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140 años del decreto amunátegui:

Cuando la universidad se abrió a las chilenas

martes, 14 de febrero de 2017

Por Sergio Caro
Reportaje
El Mercurio

Esta medida, firmada en el gobierno de Aníbal Pinto, logró que Chile fuera pionero en Hispanoamérica en la formación de mujeres profesionales. Siete meses antes que en México y dos años antes que en Argentina, el país ya contaba una médico titulada. Aunque el cambio no fue inmediato, marcó el inicio de un largo camino para que las chilenas empezaran cambiar su lugar en la sociedad.



Ocurrió el 5 de febrero de 1877: el Presidente Aníbal Pinto y su ministro de Instrucción Pública, Miguel Luis Amunátegui, firmaban en Viña del Mar el decreto que establecía que "se declara que las mujeres deben ser admitidas a rendir exámenes válidos para obtener títulos profesionales, con tal que se sometan para ello a las mismas disposiciones a que están sujetos los hombres". La disposición -que se conocería por el apellido del secretario de estado- facilitó que en Chile las mujeres accedieran a la universidad.

Pero el ingreso femenino a las aulas no fue un proceso instantáneo: pasaron cuatro años para que la primera estudiante aprobara su examen de bachiller en Humanidades y pudiera matricularse en la Universidad de Chile. Se trató de Eloísa Díaz Insunza, santiaguina nacida en 1866 -hija del matrimonio formado por Eulogio Díaz Varas y Carmela Insunza- que el 11 de abril de 1881 recibió la felicitación del propio ministro Amunátegui por rendir una prueba brillante y al día siguiente se matriculó en Medicina.

Eloísa Díaz recordaría este episodio como el más importante de su vida: "Rendí esta prueba de noche y como una distinción, el Consejo que funcionaba en otra sala acordó entregarme inmediatamente el diploma (...) Sentí una alegría infinita. Por eso, hasta hoy, después de transcurridos tantos años, recuerdo aquel momento con íntima satisfacción", dijo en 1927 en una entrevista a "El Mercurio". El 2 de enero de 1887, el Presidente José Manuel Balmaceda le entregó su título de médico cirujano, por tratarse de la primera mujer profesional de Chile y también de Sudamérica.

De esta manera, Chile fue pionero en contar con mujeres profesionales en el continente. Incluso más: cuando Ernestina Pérez -nacida en Valparaíso en 1868, quien se recibió de médico una semana después que Díaz- fue a especializarse en ginecología en Alemania, se encontró con que las mujeres tenían vedado el ingreso a la universidad, por lo que tuvo que asistir a clases separada de sus compañeros por un biombo. Poco más de siete meses después de la titulación de Eloísa Díaz -el 25 de agosto de 1887- se graduó la primera cirujana de México, Matilde Montoya, y el 2 de julio de 1889 fue el turno de la primera médico y profesional de Argentina, Cecilia Grierson. Solo Estados Unidos tenía mayor trayectoria en formar profesionales femeninas: en 1845 se tituló la primera mujer, Elizabeth Blackwell, también en medicina.

En la práctica, la promulgación del decreto Amunátegui no generó un ingreso masivo de chilenas a la universidad. Después de las dos primeras profesionales ya citadas, hasta 1900 el máximo de casos de mujeres graduadas de la Universidad de Chile fueron nueve en 1892, el promedio era entre dos y cinco, y hubo años (1882 y 1884) en los que no egresó ninguna.

La historiadora y académica de la Universidad Católica y del Instituto de Investigación en Ciencias Sociales de la Universidad Diego Portales, Ana María Stuven, explica:

-Lo que hace el decreto Amunátegui es facilitar que los planes de estudio sean similares para que puedan postular igual que los varones. (En el fondo) estas leyes significan ponerse a tono con la modernidad, con el predominio de la razón sobre las creencias, y ese es un debate que empieza muy temprano.

Tanto Eloísa Díaz como su colega Ernestina Pérez se convirtieron en símbolos de un cambio significativo dentro de la sociedad chilena, para el cual tuvo que recorrerse un camino tortuoso.
 
