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Cristián Warnken

"No hay recetas y no hay respuestas para este dolor"

sábado, 05 de agosto de 2017

Por Carla Mandiola G. Fotos Sergio Alfonso López Dirección de Arte Manuel Godoy
Reportaje
El Mercurio

Han pasado 10 años desde que Clemente, el hijo de Cristián Warnken y Danitza Pavlovic, falleciera en un accidente en la piscina de su casa. Desde entonces, él no dejó de escribir y su duelo está plasmado en su nuevo libro de poesía. En esta entrevista recuerda a su hijo, el dolor incesante y el miedo: "Todos queremos tener un control absoluto de la existencia, pero la muerte y el dolor se nos meten por los lados y nos hacen papilla", dice.



Afuera, el jardín crece sin podar, dos bicicletas descansan en el piso y todo está cubierto de hojas secas. En el fondo hay una mesa con bancas de madera, como sacada de un camping, y al lado, una cama saltarina con una pequeña silla al lado. El único sonido es el de los pájaros.

Adentro, Cristián Warnken está sentado en su living rodeado de libros, cuadros, un piano y los juguetes de sus hijos repartidos por todos lados. El poeta de 56 años saca sus anteojos de un estuche, se los pone en la punta de su nariz y abre Un hombre extraviado. Es su reciente libro de poemas sobre el duelo por Clemente, su hijo de 2 años y nueve meses, que falleció en diciembre de 2007, tras caer a la piscina de la casa.

Tose un poco y lee con voz serena, aunque las palabras las sabe de memoria:
Tengo miedo
Miedo de que ya no seas nada
Este miedo es
un agujero negro
que se traga toda la luz
del mediodía
Y ahí me lanzo
en la grieta vertiginosa
de tu ausencia
Y en ella me ahogo
como tú en la piscina
de nuestro jardín

-A mi hijo le fascinaba el agua, era loco por ella. Veía una fuente y saltaba de alegría. El agua era una cosa tremenda. Es un ser del agua. Si hubiera tenido una anterior reencarnación, hubiera sido alguien que venía de un mundo acuático. Yo amo el mar, me gusta meterme en él. Pero ahora me he puesto más prudente, porque tengo hijos, le tengo respeto.

-¿Se alejó del agua después del accidente?

-Estoy completamente reconciliado con ella. Amo al agua en todas sus versiones, soy devoto de la lluvia, del mar.

El agua es algo bendito. Días después de que pasó el accidente, mi gran amigo y poeta Diego Maquieira, a quien considero uno de los tipos más lúcidos y buenos que conozco, tuvo una idea. Me dijo que no nos fuéramos de la casa y que nos metiéramos todos a la piscina y nos bautizáramos ahí. Así de brutal. Fue tremendo cuando me lo dijo, pero sentí que lo que él decía tenía pleno sentido. Pocos días después juntamos a nuestros amigos, y con mis hijos y mi mujer nos bautizamos en la misma piscina.

Cristián Warnken hace una pausa, vuelve a tomar su libro y lee:

Salimos al jardín
a recoger tu carne alba
tu risa detenida
y tus brazos rotos
No es fácil acunar a un pájaro caído
pesa en nuestras manos
como el mundo entero
El jardín llora
la piscina llora
los árboles lloran
Me dicen
que lo sienten tanto
que no nos vayamos de aquí
que no huyamos del paraíso
que algún día será restaurado
con cada hoja caída
y cada pájaro
con tu risa y nuestro llanto

Desde el día del accidente de su hijo, Cristián Warnken cuenta que comenzó a escribir frases, párrafos, poemas, ideas, hasta que llenó cinco cuadernos. Después de años, y sin premeditarlo, su duelo quedó impregnado en el papel. Juntó los escritos y decidió que esos poemas serían un libro, una edición privada para su familia, para cuando sus hijos crecieran.

