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SOBREDOSIS DE CRUCERO

domingo, 28 de mayo de 2017

Texto y fotos: Montserrat Sánchez B., desde el Caribe
Crónica
El Mercurio

Siete noches en un moderno barco que recorre el Caribe dan para hacer de todo: desde surfear una ola artificial o patinar en hielo hasta participar de un flashmob. Alternativas hay de sobra. Pero... ¿qué pasa si -por hiperactividad o mera curiosidad- uno quiere hacer todo-todo lo que ofrecen?



El documento se llama Compass y será esencial para lograr mi plan.

Este boletín incluye desde el pronóstico del clima y la hora exacta del amanecer hasta los shows de turno y -lo más importante- el minuto a minuto de las actividades a bordo. Es, a fin de cuentas, el mapa para combatir la ansiedad y saber qué está pasando aquí. Después de todo, "aquí" es el Oasis of the Seas, uno de los cruceros más grandes del mundo. Una ciudad flotante de 362 metros de largo, 16 cubiertas y capacidad hasta para 6.400 pasajeros.

Este barco tiene tantos pisos, restaurantes y escenarios, tanta infraestructura que, seguro, debe ser muy difícil ir a todas las actividades. Y en este, mi primer viaje en un crucero así, me pregunto: ¿Será imposible hacer todo lo que se ofrece a bordo? ¿Pero todo-todo?

Para hacerse una idea, en esta semana de navegación el itinerario incluye tres días en alta mar (el resto del tiempo haremos escalas en Bahamas, St. Thomas y St. Maarten, que trataremos en otro artículo). Son jornadas que pueden empezar a las seis de la mañana con el director del crucero presentándose en la pantalla de televisión y pueden terminar más allá de la medianoche. Son tres días para probar cada oferta que aparece en Compass. ¿Sería capaz? ¿Podría hacerlo todo? ¿Pero en serio todo?

MARTES

El despertador suena a las 6:40. Me visto rápidamente con lo último que uno querría ponerse en un barco de placer: ropa deportiva. Tomo mi Sea Pass (la tarjeta de identificación que hay que acarrear a todos lados, sobre todo cuando uno baja del barco, como lo hicimos el día anterior en Bahamas) y salgo de la habitación. Todavía no sé si ir a la izquierda o a la derecha en el eterno pasillo. Elijo a la izquierda y llego efectivamente a los ascensores. Aprieto el botón del piso 6.

Resulta que a esta hora ya hay harta gente circulando. El Vitality Fitness -que agrupa gimnasio y spa- está abierto, claro, así que voy a la sesión de estiramiento que elegí entre las actividades más tempraneras que aparecen en Compass. Aún no llega nadie, pero Pedro Costa, entrenador portugués, dice que tome un mat y me acomode porque vamos a empezar igual. Me siento y justo llegan tres personas: un matrimonio de unos 60 años con su hija. Pedro hace posiciones y todos copiamos. Entre bostezos, estiro la columna, las piernas, los brazos y el cuello. Para entonces, ya hay dos señoras más en la clase, que es seguida por la segunda actividad del día: "Abdominales de ensueño". Son 30 minutos de sudor, de levantar piernas y brazos, de hacer tijeras, planchas...

Para cuando termina todo, son las 8 y ya estoy cansada, así que bajo a desayunar al restaurante American Icon Grill, más tranquilo que el Windjammer Marketplace. De paso, reviso el Compass y veo que puedo elegir entre un torneo de ping pong y la trivia en un bar. Tomo la tercera opción: ir a uno de los dos muros de escalada del Boardwalk, una cubierta al aire libre. Como justo está cerrado para un evento, y el plan es probar todo, lo que se puede hacer aquí mismo a esta hora es subir al carrusel. Junto a unos niños, giro montada en una jirafa, desde la cual escucho gritos que vienen desde arriba: una línea de tirolesa cruza lo alto. Claramente más adrenalínico, parto hacia allá.

"Necesitas zapatillas", dice el encargado, así que corro a la habitación y vuelvo preparada. "Lo siento; está cerrado porque hay anuncio de lluvia", dice el mismo tipo. Desilusionada, veo qué actividades indoor hay. "El arte de doblar servilletas", leo. Empieza a las 11. Justo a tiempo, veo una decena de personas siguiendo los movimientos de Cheng Cheng He, una de las animadoras de a bordo, que enseña a hacer una flor de loto, una vela, un árbol de navidad. Un par de barbones con aspecto rudo fija la mirada en su servilleta y se preocupan de doblar las esquinas tal y como Cheng Cheng muestra.

