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GLACIAR UNIÓN:

Un viaje exprés al CORAZÓN DE LA ANTÁRTICA

domingo, 23 de abril de 2017

Por Sergio Paz, desde La Antártica
Reportaje
El Mercurio

Todos los años se echa a andar la Estación Polar Glaciar Unión, un pequeño y sofisticado campamento a mil kilómetros del Polo Sur, donde científicos estudian desde microrganismos a los efectos del Calentamiento Global sobre el hielo antártico. ¿Cómo se vive a 10 o 20 grados Celsius bajo cero? Para saberlo, un periodista viajó a inicios de la temporada veraniega y lo experimentó. No fue un reality. Pero, a ratos, lo parecía.



Según el plan, este viaje debía comenzar a media tarde en la Base Chabunco de la FACh, en Punta Arenas. Desde allí, dos aviones Hércules despegarían -tipo cuatro, cinco de la tarde- en dirección al Glaciar Unión, donde cada verano opera la base más austral de Chile en la Antártica: a unos mil kilómetros del Polo Sur.

-Esta es una misión de riesgo -diría, en medio de los preparativos, el oficial a cargo. Y, a juzgar por las caras de preocupación en el centro de control, seguro era así.

El principal problema: el clima. Aunque es verano y las cartas meteorológicas aseguran una ventana de buen tiempo durante las horas en que está planeada la misión, algo no anda bien.

-Sobre la pista -explica un experto- hay ventisca. Si viajamos ahora, el piloto quizás no podría ver la pista; tampoco aterrizar ni menos regresar.

-Pero... ¿Qué pasa si, cuando despegamos, no hay ventisca, pero en el camino sí aparece? -pregunto.

-Bueno, por eso esta es una misión de alto riesgo.

Vale la aclaración: la pista de la que hablan en Chabunco no es cualquier pista, sino una de hielo azul. Una donde, una vez que se pose el avión, el piloto no podrá frenar ni hacer nada pues de lo contrario la nave se estrellaría. Ayuda que los motores de los gigantescos pájaros que esperan allá afuera son turbo hélice de flujo reverso, detalle técnico que facilita la tarea. El resto es experiencia.

Si entre Santiago y Punta Arenas hay poco más de dos mil kilómetros en línea recta, al Glaciar Unión -el destino de este viaje- hay mil más. O sea, en total, unas seis horas y media de vuelo. One way. El round trip, casi inmediato, es aún más largo y fastidioso. Eso, porque en la Antártica el avión puede permanecer solo cuatro, cinco horas sin que se congelen sus alas. Por lo mismo, tras una corta parada -a lo más un par de horas, tiempo en que con un calefactor gigante tiran aire caliente a las alas- los Hércules deben regresar a Punta Arenas. Es lo que explica que, para esta complicada expedición, el avión cuente con dos tripulaciones. Una para pilotear de ida. Otra de vuelta.

Suponiendo que la partida fuera a las 5 de la tarde, la hora planeada para despegar, a las once de la noche, en la pista de la Antártica sería como medio día. Tras tres a cuatro horas ahí, más seis de regreso, en Punta Arenas serían las 9 de la mañana y seguiría habiendo luz. El colapso del ciclo circadiano.

Sea como sea, en una pantalla gigante de la sala de control, expertos cruzan datos, tiran líneas, beben café y se rascan la cabeza. Eso, hasta que alguien dice: "No hay vuelo; se suspende la misión".

Algo de esto ya lo sabía. El turismo antártico (no es este el caso, vaya la advertencia) es delirantemente caro porque, entre otras razones, no basta que allá haya mucho sol y hasta los pingüinos requieran litros de Rayfilter. El problema es que todo tiene que ser de una absoluta nitidez. Y, más encima, esa nitidez debe extenderse por todas las horas que dure la aventura.

Resumen: como dicen en la Patagonia, no hay que apurar, solo esperar. Un día, dos días, tres días. Da igual. ¡Cresta! ¡Vamos al Círculo Polar! Si esto fuera como ir de Santiago a Puerto Montt, Villa Las Estrellas -el hito más reconocible en la Antártica- sería como estar recién en Buin.

En el intertanto, al menos un par de veces visitamos la bodega de equipos de la Fuerza Aérea; el lugar donde prestan cosas para no congelarse cuando uno llega. La lista es larga e incluye una primera capa para proteger las manos antes de los guantes; crampones para los zapatos; antiparra, pasamontañas, bla, bla, bla. Lo mejor de todo, unos trajes que consiguieron los de abastecimiento con un proveedor que trabaja para frigoríficos de Alaska.

