Los últimos que lo vieron cuentan que Mario Arzola fue a comprar una cajita de vino al supermercado. Como todos en Santa Olga, él tampoco creyó que el incendio llegaría a las casas. La gente no espera que ocurra lo que nunca ha pasado y por acá jamás se había visto que se quemara un pueblo entero. El incendio avanzó de madrugada hacia el norte y pasó como un soplete gigante por encima de mil doscientas casas. Al amanecer, el lugar parecía una ciudad destruida por las bombas de una guerra. Los que regresaban, caminaban lento y en silencio, cuidando no pisar las brasas y atentos por si algo se llegaba a mover bajo los escombros. Alguna mascota, quizás. Otros se abrazaban a llorar bajo la nube de humo que quedaría suspendida sobre las ruinas por más de ocho días. El llanto rodó negro por esas caras y fue a quedar marcado en las mascarillas blancas. Cuando volvieron los militares, ya todos sabían que habían encontrado un cuerpo carbonizado en la puerta de la mediagua de Luis Curiñanco. Algunos decían que estaba en la pasarela que cruza la ruta a Constitución, momificado y de rodillas. Nada de eso. Lo único que se sabía con certeza era que había un solo fallecido en Santa Olga y que era imposible reconocer los restos. Como nadie podía encontrar a Mario Arzola y tampoco respondía el celular -siempre estaba apagado, descargado o bloqueado-, la asociación fue obvia. Mario vivía solo y tenía un par de amigos con los que conversaba siempre. Recibía una pensión mínima y trabajaba lo que le permitía el cuerpo de un maestro carpintero de 72 años. Luis Curiñanco, que también vivía solo, le prestaba una pieza que tenía detrás de su mediagua. Era de 3x3, de madera, tenía su cama, su ropa, fideos, arroz y otros víveres. No tenía ni baño ni agua potable. Ni televisor ni radio. Había una cocina a leña y un brasero. En Santa Olga, Arzola tenía cuatro sobrinos y un hermano. Ellos pensaban que el tío Mario había alcanzado a salir del pueblo la tarde del 26 de enero. En medio del incendio fueron a golpearle las paredes de la mediagua que ya empezaba a incendiarse. Nadie respondió. Mónica Sepúlveda, presidenta de la Junta de Vecinos de Santa Olga, ayudó durante esas horas a evacuar a cientos de personas en buses y vehículos militares, de la PDI y de Carabineros. Recuerda que a Mario lo subieron dos veces a uno de los buses y que las dos veces se arrancó. Cuando ya estaban en Constitución, los evacuados supusieron que lo habían subido a otro bus y los del otro bus pensaron lo mismo, pero nadie pudo asegurar a ciencia cierta que Arzola estaba a salvo. El "Salustre" y el zapatero María Burgos es la esposa de Sergio Arzola, sobrino de Mario Arzola. Últimamente lo había visto "tristón, como queriendo despedirse". Había muerto hace poco, de un ataque cardíaco, uno de sus dos grandes amigos, el "Salustre", que había enviudado un par de meses antes y encontró en Arzola un buen compañero para masticar la pena. "Conversaban siempre, se sentaban afuera de un negocio, a la orilla de la carretera, y Mario le contaba sus historias. Tenía muy buena memoria, las contaba con año, detalladamente", recuerda María. El otro gran amigo de Arzola era Rosamel Villegas, el único zapatero de Santa Olga. Tenía su taller a un costado de la carretera, casi llegando a la pasarela peatonal que une los dos sectores del pueblo. Villegas cuenta que se hicieron amigos hace cuatro años, cuando el "Gato" llegó a su taller con un par de calamorros para refaccionar. "Gato" era el único apodo conocido de Mario. Rosamel lo quería harto. Una vez le fue a comprar un celular nuevo a Talca, porque el que tenía se le había caído al agua, y varias veces le ayudó a tapar con nylon los forados del techo de su pieza. "Era muy bueno el hombre, le gustaba tomarse sus tragos, fumaba sus cigarros, pero pasaba solo, tenía a sus hijos en el sur y no tenía a nadie más que yo. Era separado, por eso estaba triste. Me contaba que, estando solo, se aburría", relata Villegas, que en el incendio perdió su taller, todas sus herramientas y dice que no ha visto un cinco de la ayuda que le iban a dar. Los trabajos que hacía Mario Arzola en el último tiempo eran chicos. Cortar el pasto, limpiar sitios, arreglar cercos, picar leña. Antes pertenecía al grupo de maestros carpinteros que todos querían contratar. Levantó casas, instaló radieres y en cierta forma fue uno de los constructores del pueblo. Su especialidad era el cemento. En los últimos años, se concentró en reparar y limpiar las casas de la señora Marina y de Daniela Alegría, camino a Empedrado, a cambio de algo de dinero o de alimento. Siempre lo veían con su bolsito y sus herramientas. Funeral en Nacimiento Mario Arzola hijo escuchó en televisión que había una persona fallecida en Santa Olga. Por el lugar que describían los periodistas, pensó que podía tratarse de su padre. Cuenta que cuando llegó a la mediagua de Curiñanco, se acercó hasta el lugar donde estaba la cama de su padre y un detalle le hizo pensar que podía tratarse de él: "Ahí recogí partes de huesitos que estaban tirados todavía y su máquina de afeitar Gillette antigua. Nunca se separó de ella. Recogí todo eso y lo eché a una bolsita. Después pedí que echaran la afeitadora en la urna, así que se fue con ella". Mario se contactó entonces con el Servicio Médico Legal de Constitución, y el director Ricardo Moreno le dijo que la única persona que había reclamado un cuerpo era él. En los diarios locales ya lo daban por muerto, así que pidió hora para hacerse el examen de ADN, que fue un miércoles a la una de la madrugada. Esperando esa prueba, aprovechó los días para buscarlo en albergues y en casas de conocidos. "Todos me decían que el fallecido podía ser él, y nosotros teníamos el presentimiento, pero no estaba la certeza", recuerda. Hasta que salió el resultado del ADN. Fue positivo. No lo dejaron ver los restos de su padre por una cuestión de humanidad. Arzola hijo tampoco insistió y fue a recibir la urna un sábado. La única ayuda que pudieron darle fue el pago del traslado a Nacimiento, donde lo velaron por cuatro horas antes de llevarlo al cementerio. Los Arzola son de Concepción, de Chiguayante. Mario llegó hace más de 38 años junto a su madre y hermanos a vivir a Santa Olga. Eran todos constructores, levantaban casas entre los bosques. Mario hijo cuenta que su padre alguna vez fue dueño de un terreno que después vendió. Más tarde llegó a la pieza que le prestó Curiñanco. Todos, parientes y amigos, cuentan que le ofrecieron muchas veces a Arzola salir de ahí, llevárselo a Chiguayante, a Concepción, a Nacimiento, a otra casa en la misma Santa Olga, pero que nunca quiso. "Siempre le gustó su vida sola, aislado de todo. Venía así desde que se separó de mi mamá (Ruth Zurita). Yo tenía entonces diez años. Mi papá nunca se volvió a casar, se anularon en el Registro Civil y mi mamá sí se casó, después de 25 años separada", recuerda Mario y cuenta que Ruth no sabe nada del destino de su ex. "Ella tuvo un accidente hace tres años. Ahora tiene lzhéimer. No le dijimos nada".