gobierno chileno para impulsar el desarrollo del naciente país en distintas áreas. Los ingleses, en tanto, impulsaron el comercio.

El historiador de la Universidad Católica Cristóbal García-Huidobro agrega otro dato: si bien la inmigración francesa en Chile fue numéricamente muy inferior a la alemana o la inglesa, su influencia fue mayor por cuanto en todo el mundo occidental del siglo XVIII-XIX la cultura francesa era considerada un ejemplo a seguir:

-La cultura más refinada, la ciencia y las artes encontraban su máxima expresión en ese país, o al menos eso era la imagen que tenía la élite -dice.

Un terreno fértil para que, entre la hornada de especialistas franceses que se asentaron en Chile, llegara una especial delegación que prometía a todas luces exclusividad, elegancia y distinción a las mujeres de la clase alta criolla: las modistas francesas, que traían sus moldes directamente desde París y que llegaban a Santiago a hacer gala de su sentido de la moda. Bastaba que agregaran cualquier término en francés a la publicidad que se hacían en ese entonces -como toilette o soirée- para convencer a las elegantes de la época de que la labor de estas expertas sería superior a lo que les podrían confeccionar las costureras nacionales.

Invasión de madames

Pero para entender por qué el trabajo de estas especialistas atrajo tantas miradas en Chile, antes hay que revisar un hito esencial que desarrolló el amor de las chilenas por lo francés: la Exposición Internacional de 1875.

El gobierno convocó casi dos años antes a esta muestra, para compartir el progreso alcanzado por el país desde su independencia. Se realizó en la Quinta Normal entre septiembre de ese año y enero de 1876, y fue algo similar a la Fisa que en el siglo XX organizó también la Sociedad Nacional de Agricultura. Ese mismo organismo fue el encargado de desarrollar el evento, por dictamen del entonces Presidente Federico Errázuriz Zañartu.

A la Exposición acudieron 19 países (incluyendo Inglaterra y Estados Unidos), de los cuales solo dos tuvieron un pabellón propio. Y el de Francia fue la mayor atracción, como cuenta el académico Francisco González Errázuriz:

-La gente quedó impresionada. Vio cuchillos Christofle, porcelanas de Limoges, también se trajeron pinturas. Chile era todavía aislado, pero la Exposición Internacional abrió las expectativas de los chilenos.

Así, mientras Santiago veía aumentar los pisos de sus construcciones, las chilenas dejaron sus opacos mantos solo para ir a misa -a lo más- y comenzaron a vestirse de esplendor parisino. El país vivía, además, una era de bonanza económica gracias a la industria del salitre, y el tipo de cambio favorecía que los chilenos adquirieran productos importados, ya fuera viajando personalmente o encargando por catálogo. No solo en la capital, sino que también en provincias, surgían establecimientos con nombres en francés, que se ufanaban de ofrecer exclusividades traídas desde París.

Entre las pioneras estuvo La Casa Francesa, sucursal de la parisina Grand Maison, que estaba en Estado con Pasaje Matte y tenía otra tienda en la calle Condell de Valparaíso. También la Casa Prá, que estaba en Huérfanos entre Ahumada y Bandera, hasta su derrumbe a fines de 1904. Recibían pedidos de provincia, que atendían "con toda puntualidad", por lo que invitaban a sus "distinguidas señoritas parroquianas" a no demorar sus encargos para cumplirles en la fecha debida.

Para hacer más asequible la moda, estas grandes tiendas trajeron modistas y sastres desde Francia para que confeccionaran en sus talleres la ropa diseñada en París. Luego, algunas(os) se independizaron, como Edgard de Lathouwer, quien llegó a los talleres de la Casa Francesa y luego abrió su propia sastrería en la calle Catedral. Otros se vinieron directamente a Chile a instalar sus negocios de diversa escala. La prestigiosa Sastrería Francesa del Pasaje Matte, por ejemplo, la fundó A. Delteil, quien había sido cortador de la Casa Pinaud.