Warnken admite que soltar el libro no fue fácil. Pero que cambió de opinión y lo quiso hacer público. Fue después de que lo invitaron a un encuentro con médicos y paramédicos que trabajaban con niños con cáncer terminal, en Viña del Mar.

-Se generó una conversación a partir de los textos y ellos me dijeron que por favor hiciera algo con los poemas y, si lo hacía, que avisara. Me dijeron que el texto les ayudaba mucho a poner palabras a lo que sentían. Ahí me di cuenta de que el libro tenía un sentido para esas personas.

Cristián Warnken habló con Ernesto Pfeiffer, uno de sus exalumnos, y le pidió que fuera el editor de su libro. Mientras él se imaginaba un libro pequeño, sin imágenes y lleno de citas a poetas, Pfeiffer le sacó todas las referencias a otros artistas y le pidió a Danitza Pavlovic, esposa de Warnken, que publicara sus ilustraciones en el libro: dibujos con colores fuertes que representan agua, barcos de papel y a un niño.

Hace tres semanas, Editorial Pfeiffer lanzó el libro Un hombre extraviado con solo mil copias, que ya están cerca de agotarse.

-La idea del libro es salirse de los clichés con los que uno aborda esto. Antes publiqué un libro totalmente distinto, Las palabras del chamán en el fin del mundo, muy importante para mí, pero menos directo y menos fácil de leer. Antes me negaba a escribir así, porque para mí la poesía es demasiado importante como para publicarla.

Cuando uno tiene figuras tutelares tan grandes cerca, como Enrique Lihn, que es mi tío, chuta, es difícil escribir.

-¿No era receloso de que alguien editara algo tan íntimo?

-No. Hay cosas que uno protege, cosas que me sugirió sacar y las defendí y él aceptó. Después yo agarré el impulso y empecé a podar; tomé el impulso de cortar y corté, corté, corté, y lo limpié lo máximo que pude.

-¿De qué cosas limpió su libro?

-Una de las cosas de las que me preocupé fue de limpiarlo de citas. Soy como un citólogo profesional, pero mi editor me hizo ver que a veces las referencias no son necesarias cuando se habla de algo tan personal. Hay poemas que saqué, como un sueño muy bonito que tuve. Quizá el único sueño que he tenido con él. Quizá lo protegí. Con el libro me interesaba mostrar la soledad de quien sufre esto, en un mundo donde todos queremos soluciones rápidas, el duelo es un dolor y quería mostrar algo de la enfermedad que tiene la primera etapa.

-¿En qué sentido es una enfermedad?

-No me gustaría dármelas de experto, pero una experiencia tan traumática como esta produce un shock que deja un impacto en todo tu ser, en tu psiquis, en tu cuerpo. Y una de las primeras cosas que produce, y eso está estudiado en la psiquiatría, es la sensación de no tener domicilio. Creo que la primera etapa es brutal y lo que está traducido en los poemas son las sensaciones, los miedos. Creo que es una bitácora en un momento en que uno está en un viaje, en un naufragio, en una tempestad, y uno va tomando notas de lo que puede en ese momento, cuando el barco se está moviendo para todos lados.

Duérmete mi niño -te dije
tantas noches
en las que llorabas y tenías miedo
¡Y cuánta razón tenías
de temerle
a la noche insondable
y asesina!
Ahora te digo yo a ti:
despiértame de una vez
de esta pesadilla
de este miedo y de esta pena
que me devoran.

-La palabra puede en un momento anestesiar la experiencia que estás viviendo. Pero hay que tener cuidado de no abusar de ellas y de no usar otras que pudieran cumplir la función de cubrir. Hay que tener cuidado con las palabras con las que uno se miente a sí mismo, con las que uno empieza a cubrir y te pueden alejar de una búsqueda que se abre. Todo lo que digo es muy personal, porque cada uno vive las experiencias de maneras distintas. No soporto a los que dan cátedra del duelo, los que tienen clara la película de qué es un duelo. Decir qué es esto o que ya se solucionó. Lo que yo llamo el duelo exprés, creo que lo único que hace es alargar más el duelo y hacer que el proceso que cada uno tiene que hacer, el viaje personal, al final se postergue nomás. Como chutearlo. Como meter la mugre bajo la alfombra.