Terminada la clase, el único panorama por empezar es una trivia de monumentos del mundo en uno de los bares de la Royal Promenade, la avenida principal del barco, siempre con luces y música. Aquí, un animador muestra imágenes del Taj Mahal, de la Ópera de Sydney y hasta aparecen unos moais. El sistema es el siguiente: cada participante pone el nombre del monumento y su ubicación en un papel y luego lo intercambia con el grupo del lado. Así se chequean las respuestas. "¿Quién tuvo 15?", pregunta el animador luego de dictar las respuestas. Nadie responde. "¿14,5?". Levanto la mano y resulta que soy la ganadora. Paso adelante, digo mi nombre, país ("¿Chile? ¡Wow!", es la exclamación que se repite) y me entregan un premio: un destacador Royal Caribbean.

Todavía ligeramente avergonzada, salgo del bar y veo que ahora mismo se está realizando la apertura de Tiffany, una de las tantas tiendas de lujo que hay a bordo. Paso por esta vez, así que compro un café en Starbucks y espero la próxima actividad: una subasta de arte.

Ahí, el anfitrión presenta los cuadros que ofertará. Sube el primero a un atril y, de un minuto a otro, es imposible entenderle: habla a mil por hora, mientras la gente levanta carteles hasta que toda esta agitación termina con un golpe de martillo. Hay un comprador. Siguiente obra. La escena se repite. No sé si sea la falta de experiencia o exceso de champaña, pero el espectáculo es cautivante y termino sintiéndome involucrada en la adrenalina de la venta. Salgo antes de que termine la subasta porque el programa dice que viene la competencia del "hombre más sexy del mundo". Llego a la final: tres hombres en un escenario comparan six packs y bíceps.

Con varias actividades hechas, almuerzo en Sorrento's, una pizzería que funciona todo el día, y luego, como el día despejó, voy a uno de los templos del barco: la piscina. En estricto rigor, el Oasis tiene cuatro piscinas, pero una es para niños, otra para deportes acuáticos, y quedan las otras dos. Escojo la que tiene menos gente -la ventaja de andar sola es que resulta más fácil encontrar una reposera vacía- y me instalo. La piscina está llena y nadar es casi imposible entre tanta gente conversando con un vaso en la mano. Me sumerjo y quizá descubro la razón de por qué esta piscina está más vacía: el agua es salada.

Para la tarde hay un par de seminarios y otras aperturas de tiendas. Prefiero algo más agitado, y al fin puedo probar la tirolesa colgándome de un arnés a decenas de metros de altura, para cruzar sobre la cubierta. Rápido, paso del deck 16 a ponerme pantalones y bajo a la cubierta 4, donde hay una pista de patinaje en hielo que hoy está abierta a público. Klabera Komini me entrega los patines y dice que ella es parte del show de patinaje en hielo. Tiene 22 años y lleva 10 patinando. Ahora navega ocho meses al año, y se acostumbró a hacer piruetas en alta mar.

Patino una media hora, aunque no sé si podría llamar "patinar" a lo que hago, porque solo al final me atrevo a soltarme de la baranda. De todas formas logro no caer. Algo es algo. Subo a cambiarme a una tenida más ligera y, en el camino, me encuentro con famosos personajes de los estudios Dreamworks, que se pasean saludando y fotografiándose con los niños. Los dejo, porque el panorama que elegí se llama "Escalando bajo las estrellas": en el muro de escalada intento la ruta más fácil y llego a la mitad, donde hay una campana. Quedo satisfecha y bajo, mientras de fondo, en la gran pantalla gigante del cine al aire libre, presentan La La Land.

Prefiero un espectáculo en vivo. El show de esta noche es Cats, el famosísimo musical de Broadway que se presenta ahora en el Opal Theater. Cuesta creer que se puede ver algo así en pleno océano, sobre todo cuando los artistas bailan y cantan y saltan sin que el vaivén del barco afecte los movimientos.

A la salida del teatro, la gente baila en Boleros, mientras otros cantan karaoke en On Air y unos cuantos beben en el pub Globe & Atlas. Cansada, solo pienso en cómo será vivir ocho meses aquí.