¿Temperatura esperada? 14 grados Celsius bajo cero, sin viento. Con la sensación térmica, puede ser fácil 30 grados bajo cero.

Entre centollas, meros y papas arriero pasa el tiempo, hasta que llega el momento deseado. Soñado.

 

En Chabunco, muy temprano, decenas de efectivos van y vienen, poniendo todo a punto. Eso, hasta que estás dentro del Hércules y desde entonces solo cuentas en un cohete a la Luna.

Tras despegar, hay que hacerse a la idea de que el vuelo será eterno. Duro. En un Hércules no hay baño. Ni entretención a bordo. Afortunadamente, para la ruta se pronostican buenas condiciones. Lo otro es que, aunque no hay aeromozas, sí ayudan unos solícitos soldados que, amablemente, van y vienen con pollo arvejado.

Finalmente, tras el largo vuelo, la mayor dificultad se hace visible. Ahí abajo aparecen los montes Ellsworth y, entre ellos, la temida pista de hielo azul en la que, para aterrizar con éxito, hay que ser capo y tener nervios de acero.

¡Ya está! Pim, pam, pum. ¡Esto es la Antártica profunda! Lo sé porque, pese a que llevo puesto todo lo que encontré en el almacén de los aviáticos, en cuanto abren la puerta es como si miles de agujas se te enterraran en la cara.

Luego, con los crampones puestos, y aún más torpe que Neil Armstrong, te tiras donde caigas. Toink. Es hielo. Hielo duro.

¿Cómo es la Antártica? Bella, pura. Tan pura que si eres de los que lloran fácil, llorarás seguro. Si eres como un crítico de cine, quizás dirás "mmm, es blanca". Sin ningún animal que ver. En efecto: ahí, cerca del Polo, no hay focas ni pingüinos. Ni hablar de moscas o zancudos. No es cursi decir que es otro mundo. Otro planeta. El más ventoso. El más seco; tanto, que hay lugares en los que no ha llovido en dos mil años. Un sitio tan especial que, según recientes descubrimientos, aparte del hielo con suerte hay líquenes y sí muchos extremófilos, lo más parecido en el planeta a la vida extraterrestre.

Segundo objetivo del día: ir desde la pista, en un carrito tirado por una pisanieve, hasta la Estación Polar chilena. Una de las tres más australes del mundo, a unos ocho kilómetros de donde aterrizamos.

Partimos. El carrito es estable y temperado. Y en él, hace un tiempo un team de militares viajó hasta el Polo Sur.

Una vuelta, dos vueltas y llegamos a la Estación Polar Conjunta Glaciar Unión. El punto es que, mirando en todas las direcciones, no hay nada. Nada de nada.

Tras el largo invierno, que terminó por sepultar la base bajo dos, tres metros de nieve, somos los primeros en chequear cómo están las cosas ahora que es verano. Tras cavar con palas, pronto damos con una escotilla que permite ingresar. Por ella descendemos, iluminándonos con la luz de los celulares, como si estuviéramos en una de esas películas en las que algún extraterrestre ha hecho de las suyas en una nave intergaláctica. Luego recorremos las piezas vacías una a una, constatando que todo sigue en orden: la enfermería, la cocina, las habitaciones con sus camarotes y esos pequeños calefactores que, gracias al sistema eléctrico alimentado por un generador, de noche suben la temperatura dos, tres grados. Suficiente como para aplaudir. Y agradecer.

 

Estoy bajo una cuncuna.No amarilla, sino azul. De plástico azul. Sobre mi cabeza hay toneladas de hielo y, bajo los pies, una acerada pista -también de hielo- que enloquecería a los monos de Holiday on Ice.

En lo que parece una sala de reuniones, justo frente a una bandera chilena, cuelgan estalactitas con forma de puñal. Hace frío, mucho frío. Y aunque me muero de ganas de ir al baño, nada indica que, en el oscuro laberinto abandonado, haya una solución. Eso hasta que un oficial de la Fuerza Aérea, sensible al problema, extiende un recipiente, no sin antes explicar que debo conectarlo a uno de los urinarios con que cuenta la estación.

Inaugurada en 2014, la base se echa a andar todos los años más o menos por un mes; es el tiempo con que cuentan los científicos invitados, los verdaderos dueños de casa, para recoger muestras y afinar sus estudios sobre la atmósfera o el estado del hielo antártico. Para vivir (sobrevivir), están todos los servicios de la estación, un campamento de 350 metros cuadrados con un domo central, más una larga cuncuna que conecta los marcianos dormitorios con forma de huevo.

