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Un nuevo impulso

martes, 20 de noviembre de 2007

JORGE MARSHALL
Economía y Negocios, El Mercurio

Los países que ganan lugares son los más ágiles a la hora de innovar y la ventaja de la buena gestión macro o de la estabilidad democrática no es suficiente en la carrera de este siglo.



El país necesita un nuevo impulso para cumplir el propósito de alcanzar el desarrollo. Las metas y las visiones son útiles para indicar dirección, pero no suficientes para poner los planes en marcha. Para eso se requiere capacidad de ejecución, lo que a nivel del conjunto de la sociedad significa coordinar los esfuerzos de individuos cada vez más autónomos. El Chile que se acerca al desarrollo necesita creatividad e innovación, capacidades que sólo se alcanzarán con esfuerzos alineados a través de relaciones sociales más horizontales, apoyadas en reglas conocidas y en la responsabilidad de las personas.

Un primer impulso a la productividad se logró con la reorganización de la economía iniciada en los 70 y que se ha perfeccionado desde entonces. Dejamos atrás el proteccionismo, la inestabilidad, el déficit fiscal crónico, la restricción externa y la inflación persistente. Todo esto trajo beneficios al crecimiento y a la vida de las personas que se manifiestan en el enorme progreso de las últimas décadas y que ahora nos ponen ante desafíos mayores.

Un segundo gran impulso para el progreso vino con la recuperación de la democracia y la estabilidad política que se logró cuando se reconstruyeron los puentes de confianza y se abrió el espacio a los acuerdos en asuntos significativos para el país. Chile se integró al mundo en otra categoría, lo que aumentó la inversión, el valor de los activos y los flujos de capital. El resultado fue mayor crecimiento y progreso.

Este empuje fue especialmente visible en los siete años que siguieron al retorno de la democracia y la natural declinación de su efecto se mezcló con la crisis asiática, lo que confundió las causas externas e internas del menor crecimiento. Transcurrido un período prolongado, está claro que hemos vuelto a un crecimiento de tendencia en torno al 5%, que si bien es muy superior al 3% que logramos en las primeras siete décadas del siglo pasado, no es suficiente para asegurar nuestras aspiraciones de desarrollo.

El tercer impulso
Ahora Chile necesita un tercer impulso, pero diferente a los dos anteriores: se trata de lograr una renovación de las relaciones sociales, dentro y fuera del trabajo, que nos permita incrementar nuestra capacidad de ejecución. Las relaciones verticalistas restan autonomía y creatividad a las personas, no promueven la interacción que antecede a la innovación. Ya no es válido lo que dijo F. W. Taylor en 1909: que los mejores trabajadores eran los que hacían exactamente lo que deseaba su jefe.

Desde hace tiempo las empresas y las organizaciones privadas comenzaron a poner más atención a las relaciones internas y con sus clientes: generar confianza, autonomía, lealtad, cumplir promesas y colaborar son algunos rasgos de esta cultura. Pero esta renovación no se ha asentado en Chile porque necesita mayor autonomía individual y una madurez institucional que aún no hemos logrado y este atraso nos está pasando la cuenta.

En el último tiempo hemos visto algunos indicadores de competitividad de Chile que revelan un rezago, leve pero palpable. En cambio, los países que ganan lugares son los más ágiles a la hora de innovar y la ventaja de la buena gestión macro o de la estabilidad democrática no es suficiente en la carrera de este siglo.

El punto de partida de la innovación está en las interacciones entre las personas, que ocurre a través de las instituciones formales e informales, más que en los laboratorios. Estos últimos son medios indispensables para que la innovación llegue a puerto, pero no son el punto de partida. La inversión en ciencia y tecnología es la consecuencia de una sociedad innovadora, más que la palanca que nos vuelve innovadores.

En el caso de Chile, las diversas interacciones sociales responden a un molde común: autoritarismo, poca autonomía y baja colaboración. La jerarquía en la sala de clases, el verticalismo en la empresa o el paternalismo del Estado son todas manifestaciones de instituciones tradicionales, no aptas para los desafíos de innovación y creatividad que requiere un país integrado al mundo. La innovación y el emprendimiento tienen una naturaleza antiautoritaria.

La renovación de las interacciones sociales necesita de autonomía y colaboración. En momentos en que se requiere mayor colaboración, también se requiere personas más autónomas. La autonomía se logra con una política social activa y es una condición previa para colaborar. Esto significa buena educación, movilidad entre empleos, acceso al emprendimiento y formación a través de la vida. Los acuerdos sobre educación son un buen paso para una agenda que requiere mayor velocidad.

La colaboración se debe manifestar en los diversos espacios de encuentro de las personas, en particular en la política y en la gestión pública. La política debe acortar la brecha que la distancia de la ciudadanía, recuperar su capacidad de integrar a las personas a través de horizontes comunes y mostrar un compromiso con la calidad y el realismo de las soluciones concretas. Del mismo modo, la gestión del Estado debe estar sustentada en valores que generen la confianza de la sociedad, como el mérito, los resultados, la transparencia y la rendición de cuentas. Cuando la gestión pública se aparta de estos valores la ciudadanía toma distancia, brota la desconfianza y se reduce el espacio de la colaboración. Para lograr este nuevo impulso al crecimiento y al progreso social es indispensable adoptar un examen crítico respecto de la forma en que nos organizamos para ejecutar las tareas colectivas, dentro y fuera del trabajo, de modo de poner el foco en aumentar la autonomía y mejorar la colaboración.








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