Las modistas anunciaban su llegada a Chile en avisos económicos de la prensa, como por ejemplo: "Madame Rosa Franc tiene el honor de avisar a las señoras de Santiago que tiene abierto su taller de modas, calle Rosas 1011, esq. Puente", a lo que agregaba que pronto recibiría "buen surtido de CORSET de las mejores fábricas de París". O Madame Paladino (Miraflores 163), recién llegada de Europa, quien se anunciaba como "especialista en hechura sastre".

El París criollo estaba concentrado en el sector comprendido entre las calles Estado, Bandera, Catedral y la Alameda. Además de confeccionar prendas, las emprendedoras parisinas vendían productos importados como sombreros y ropa interior.

De las "dernières créations de Paris" disponía Madame Duchesne en Moneda 1037. A un par de cuadras, en Moneda 1330, Mademoiselle Bauduit tenía para su "distinguida clientela", cortes o varas de "jéneros (sic) de última novedad". En Bandera 521 estaba la Casa Duconte, donde Madame Duconte vendía "trajes Totteur, terciopelo para calle, capas de teatro y otros mui (sic) elegantes", así como "pieles lejítimas". Sombreros, trajes sastre, enaguas y velos "de alta novedad" ofrecía Madame Raymond Pujos en Huérfanos 1072, frente a la Casa Prá. Madame Gina Zerbi (Balmaceda 23) destacaba que sus sombreros en venta eran "de las más renombradas casas de París, como Félix, Valmont, Vasselin, Villetard, Borroco, Alfonsin, etc".

También había francesas como Madame Castagnol o las señoritas Capdevielle, que venían por una semana y publicaban el hotel en que se iban a hospedar para que sus clientas fueran a adquirir las novedades parisinas que habían traído.

La más famosa de las modistas francesas en Chile fue Madame Rochette, cuyos talleres estaban en Catedral 1037. Zig-Zag les dedicó en mayo de 1906 un reportaje, por ser "un modelo en su jénero". Además de considerarle "santuario de la moda" y "una sucursal viva y perfecta del buen gusto de París. Y sabido es que París es la patria del buen gusto y la parisiense la mujer más elegante de la tierra". Zig-Zag no ahorraba elogios para las costureras, "lindas muchachas de espíritu empeñoso y sincero", cuyas manos no solo transformaban las telas en la toilette de una mujer de mundo: "debajo de eso hai una atrayente psicología mundana (...) todo eso que entra en el arte de dejar contenta con su vestido a una mujer que va a un baile, al teatro, al paseo o a la intimidad de su casa", decía la publicación.

Trabajar con Madame Rochette daba prestigio como para emprender por cuenta propia. Ese, por ejemplo, fue el caso de Mademoiselle Virginie de Lathouwer, quien se estableció en 21 de Mayo 569 para recibir hechuras, especializándose en trajes y abrigos para ir al teatro.

No todas las madames, eso sí, eran modistas: Madame F. Porter abrió en Huérfanos 1426 el Instituto Hijienico (sic) de Belleza, con "productos científicos para el embellecimiento de la mujer". En tanto, Madame Marthrouet era una matrona con consulta en la calle Serrano, que se anunciaba en la misma sección de "El Mercurio" que Ernestina Pérez, la primera ginecóloga chilena.

Las chilenas de la época sabían muy bien qué exigirle a sus modistas francesas, gracias a las revistas que llegaban desde Europa, incluso traducidas al español (como "La Elegancia de París"), donde se detallaban las tendencias del vestuario emanadas desde la capital europea. Estas publicaciones, conocidas como figurines, además de bocetos traían moldes para confeccionar las prendas ilustradas, que las mujeres ocupaban habitualmente para llevar a sus refinadas costureras para que les cosieran copias exactas. 

La prensa local -incluido "El Mercurio"- también incorporó columnas sobre esta materia, enviadas desde allá por corresponsales francófonas. Y tal como en el presente ocurre con expresiones coloquiales argentinas y españolas, los galicismos comenzaron a enriquecer el habla de chilenos y chilenas. Aunque ante ojos y oídos franceses quedaran como rastaquouère, como apodaban a quienes  trataban de imitarlos.