La base tiene un récord: junto a la estadounidense Amundsen-Scott y la china Kunlun, es la tercera más austral del planeta. Y en ella, cada año, los uniformados ponen lo mejor de sí para consolidar la presencia de Chile en el continente y, además, ayudan a los científicos en sus múltiples quehaceres. Los marinos, regularmente, se ponen con la comida y un par de cocineros. Los militares, con mecánicos y especialistas varios. Los aviadores, con comandos y sus poderosas naves, más la logística para entrar y salir de este siempre complejo continente. En definitiva, un esfuerzo mancomunado para, por un lado, marcar presencia territorial y, por otro, hacer ciencia a alto nivel. Esto último en un frágil escenario que, se sabe, se calienta tres veces más rápido que cualquier otro lugar. Si en los últimos cien años la temperatura promedio en el planeta subió algo así como 0,74 grados Celsius, en la Península Antártica, en solo sesenta años, aumentó 3.

Sobre nuestras cabezas, allá afuera los uniformados se mueven a toda velocidad para desenterrar la base. No es broma. Es serio. Aunque es verano, la temperatura ronda los 14 grados bajo cero y para todos es urgente contar lo antes posible con refugio. No antes de que llegue la noche, porque aquí no hay noche; sí antes de que alguien enloquezca o le dé un patatús. No por nada estamos a apenas unas semanas caminando del Polo Sur, ese punto del que no salió muy cuerdo Roald Amundsen, el primero en llegar gracias al uso de trineos tirados por perros. Menos suerte tuvo Scott, el capitán inglés que llegó después, ayudado por caballos mongoles que en verdad no eran tan buenos para el frío extremo.

Es que así es la Antártica. No solo el continente más seco sino también el más frío. El récord se registró en Vostok, la estación donde un termómetro llegó a marcar 89 grados Celsius bajo cero. Con todo, un lugar que los que palean ahí afuera se morían por conocer. Cómo no: una cosa es tomarse una selfie en Islandia o en el sudeste asiático, y otra muy distinta es hacerlo a pocos kilómetros del Polo. Un destino de verdad impensable. El más extremo al que uno podría viajar, descontando, claro, que fueras amigo de Elon Musk y él te ofreciera un pasaje a Marte.

Salimos. Afuera el sol no se mueve de un punto a otro, sino que parece girar sobre sí mismo.

El paisaje impresiona. El cielo es azul cobalto y por todos lados hay suaves montañas que invitan a esquiar, a caminar. La Antártica en el fondo es dulce. Es raro decirlo, pero parece hospitalaria. Supongo que eso explica que quienes han estado aquí, después hacen todo lo posible por volver.

Aparte, la verdad, no hace ni tanto frío y a estas alturas el traje de frigorífico hasta molesta. A unos metros de la estación hay un palo con flechas que indican la dirección de célebres ciudades. Ninguna apunta al único "poblado" vecino a la base chilena. Me refiero al campamento de ALE (Antarctic Logistics & Expedition), la empresa -liderada por Mike Sharp con sede en Salt Lake City, Estados Unidos- que levantó en el mismo Glaciar Unión un gran campamento con todo lo necesario para realizar turismo extremo/antártico. No es barato: l paquete más simple, apenas tres noches y cuatro días, cuesta -por persona- unos cuarenta millones de pesos. Y eso solo asegura un pasaje en el avión ruso (Ilyushin) que todas las semanas parte desde Punta Arenas al Círculo Polar. O, como llaman los geógrafos al solemne territorio de ahí enfrente, la "verdadera Antártica". Luego se duerme en carpas dobles y, si se quiere ascender el vecino monte Vinson (el más alto del continente) o ver pingüinos emperador en el Mar de Weddell, donde está el campamento más remoto del mundo, hay que pagar diez millones más.

Bueno es saber que los gringos de ALE y los chilenos no solo se llevan bien, sino que se apoyan. Es más, guía estrella de la empresa norteamericana es Pachy Ibarra, la chilena con más experiencia en cumbres antárticas y atleta destacada de la Fundación Omega.

-Hola -dice, de pronto, una rubia chica, con piercing en la nariz y gorro de lana con motivos andinos.

-Hola -le respondo.

-Buen día, ¿no? -dice la chica, antes de seguir su camino, montada en la máquina que ha llegado desde el campamento gringo para ayudar en las tareas que permiten habilitar la base.

La rubia, entiendo, es de Montana. Y desde hace unos años trabaja los veranos en la Antártica. Para ella, algo normal. Eso aun cuando la temperatura promedio ronda los 17 grados bajo cero. Y, en caso de haber viento, la sensación térmica fácilmente baja a 30 grados bajo cero.