-¿Cómo se hace un duelo exprés?

-Yo he escuchado a varios sacerdotes haciendo misa y hablando de la muerte de una persona, de un niño, con una frialdad...: "Ya está en el cielo, es un angelito, ya se cumplió la tarea", y los papás podrían estar casi felices de que se haya cumplido eso, porque está con el Señor, que es la máxima expresión.

Me dicen:

Silencio, silencio
el cielo va a dar a luz a un ángel
Y yo pregunto:
¿Alguien ha escuchado
cómo la tierra devora
a los niños muertos?

-Me molesta ese simplismo, una ramplonería brutal desde mi punto de vista. Y ese consuelo exprés evidentemente lo dice alguien que no ha vivido ese sufrimiento, que no ha estado cerca de eso y que no tiene empatía con ese dolor. Es alguien que está privilegiando su visión, una visión teológica, abstracta, pero que no está encarnando en una experiencia humana concreta. Hay un abismo. He leído tantos libros sobre esto, algunos buenos y otros malos, tantos libros de autoayuda que me llegaron, llenos de clichés, de ideas hechas, también de personas que hablan del sufrimiento sin haber vivido realmente el dolor.

-¿En el duelo sintió una especie de esquizofrenia, de no creer lo que vivía? ¿La sensación de despertar y no saber qué había pasado?

-Efectivamente, hay momentos en los que uno puede colocarse desde afuera y decir: "A ver, ¿esto me está ocurriendo a mí?, ¿es verdad lo que está ocurriendo?". Hay un punto en que probablemente el impacto es tan fuerte que hay algo en la mente de uno que dice no, esto no puede ser verdad. Creo que mucha gente tiene esa sensación cuando tiene un accidente o recibe una mala noticia intempestiva, y ahí comienza todo un proceso en el que uno vive las cosas como una irrealidad, como que no me está pasando esto a mí, le está pasando a otro. Es casi como una autodefensa, decir que esto no puede ser verdad. Pero resulta que sí lo es. Mi libro es un antilibro de autoayuda. No hay recetas y no hay respuestas para este dolor.

-Muchas familias, después de un accidente así, se hubieran cambiado de casa, como una forma de alejarse de los recuerdos. ¿Por qué la decisión de ustedes de quedarse?

-Es una decisión muy íntima que prefiero guardarla, no ventilarla. Es una decisión muy pensada.

-Uno de sus poemas dice: "Hay cada vez más picaflores en nuestro jardín / y tú ya no volverás?". ¿Cómo sobrevivió a permanecer en el mismo lugar donde Clemente se fue?

-Con cuidado con la sobreinterpretación de los signos y sobre todo los símbolos, porque cuando aparecen como regalos, uno tiene que cuidarlos. Creo que la vida está llena de espacios delicados, de pequeñas epifanías que tienes en el día, y si uno está alerta y tiene la mirada del asombro, se va a encontrar con miles de estos detalles. Y hay que dejarlos, cuidar a esos símbolos con el silencio, contemplarlos y esperar. Lo peor que uno puede decir es que los colibrís significan esto, aunque para algunos pueblos precolombinos son el símbolo de la reencarnación o el espíritu. El otro extremo es decir que todo es un azar. Hay un misterio, el hecho de estar vivos es un misterio y lo más honesto ante las cosas es decir no sé, es un estar abierto.

-¿Sintió en algún momento que sobreexplicó las cosas?

