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Emily Dickinson

Cuando estás sola en tu rebelión

martes, 03 de octubre de 2017

Por María José Viera-Gallo
Reportaje
El Mercurio

Hija de su época y madre de la nuestra, la figura misteriosa de la más grande poeta norteamericana del siglo XIX hoy resulta tan vigente como fascinante. Todos aman a Emily; los académicos, los millennials y yo.



Estamos a mediados del siglo XIX, a una hora y media de Boston, en el poco trascendente pueblo de Amherst, en Massachusetts. La Guerra de Secesión Americana está por comenzar. Tres huracanes sin nombre azotan la costa este. En una habitación de papel mural floreado, piso de parquet y escritorio de madera, Emily -30 años, colorina, rígida partidura al medio, ojos espaciados- escucha que la llaman al otro lado de la puerta y no responde.

Se acabaron las salidas al jardín, las limonadas recién exprimidas a la hora del té, las tertulias con los hermanos Austin y Lavinia, los cotilleos con las amigas afuera de la iglesia. En el jardín han brotado las flores, qué importa. Un joven poeta quiere conocerla, que le hable a través de las escaleras. La decisión de Emily Dickinson es radical y no hay vuelta atrás: confinarse en su pieza a escribir poesía.

Nosotros, sus futuros lectores, nos enteraremos de todo esto sólo cuando muera en 1886-a los 55 años, por insuficiencia renal- y su hermana Lavinia, Vinnie, encuentre casi dos mil poemas guardados entre sus cajones. En 1950 la Universidad de Harvard comprará sus manuscritos y derechos de publicación y la crítica literaria la ungirá como la madre de la poesía norteamericana.

Aún así, no es fácil acercarse a Emily. A cada intento se choca con la puerta de la habitación donde se encerró a escribir durante veinte años hasta el día de su muerte, sin dar ninguna explicación. "Escribo como hace el niño cerca del cementerio, porque tengo miedo", dijo. Hoy día Google la detecta rápidamente como "la poeta reclusa", pero quién es Google para saber quién fue realmente Emily Dickinson.

Casi dos siglos después, hay quienes todavía se preguntan -con cierto paternalismo- cómo es posible que esta mujer que vivió en un pueblito al norte de Estados Unidos a mediados del siglo XIX, lejos de los grandes movimientos literarios de Europa, haya podido cambiar la forma de entender y de hacer poesía. Sus poemas son breves y a la vez complejos. Miniaturas del alma o ensueños que interrogan el sentido de ser y estar en este mundo.

Del asombro al morbo hay un paso y son tres las incógnitas que pesan sobre el fantasma de Emily. Por qué nunca se casó, por qué se recluyó del mundo exterior y, por último, por qué no publicó.

Las biografías más elementales siguen refiriéndose a ella como la mujer poeta reclusa no reconocida en su tiempo, lo que a 130 años de su desaparición suena literal y obsoleto.

Emily Dickinson fue más que una poeta, más que una mujer, más que una reclusa, más que su propio tiempo. En un mundo demasiado legible como el de hoy, es una buena noticia que al menos ella siga siendo ilegible.

Emily la Extraña

Miro su único y célebre retrato. Aparece de 17 años impregnada de un aire de cuento gótico y sonatas de Liszt, vestido negro austero, cintita cruzada al cuello y una mirada capaz de traspasar los siglos que nos separan. Es la mirada de alguien, como diría su hermano Austin, "que observó las cosas directamente y tal como eran".

La foto fue tomada en 1847 cuando Emily -quien amaba la geología, la botánica, la filosofía- ingresó a estudiar a Mount Holyoke, uno de los pocos colleges para mujeres. Duró poco. Creyente pero de espíritu libre, se negó a seguir las prácticas protestantes de salvación de los pecados y terminó saliendo de un portazo. "Estás sola en tu rebelión", le gritó la fundadora del instituto, la respetada Mary Lyon.

Hoy Emily Dickinson ya no está sola en su rebelión. De los fantasmas de los poetas muertos, es una de las más buscadas, citadas, veneradas e imitadas. Para su cumpleaños -el 10 de diciembre- se organizan maratones de lecturas en su tumba. Los poetas millennials le escriben versos en su muro de Facebook. Sus fanáticos pagan hasta 100 dólares por pasar una hora en la habitación de su casa familiar en Main Street, Massachusetts, convertida hoy en un museo "boutique".