VIERNES

Nueve de la mañana y estoy moviendo los brazos para arriba, para abajo, para un lado, para el otro, en una fila de seis personas, todos de la tercera edad, menos yo. Skipping, taloneo, trote. Todo lo hacemos de un lado para el otro dentro de la piscina. Los ejercicios se sienten torpes en el agua, pero resulta agradable comenzar el día con aeróbica acuática. El resto de los alumnos, más que prestar atención a la instructora, comentan el formidable show de clavados de anoche y hablan de las playas que visitaron en St. Thomas y St. Maarten, puertos que visitamos en los dos días recién pasados.

Salgo y me seco para llegar a la sesión de zumba, pero la clase ya está terminando. Me recompenso con un desayuno en Solarium, que es una zona reservada para mayores de 16 años, y luego corro para sumarme a un seminario de acupuntura. Otra vez es muy tarde: ya empezó. Como no puedo entrar, decido dejar de correr: miro el Compass y veo que en 20 minutos empieza una clase de historia del arte. El profesor es el mismo encargado de las subastas, y parte hablando de Rembrandt, pasa por Goya, Miró y Picasso, y termina con artistas contemporáneos como Romero Britto, Yaacov Agam y Peter Max. La charla termina con un dato: el subastador cuenta qué obras rematarán más tarde, y hay piezas de todos los artistas que mencionó. Sí, he estado viajando con Goya, Miró y Picasso.

Según la hora, me perdí la visita guiada al teatro. Como tengo reserva en Giovanni's, el restaurante italiano del Central Park (el parque que hay a bordo; con árboles reales), parto a almorzar una lasaña deliciosa.

Tranquilamente, salgo. A esta hora, en el Schooner Bar se congregan los amantes de las varitas mágicas y, aunque llego tarde a la trivia de Harry Potter, encuentro un sillón desocupado. El animador -Luis- pregunta cuál es el lema de Hogwarts (hay puntos extra para quien lo escriba en latín), la marca del auto de la familia Weasley y en qué bóveda estaba la Piedra Filosofal. Cosas así. Las ganadoras son dos chicas sentadas en la barra que acertaron 18 de 20 preguntas.

A las dos, mientras en el teatro presentan la película Jefe en pañales en 3D y en el casino hay un torneo de tragamonedas, elijo una actividad de la que jamás pensé que sería parte: un flashmob en el salón principal. Hago el ridículo al ritmo de Black Eyed Peas, Beyoncé y Ricky Martin, y como con eso no lleno mi cuota (de hacer el ridículo, se entiende), parto al FlowRider, una ola artificial donde uno puede surfear o hacer bodyboard... O intentarlo.

Había evitado este panorama los días anteriores porque la gente suele sentarse en las graderías para reírse de las caídas de los aprendices. Ahora hay unas 10 personas esperando para lanzarse, incluyendo unas quinceañeras mexicanas que dominan con facilidad la ola y un niño de unos seis años que hace piruetas y saluda al público.

Es mi turno.

-Solo tienes que pegar los codos a la tabla y saltar -dice el instructor.


Sin pensarlo, salto. Milagrosamente, la tabla se equilibra y logro mantenerme sobre ella. Me salta tanta agua a la cara que no escucho más indicaciones; solo veo el gesto que hace para que intente sentarme. Pruebo y, obvio, la ola me arrastra. Segundo intento: hago el movimiento tan bruscamente que caigo de bruces, el agua me arrastra y choco con fuerza contra la colchoneta. Es suficiente.

Con la cuota de adrenalina completa, vuelvo a la Promenade y veo que hay clases de merengue con Lorenzo, dominicano que también es parte del staff de animación. Lorenzo me empareja con Scott, un estadounidense de San Diego que mide fácil medio metro más que yo y está vestido con traje, listo para la cena. El baile resulta incómodo. No por la diferencia de altura, sino porque la señora de Scott me mira desde una silla. Terminada la sesión, busco una zona tranquila y descubro la biblioteca, ideal para quienes necesitan unos rincones solitarios. Reviso los títulos: la mayoría en inglés -mucho Stephen King-, algo en portugués y alemán, y poco en español -encuentro la saga de Stieg Larsson-. Alcanzo a hojear un par de libros. A esta misma hora, leo en Compass, se lleva a cabo un servicio judío en la zona de buffet.