-Claro que sí. Yo soy una persona que se mueve en el ámbito de la reflexión intelectual, de las lecturas y lo primero, en forma instintiva, es la tendencia a intelectualizar, para de alguna manera tranquilizar y dopar el dolor y la experiencia. En cosas tan íntimas como estas, tan delicadas, hay que tener cuidado con la intelectualización, porque en el fondo el intelecto tiene que callarse un poco, mantener el silencio. Es un trabajo de toda la vida, suspender el juicio, detener la chicharra, abrir el ser a la sorpresa de algo que va a venir desde afuera y no desde dentro tuyo.

-¿Qué leyó en ese tiempo para callar esa voz interior?

-Al comienzo no quería leer ningún libro, pero un amigo me regaló uno de un estudioso italiano de Dostoievski. Y allí hay un episodio que me dijo mucho más que millones de clichés que tuve que aguantarme durante todos estos años. Era un episodio sobre una mujer que pierde un hijo y va a ver a distintos sacerdotes, y le tiran la prédica, que se confiese. Hasta que llega a un monje ortodoxo que le dice que llore. Yo creo que eso hay que hacer en el duelo de otra persona, llorar con él. Partamos por ahí; después aconsejarlo; pero primero, llorar. Afortunadamente, encontré personas, no muchas, que estaban viviendo una situación paralela y que lloramos, quizá en silencio, pero lloramos juntos de verdad.

-¿Cómo era la reacción del resto frente a su duelo?

-Todos los que te quieren, quieren apurar esto. He pensado en lo que Byung-Chul Han define también como la sociedad del rendimiento, donde cada uno se convierte en el explotador de sí mismo y quiere el máximo rendimiento positivo en todo lo que haga. En lo profesional, que te lleva a la sociedad del estrés, la persona trabajólica quiere llegar al máximo, quiere cumplir las máximas metas, más allá de lo que su cuerpo le pide.

También en el terreno de lo físico, corporal y hasta en el terreno espiritual. En esa sociedad del rendimiento, todo tiene que tener un resultado positivo. La negatividad es eliminada, todo lo que estorbe para llegar a esa positividad: el sufrimiento, el dolor, la angustia. De alguna manera, el duelo transgrede esa eficacia, porque el mundo quiere seguir funcionando.

-Tres días después del accidente se publicó la carta que le escribió a Clemente.

-No sé cómo la escribí, no sé cómo la mandé. Si hubiera pensado más, esa columna no la mando. Es mi deber ser, siempre he sido mateo. Me acuerdo de que estaba en la casa de mis suegros y tenía que mandar la columna. Me senté frente al computador y pensé, de qué voy a escribir, es absurdo pensar en actualidad, fútbol. Y ahí salió ese texto a Clemente. Esa fue mi manera de llorar, lloré con palabras.

-¿Cuáles fueron las repercusiones?

-Me expuse a compartirlo con muchos seres humanos. Eso tuvo una parte tremenda, terrible, quedé sobreexpuesto, quedé más vulnerable, pero al mismo tiempo me permitió conectarme con los que han sufrido experiencias parecidas a las que nosotros habíamos sufrido. Uno quisiera que el dolor fuera único, pero fue interesante tener el privilegio de conocer a otra gente. Pero tuve que poner filtro, me invitaron a miles de encuentros, aunque uno tenía pálpitos de a quién responderle. Algunos casos solo era acompañarse y hablar el mismo idioma, en un momento en el que uno se siente muy solo. Todos queremos tener un control absoluto de la existencia, pero la muerte y el dolor se nos meten por los lados y nos hacen papilla.

Luego de 39 desgarradores poemas, hay un quiebre en Un hombre extraviado. Una ilustración con tonos más oscuros y destellos amarillos en el fondo da el comienzo a "La voz de un niño". Warnken dice que pasaron años después del accidente antes de que escribiera ese poema, con el que cierra el libro.