A los europeos que visitaban Chile les impresionaba que las chilenas siguieran los patrones de la moda con más entusiasmo que las mismas parisinas. Había pautas de vestir para distintas ocasiones, pero como explica el profesor González Errázuriz, "acá asumieron que había que cambiarse de ropa a cada rato, y eso les llamaba la atención (a los extranjeros)". Asimismo, los comerciantes que aprovechaban este fervor consumista generaron muchas fashion victims:

-Traían moldes y las últimas colecciones, donde había cosas que eran más bien artísticas, que nadie en Francia las iba a usar, pero acá se lo hacían. Entonces las parisinas que llegaban (a nuestro país) se extrañaban de que (las chilenas) usaran unas modas que no eran de todos los días, o para algunas ocasiones. Hay cosas que no las supimos adaptar -agrega el historiador.

A su vez, cuando las latinoamericanas iban a París descubrían que las francesas eran mucho más sobrias para vestir, y que los dictados de la moda no eran tantos ni tan caprichosos como se los vendían.

Más allá del vestuario

La publicidad de comienzos del siglo XX refleja una verdadera obsesión por consumir productos galos: hasta el alambre para cercas tenía que ser francés, como el que importaba Luis Zegers, quien aseguraba que una reja de este alambre era mucho más resistente que el alambre de fierro recocido que se usaba en Chile. Con tantos aceites de hígado de bacalao en el mercado de principios de siglo XX, tenía que aparecer uno más chic: Morrhuol Chapoteaut, probado en hospitales parisinos para fortificar niños enclenques. O el del Doctor Ducoux, enviado desde París. Para la salud de las señoras, y los malestares del "flujo mensual", la medicina gala desarrolló Apiolina Chapoteaut.

En ese contexto, no fue raro que las mujeres francesas que se asentaban en Santiago producto del boom de la moda -y también otras que decían escribir desde Francia- influyeran a las chilenas más allá del vestuario. Damas francesas -con retratos dibujados- como Rosa Marchal, comerciante, o la joven modista Celina Bartet, destacaban las bondades de los polvos de Carbón de Belloc para aliviar malestares estomacales, en testimonios llenos de alusiones francesas. Hasta una condesa de apellido Fronsac escribía presuntamente desde el norte de Francia para recomendar el dentífrico Dentol, tan prodigioso "que no puedo ya prescindir de él".

Aunque en la época tanto afrancesamiento también generó críticas, y algo de mofa a las exageradas pretensiones parisinas criollas (las revistas hasta procuraban dar lecciones para emular la coquetería de las francesas), los historiadores Francisco Javier González Errázuriz y Cristóbal García-Huidobro concuerdan en que no se trata de algo que haya ocurrido solamente en Chile, ya que en mayor o menor medida la influencia francesa se sintió en toda la región. Tampoco lo consideran una señal de arribismo. El profesor García-Huidobro, de hecho, no condena el gusto por el lujo de la élite de fines del siglo XIX.

El historiador González Errázuriz sostiene que este auge francés duró hasta la I Guerra Mundial:

-No solo tiene un efecto económico, cambia el modelo porque se produce un cuestionamiento a esta Europa bárbara por la guerra, y los flujos de influencia cultural disminuyen mucho. Después de la guerrra, Latinoamérica queda más ligada a Estados Unidos, del punto de vista económico. También surgen una serie de nacionalismos, en Argentina, Chile, el criollismo, que es buscar las propias raíces.

Hoy, el legado francés más relevante sigue presente, desde la arquitectura a la institucionalidad. Pero también en detalles tan cotidianos que pasan inadvertidos, como observa Cristóbal García-Huidobro:

-¿Por qué cuando contestamos el teléfono decimos aló? Los argentinos no contestan así, ni los mexicanos. Tampoco es que seamos los copiones del barrio, es parte de la idiosincrasia de todos los países del mundo copiar lo que consideran superior o más refinado; es desear ser mejores.

Damas como Rosa Marchal, comerciante, o la joven modista Celina Bartet, destacaban las bondades de los polvos de Carbón de Belloc para aliviar malestares estomacales, en testimonios llenos de alusiones francesas.

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