Esta noche se presenta el musical Come Fly With Me, mientras en el cine al aire libre pasan la última película de Star Wars, Rogue One. A la salida del teatro, la multitud camina hacia un solo lugar: Studio B, donde esta noche se llevará a cabo el juego The Quest ("La búsqueda"), un evento donde es requisito ser mayor de edad. Se entiende por qué. Si no, aquí va: es como una gyncana escolar, donde los grupos de pasajeros compiten para pasar las pruebas que lanza el presentador. La dinámica parte con cierta inocencia -una licencia de conducir, tres cinturones amarrados, un calcetín con hoyo, una placa dental-, pero rápidamente, y sin que nadie se sorprenda, las pruebas suben de calibre: el primer grupo que llegue con tres pantalones de hombre, una tanga, cuatro sostenes... dos mujeres besándose. La prueba final es vestir a un hombre de mujer. Así, la noche termina con 10 tipos usando tacos, cartera y labial, mientras desfilan por el escenario.

SÁBADO

"El postre de esta noche puede ser sin culpa". La frase del cartel alienta a quienes corren por la pista de trote que rodea al barco en la cubierta cinco. Esta mañana, habemos varios corriendo. Veo hasta un perro que, luego me explican, debe ser de asistencia. Trotar junto a las olas, con el suave sol de la mañana y la brisa del mar, resulta uno de esos pequeños grandes placeres a bordo. Si hasta el desayuno después de hacer deporte sabe mejor, y permite darse lujos como probar unas deliciosas tostadas francesas.

Al rato, bajo al casino para una clase de Black Jack (a la misma hora hay una demostración de doblado de toallas, pero creo que con lo de las servilletas ya es suficiente): la crupier es una ucraniana a la que no le entiendo mucho, así que pronto me voy a la trivia de películas, donde solo reconozco una. Hay otras competencias por el estilo, pero creo que es momento de disfrutar la piscina (esta vez, la de agua dulce). En la reposera del lado, Daniel, estadounidense de unos 50 años, dice que este es su crucero número 11 y, hasta ahora, el que más le ha gustado. "Aunque somos seis mil pasajeros, nunca sientes que somos seis mil pasajeros", dice.

Tiene sentido.

Hasta ahora, ninguna de las decenas de actividades a las que he ido ha estado llena. Tampoco los espacios públicos del barco en general. Todo funciona con una curiosa armonía en la que no había pensado hasta ahora. Tampoco sigo haciéndolo: cuando llega la mujer de Daniel, con evidente cara de hostilidad, decido ir a uno de los seminarios que ofrece diariamente el spa. Se llama "Desintoxicación para perder peso", y resulta que soy la única asistente. Patrick, un fornido instructor keniano, hace la charla igual y, después de media hora de hablar de la importancia del detox, intenta venderme un programa para desintoxicar mi cuerpo por cien dólares. Prefiero almorzar en el Solarium y luego, para evitar el fuerte viento que ahora se siente en los espacios al aire libre, me distraigo en otra trivia, la de Star Wars, en la que no participo porque hay demasiado gringo con aspecto de fanático presente. Paso el rato hasta que es tiempo del show de patinaje en hielo.

Frozen In Time homenajea a Hans Christian Andersen y revisa cuentos como El patito feo y La reina de las nieves, con increíbles vestuarios y piruetas de los artistas. Entre los bailarines distingo a Klabera Komini, a quien conocí en la misma pista cuando intenté patinar. Claramente nuestros estilos no se parecen en nada.

Sin envidiar los aplausos que recibió, al final del show, ya cerca del atardecer, planeo empezar a terminar esta jornada -y este viaje lleno de panoramas inesperados- de la manera que había envidiado todos estos días: en uno de los jacuzzis que hay en la cubierta superior. Reviso nuevamente mi edición de Compass y solo queda por delante la cena. Y hacer las maletas. Pero ahora mismo, francamente agotada, lo único que importa es que las burbujas del jacuzzi no dejen de salir.

NAVEGAR

El Oasis of the Seas es uno de los barcos más grandes del mundo y uno de los más modernos de la línea de cruceros Royal Caribbean International, y tiene itinerarios de siete noches por el Caribe (oriental y occidental).

Más información en la web: Interexpress.cl 

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