Tengo un padre muerto
entre mis brazos
y lo acuno para que despierte
Le hago respiración boca a boca
al ahogado
Pero él quiere seguir muriendo
No entiendo por qué no abre sus ojos
¿Está jugando o está muerto?
¿De qué cielo cayó?
¿Dónde quemó sus alas?
Lo encontré al fondo de mi jardín
un mediodía de verano
entre un mar de pájaros
Me pesa mucho este padre muerto
se puso tan extraviado al mediodía
Este padre yerto, sordo y ciego
perdido entre mis brazos
¡Ya no puede volar!

-Ese poema lo escribí sin pensarlo y me gustó que se metiera ahí otra voz. Darle la voz al niño, es decir, que la experiencia del duelo es parcial, y esto tiene muchas más dimensiones. Es como un ahogado, que mientras se ahoga probablemente no está viendo otras cosas. Hay un riesgo de caer en el ombliguismo. Puede haber un narcisismo en el duelo, una autocomplacencia. El último poema impugna muchas cosas, es una parada de carro de otra voz, porque el que está muerto no es el niño, sino que es él. Y quiere seguir estando muerto. Rompí las certezas de mi duelo incorrecto, el duelo que se oponía al mercado del consuelo fácil. Es como una cachetada al ahogado. Ahí sentí que el libro estaba cerrado.

Cristián Warnken se levanta del sillón de su living y pareciera que su cabeza va a chocar con el techo: mide 1,94 metros. Camina por el primer piso y sube la escalera, con libros repartidos en los peldaños, hasta llegar a su biblioteca personal: dice que contó los seis mil libros que descansan en los estantes de madera.

Ahí pasa la mayor parte del día si no está en Valparaíso: es el director de la editorial de la Universidad de Valparaíso y viaja todas las semanas hasta el puerto. Además de sus columnas, hace talleres dos veces a la semana, y un ciclo de pensamiento propio -una tertulia con público-, donde el tema de este año es lo humano en la era digital. Participa constantemente en charlas y ciclos, como la organizada por la Fundación Hypatia la semana pasada. Dice que no extraña la televisión, pero que a veces sí a la radio.

-Hoy, el taller "Viaje a la palabra" es mi actividad central, junto con la editorial. Llevo 18 años haciéndolo y más que un conjunto de charlas académicas sobre literatura es invitar a las personas a hacer un tour a las grandes fuentes de libros que me han marcado de toda la literatura universal. Desde Mesopotamia hasta Chile. Es un viaje que intento que sea apasionado, con mucho entusiasmo. Es un gimnasio para el alma, voy a transmitir con la mayor pasión lo que para mí ha sido decisivo.

El "Viaje a la palabra" de este año comenzará el 23 de agosto y las inscripiciones están disponibles en viajealapalabra.cl. Dice que anteriormente hizo clases a Isabel Parra, ministros, obreros becados, dueñas de casa. Desde antes del accidente ha trabajado ahí el tema del dolor en la literatura. Esta es parte de su terapia.

-¿Qué aprendió en este tiempo?

-No tengo ninguna lección que dar ni predicar, lamentablemente. Lo único que tengo es el libro. La palabra lección me complica. No siento que tenga autoridad moral ni pergaminos, ni más respuestas como para dar ninguna lección a nadie. Ni siquiera a mí mismo. No podría dar una conferencia sobre el dolor, sobre el duelo. Lo único que tengo es una experiencia, un viaje íntimo, que intenté traducir en palabras, en poesía.

-¿Qué aprendió de Clemente?

-Me cuesta hablar de él. Me hubiera encantado escribir un poema sobre él. Y algún día a lo mejor lo voy a escribir. Los niños son tan transparentes y tan misteriosos al mismo tiempo.

Cristián Warnken vuelve a tomar su libro. Tose un poco, escoge una página y lee, aunque, ya está dicho, las palabras las sabe de memoria:

¡Cómo devorabas
los duraznos! 
¡Con qué avidez
te comiste una a una
todas las mentas del patio!
Ahora la tierra
que dio esos frutos
y esas hierbas
te devora a ti
¡y con qué ansias!

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