Tras su expulsión del instituto, Emily se sumergió en el oasis puritano pero intelectualmente estimulante de su familia. Su padre, Edward Dickinson, era un severo, culto y rico abogado calvinista muy influyente en el pueblo. Su madre, un ama de casa algo desdibujada en su melancolía. Detrás de la fachada amarilla de dos pisos se rezaba y se leía con igual devoción. Emily y Lavinia tenían permiso para asistir a clubes de lecturas donde se discutía desde los últimos versos de Keats y Browning a novedades "oscuras, escritas por mujeres" como las novelas de la otra Emily (Brontë) y de su hermana Charlotte. La atención intelectual de la familia, sin embargo, las fichas de los honores futuros, estaban puestas en el único hijo hombre, Austin.

Se sabe que el primer cuaderno de Emily fue un herbario con cuatrocientas flores y plantas etiquetadas con su nombre (su reciente versión restaurada y digitalizada se puede hojear en la web de la Universidad de Harvard).

A los 25 años, las flores se hicieron verso y Emily empezó a escribir a toda hora; en servilletas, envases de chocolates, dorsos de sobres que luego pasaba en limpio en cuadernos cosidos a mano por ella misma. Los poemas eran meditaciones profundas y sensibles sobre la naturaleza, el dolor y la muerte.

No es que el morir nos duela tanto/ Es el vivir / lo que nos duele más/ Pero el Morir/ es un camino distinto/ Una variedad detrás de la Puerta/La Costumbre Sureña/ del Pájaro/ Que antes de que lleguen las heladas/ Acepta una Latitud mejor/ Nosotras/ somos los Pájaros/ que se quedan.

Un día su prima le preguntó por sus planes de matrimonio. Emily le dijo que no pensaba en casarse. Sus razones: "Mi padre me deja escribir entre las tres de la mañana y el amanecer, ningún marido me lo permitiría". Años después, agregaría en una carta dirigida a su amiga del alma, futura cuñada y editora en la sombra, Susan Hungtinton Dickinson: "Cuando están demasiado cerca, los hombres me sofocan".

Si Emily se casó con alguien fue con la poesía.

Reducir su compromiso artístico a un problema de personalidad es el primer error que cometen quienes ven en ella a una tímida señorita de buena familia, encerrada en su casa a imaginar una vida que no podía tener. Se ha dicho que su encierro derivó de una obsesión mística, que fue un autocastigo para reprimir su deseo sexual y resguardar su virginidad. Que su decisión de vestirse de blanco tras la muerte de su padre, fue un gesto de excéntrico puritanismo. Que sufrió el trauma de una pena amorosa. Tal como lo registran sus cartas, su soltería no le impidió enamorarse (de al menos un reverendo, un editor y un juez 18 años mayor, todos casados) y lo que debía reprimirse a diario, lo redimió por escrito. Ya son un mito las tres famosas cartas de amor y sumisión dirigidas a un anónimo "Master" (Un amo), las que al parecer habrían sido ejercicios literarios ideados por su ilimitado ingenio.

La crítica feminista ha sido la primera en defender la hipótesis de que la poeta no era ni santa ni perversa. De amar a alguien fue a la brillante y carismática Susan, su cuñada, a quien le escribió 300 cartas. Emily la visitaba a diario al otro lado de la reja del jardín donde vivía con su hermano, para leerle sus poemas y recibir sus correcciones. Durante sus años más ensimismados fue la única persona con la que hablaba.

"Oh Susie", le escribe en 1852, todavía veinteañera, "con frecuencia pienso que intentaré decirte cuán querida me eres, y cómo estoy aguardando tu llegada, pero las palabras no llegan, aunque sí las lágrimas, y aquí estoy frustrada -sin embargo, querida, tú lo sabes todo- entonces ¿por qué trato de decírtelo?".

¿Importa si Emily Dickinson vivió o imaginó todo lo que escribió?

Una de sus mejores estudiosas, la poeta Susan Howe, autora de "Mi Emily Dickinson", no se enreda en la cuestión sobre su sexualidad, y la describe como "una eremita que trabajó sin el estímulo o el interés verdadero de su familia o sus iguales".

Cuesta entender su actitud sin los aires puritanos, sombríos, cargados de miedo, que enfriaban las colinas de Nueva Inglaterra Massachusetts alrededor de 1800.