Por cierto, esta chica es una de los cuatro mil habitantes que, se estima, viven en la Antártica entre diciembre y marzo. Nada, si se piensa que el frío y gigantesco territorio suma al menos 13 millones de kilómetros cuadrados. Mucho, considerando que, en 1957, cuando llegaron los primeros turistas desde Christchurch, Nueva Zelandia, a la base McMurdo, en toda la Antártica "vivían" entre cien y doscientas personas.

Las cosas aquí están cambiando.No solo porque la Antártica es cada vez más accesible y cada año llegan más turistas, sino porque la idea de ser el continente "limpio, impoluto y propiedad de nadie", en cualquier momento podría terminar, desaparecer. Por lo pronto, aquí se descubren organismos que, se cree, podrían curar el cáncer y el Alzheimer. Además, se detectan ricos yacimientos de oro, uranio, gas y petróleo. Ni hablar de que es en la Antártica donde está el 90 por ciento de la reserva mundial de hielo de agua dulce.

La pregunta, entonces, es más que valida: ¿De quién serán sus riquezas cuando llegue el momento de echar mano? ¿Quién dirá algo cuando una potencia plantee "esto es mío"?

Antes de balbucear una respuesta, conviene recordar que el gran acuerdo antártico, firmado tras la Segunda Guerra Mundial, justo cuando se iniciaba la Guerra Fría, lo que hizo fue evitar un conflicto erritoriales de diversos países.

Claro que si de cambios se trata, el más relevante está más allá de la política. Y se trata nada más ni nada menos que del fin de la Antártica. La gran razón de por qué urge hacer ciencia aquí. Al respecto, hoy se sabe que en la llamada Antártica Oriental el hielo está creciendo en vez de retroceder. Por el contrario, en la Occidental, la pérdida es cada vez mayor. Situación que, se estima, podría aumentar en un porcentaje significativo el nivel del mar. Gran problema, considerando que casi el 70 por ciento de la población mundial vive en zonas costeras.

A unos cincuenta metros de la base, un grupo de científicos pone a punto una pequeña estación meteorológica. Entre ellos distingo a Ricardo Jaña, geólogo del Instituto Chileno Antártico y uno de los científicos que mejor conocen la inmensidad que está ahí enfrente. Jaña no solo ha participado en numerosas expediciones al continente blanco, sino que colabora estrechamente con el proyecto IceBridge de la NASA, que evalúa el daño en la llamada plataforma antártica o hielo que la engloba.

Aunque hay distintas miradas, hay quienes aseguran que, dada su fragilidad, un gran desprendimiento podría ocurrir dentro de un siglo y, producto de ello, el mar subiría 50 centímetros. Otros hablan de 3 o 4 metros. Según Jaña, hay dos certezas para dimensionar el problema. Una es que ese hielo perimetral se está agrietando, fundiéndose con el mar. La otra es que, contrariamente a lo que se podría pensar, el Polo Sur no está en un plano sino en altura. A unos 3 mil metros. Ergo, si el hielo de la plataforma se rompe, todo el resto, por gravedad, se viene cuesta abajo. Rápido.

-¿Está mal la Antártica? -pregunto.

Ricardo, haciendo un aro en el trabajo de oficina, abre su computador y busca un video que grabó en Glaciar Unión en una expedición anterior. Calculo que no es muy lejos de donde estamos ahora. Aprieta play y suena un río. Un segundo después se ve un monumental canal abriéndose paso entre el hielo.

-¿En cuánto tiempo las cosas podrían ponerse realmente mal?

-Soy científico. No tengo esa respuesta -dice él.

-Pero tírate un número.

-No lo sabemos. Quizás... ¿30, 40 años?

-30, 40 años... ¿qué?

-La Antártica ya no será como la ves.

Justo cuando dice eso, giro sobre mí mismo. Y al momento de mirar en dirección a la base, veo que un oficial mueve los brazos sobre su cabeza. No escucho bien lo que grita.

-...vión... el ...vión.

Me acerco corriendo.  Jadeando, digo: ¿Qué pasa?

-El avión... El avión... -dice él.

-¿Qué pasa con el avión?

-Llamaron de la pista y dicen que las alas del avión se están congelando. Tenemos que irnos ya.

-¿Pero cómo nos vamos a ir? ¡Si acabamos de llegar!

-Ahora.

-¿No me puedo sacar una selfie? Estoy en el Círculo Polar.

-Toma tus cosas y nos vamos ya.

Minutos después, sentado otra vez en el Hércules, siento cómo la Antártica cruje bajo el fuselaje.

Fuerte.

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