Emily eligió llevar una vida ermitaña porque estaba consciente de lo que quería (escribir) y de los obstáculos que se le presentaban en el camino: casarse, formar una familia, ir a la iglesia. También llevar una vida doméstica, social y cultural a tono con su entorno burgués.

Mientras un escritor como Herman Melville podía aventurarse en un barco y escribir Moby Dick o Henry David Thoreau registró la experiencia de vivir en un bosque durante dos años, Emily, y cualquier otra escritora de su época, estaba obligada a dar vueltas en su jardín. Consciente de su desventaja, desarrolló su libertad creativa en el único lugar donde le era permitido hacerlo: en la casa de sus padres. Quedarse en su habitación de infancia, ser indefinidamente hija en lugar de esposa y madre, fue su más grande y secreta rebelión.

Silvina Ocampo, quien la tradujo obsesivamente a fines de los años 70, entendió esto antes que nadie. La soledad de Emily Dickinson, se lee en el prólogo de Poemas (editado por Tusquets), no le parece extravagante sino el efecto de una convicción que ella también defendía: "Todos los que se dedican a un arte, deben renunciar a vivir". La académica británica Lyndall Gordon -experta en biografías de autoras como Virginia Woolf y Charlotte Brontë- sostiene en su aclamado estudio sobre Dickinson ("Lives Like Loaded Guns", aún no traducido al español) que su retiro fue estratégico. "Su quietud no fue una renuncia a la vida sino una forma de control". Esto, según Gordon, se habría agravado por una epilepsia que Emily mantenía secreta.

Lo cierto es que sola y sin ningún manifiesto, Emily Dickinson inauguró el derecho al famoso cuarto propio que después defenderían Virginia Woolf, Sylvia Plath, Adrienne Rich y el feminismo. Validó, a costa de especulaciones y conjuras, ese espacio de intimidad que hoy nuevas Emily con laptop practican con toda confianza.

Sola con todo el mundo

Contrariamente a lo que Google y sus algoritmos piensan, Emily Dickinson mantuvo una gran red de conexiones con conocidos y extraños. "Mis mejores amistades son aquellas con quienes no he emitido palabras", decía.  Sabía lo que pasaba en el medio literario más que cualquier poeta de salón y estaba suscrita a periódicos que la mantenían informada. Siempre estaba intercambiando cartas con editores, periodistas y amigos, a quienes les regalaba poemas para Navidad y cumpleaños llenos de códigos íntimos. Algunas de sus cartas más breves parecen verdaderos mensajes de texto.

Sin internet, pero con suficiente papel y tinta, no es exagerado decir que Emily Dickinson fue la primera poeta que supo mantenerse aislada y, sin embargo, conectada al mundo.

Este año la prestigiosa Morgan Library de Nueva York la sacó definitivamente del clóset de las reclusas y le dedicó la primera gran exposición, "I'm Nobody! Who are you?", que revela cuán sociable, gozadora y enchufada era Emily.

Un sinnúmero de cartas, objetos personales, ilustraciones, cuadernos -entre estos su maravilloso herbario- testimonian que tuvo una vida real más allá de la etérea o espiritual que le conocemos. Sufría por los largos inviernos en Massachusetts y prefería estudiar que hacer tareas domésticas. Respetaba pero temía a su padre, vivía preocupada del fluctuante estado de ánimo de su madre y adoraba a sus hermanos. Estaba pendiente de la guerra y de los soldados muertos. Profesaba devoción a amigos y amigas, por igual.

El contenido de sus escritos, el tono de su voz, resuenan sorprendentemente íntimos y sinceros, como si no proviniera del siglo XIX, sino de un tiempo y un lugar cercano. Sus formas de escritura se adelantan a las vanguardias que no conoció y cruzan los límites entre intimidad y arte (de una Tracey Emin, por ejemplo) como se ve en sus poemas manuscritos en reversos de sobres y publicados recientemente como "The Gorgeous Nothings".

La reciente película "Una pasión tranquila" de Terence Davies, también aterriza su figura, sacándola de la jaula de las locas y mostrándola como una chica de la Costa Este norteamericana adelantada a su tiempo.

A pesar de las cartas que sostuvo con al menos tres editores, nunca logró publicar (excepto una decena de poemas en algunos diarios). Admiraba a otras escritoras de éxito, como George Eliot, pero prefería conseguir la sintonía literaria de unos pocos que la fama gratuita. No transaba con cambiar los famosos guiones de sus poemas. Solo la opinión de Susan era capaz de hacerla reescribir una estrofa.

Hoy día sus biógrafos coinciden en que Emily no se esforzaba en caer bien y su imagen no respondía nunca a las expectativas que los demás proyectaban en ella. Se sabía peculiar y se protegía en su propia extrañeza de manera lúdica.

Su principal confidente fue el crítico y editor liberal del diario The Atlantic, Thomas Higginson, quien parecía más intrigado por todo lo que se rumoreaba de ella que por su poesía. Cuando en una carta Higginson le pregunta por sus amistades, ella responde abiertamente: "Mis compañeros, son las colinas, señor, y el atardecer, y un perro tan grande como yo que mi padre compró para mí. Son mejores que los seres humanos porque saben todo, pero no hablan; ah, y el sonido del estanque al mediodía, que es más ruidoso que el de mi piano".

En otra ocasión Higginson le pide que le envíe una foto y ella se rehúsa a hacerlo, escribiéndole con ironía: "Soy pequeña como el gorrión, y mi cabello es rebelde como el erizo de la castaña. Y mis ojos como el Jerez que el huésped deja en la copa".

Tras años de relación epistolar, Higginson consiguió ir a verla a su casa. Se dice que Emily se acercó a él con dos lirios que dejó en sus manos. Apenas conversaron. Ella le dijo una frase que después se recogería en prólogo y contratapas de sus poemas reunidos: "Si un libro hace que sienta mi cuerpo tan frío que no hay fuego que lo pueda calentar, eso es poesía". A su regreso -el editor quien impulsó la primera edición póstuma de la poeta- opinó que Emily Dickinson "era menuda, intratable y le ponía los nervios de punta. Me di cuenta de la vida anormal que tenía".

Lo que ayer era anormal, puede que hoy ya no lo parezca tanto. O tal vez sí, pero en su sentido más amplio y posmoderno, colindante con lo original y lo cool. En una cultura deslavada de misterio y de tragedia, Emily y sus hijas "raras" brillan como nunca antes. Pienso en el revival que ilumina a Carson McCullers, Sylvia Plath, Anne Sexton, Katherine Mansfield, Jane Bowles o el culto que persigue a Amélie Nothomb, Fleur Jaeggy o Joyce Carol Oates. Ya no son las borderlines, excéntricas, sufridas, suicidas y enfermas de la literatura, sino sus princesas.

Cuando Emily murió en la primavera de 1886, Susan vistió a su amiga con una bata de franela que ella misma confeccionó, le consiguió un ataúd blanco, y rodeó su cuello de orquídeas y violetas (símbolo de la lealtad) y dos heliotropos en cada mano (símbolo de devoción).

Fue la despedida de la única persona que llegó a conocerla y a quererla en toda su complejidad.

La lección de ser nadie

Cuando ahora golpeamos la puerta de la habitación de Emily Dickinson ya nadie imagina a un pajarito en una jaula solfeando al amanecer un canto desesperado. Lo que aparece al otro lado del cerrojo es la versión original de un tipo de escritora ensimismada, intensa y autosuficiente que perdura hasta hoy día; el arquetipo de una chica norteamericana freaky atemporal que reconoce y cultiva su propia extrañeza como un regalo; un ser humano que mira hacia adentro en un entorno que está mirando hacia afuera.

¿Quién eres Emily Dickinson? , me atrevo al fin a preguntar.

¡Yo no soy Nadie! -me dice como en su preciado poema- ¿Quién eres tú? ¿Tampoco eres Nadie tú? Ya somos dos/ ¡Pero no lo digas! Ya sabes, luego se percatarían. ¡Qué terrible ser Alguien! ¡Qué público decir tu nombre Cual Rana/ todo el santo día/ Para que un Tronco se asombre!

Dickinson inauguró el derecho al cuarto propio
que después defendería Virginia Woolf. Un espacio de intimidad que las nuevas Emily practican con toda confianza.

Emily Dickinson es más comprendida ahora que en su época. Es la imagen de la artista independiente,  aislada pero conectada al mundo, cuándo quiere y cómo quiere.

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