Primeros pasos

Aunque antes de que el país comenzara su vida independiente, en marzo de 1810, ya se registraba la matrícula de Dolores Egaña Fabres en la Facultad de Filosofía de la Real Universidad de San Felipe, su caso resultó ser una anécdota. Según observa la historiadora Teresa Pereira en su ensayo "La mujer en el siglo XIX", este hecho excepcional fue producto de "la ilustración y refinamiento existente en el seno de su hogar", ya que era hija del doctor Juan Egaña, catedrático de retórica.

En ese entonces, lo usual era que las mujeres de sectores más acomodados aprendieran en sus casas algunas nociones básicas de lectura, matemáticas, idiomas y sobre todo la doctrina católica, además de labores manuales. Ya adultas, además del cuidado de los hijos y la administración del hogar, muchas de ellas se dedicaban a realizar labores caritativas y beneficencia, sin remuneración. En las clases bajas y zonas rurales en tanto, la instrucción era escasa y no era un requisito para los oficios femeninos (costura, artesanía, servicio doméstico), que las mujeres ejercían para subsistir económicamente. Lo que resultaba transversal a todos los estratos era que el principal rol de la mujer fuera el de madre y esposa, y su lugar, la casa.

En 1812, José Miguel Carrera, preocupado por "la educación del bello sexo", decretó que en los conventos y monasterios se dispusiera una sala para enseñar a las niñas a leer y escribir. El avance fue lento: el censo de 1854 registró que solo el 9,7% de las mujeres estaban alfabetizadas.

Desde que en 1828 Fanny Delauneaux de Mora fundó el primer colegio para señoritas, fueron particulares -generalmente damas ilustradas de fortuna- quienes asumieron y desarrollaron la educación femenina, que se diferenciaba de la instrucción de los varones, ya que cursos como economía doméstica y bordado reemplazaban contenidos científicos.

Ello generó un debate en el cual, a mediados de siglo, intelectuales como Juan Nepomuceno Espejo (entonces rector del Instituto Nacional) y la educadora Eduvigis Casanova planteaban la necesidad de ampliar el campo de conocimientos femeninos, como una forma de no limitar su desempeño al plano doméstico, permitirles entrar al mundo de las profesiones y darles mayores opciones de trabajo. Con este fin, Antonia Tarragó González fundó en 1864 el colegio de señoritas "Santa Teresa", que entregaba instrucción secundaria similar a la que recibían los varones e inculcaba seguir estudiando después del sexto de humanidades.

En octubre de 1872, dado que los exámenes de bachiller para acceder a estudios superiores se rendían en liceos fiscales -todos masculinos- y no había un precedente de establecimientos femeninos que participaran en este proceso, consideró necesario solicitar al Consejo Universitario, ente regulador de la admisión, que se validaran las pruebas de sus alumnas, amparándose en el decreto que establecía la libertad de exámenes, promulgado ese mismo año. Al interior del organismo se generó un debate sobre si las mujeres tenían derecho a acceder a grados universitarios, y el rector Ignacio Domeyko consideró que no les correspondía decidir a ellos y derivó la solicitud al Ministerio de Instrucción Pública, donde el proceso se fue aplazando. Cuando estaba a punto de resolverse favorablemente, hubo cambio de ministro, y el sucesor de Abdón Cifuentes, José María Barceló, nunca se ocupó del tema.

Pasaron cuatro años, y otra petición similar fue presentada el 1 de diciembre de 1876 por otra educadora, Isabel Le Brun de Pinochet, cuyo "Colegio de la Recoleta" (también conocido por el nombre de su fundadora, y donde estudiaron las dos primeras médicos chilenas) estaba completando su segundo año de funcionamiento y seguía el plan de estudios del Instituto Nacional. Aunque el Consejo demoró en hacer acuse de recibo, tras recibir un informe pormenorizado del establecimiento, a fines de diciembre concluyó que no había motivo para negar la solicitud, sin embargo no emitió resolución al respecto porque la sesión se había alargado mucho, y el asunto no se volvió a tratar en las sesiones de enero.

La entidad entraba en receso en febrero, período en el cual algunas de sus atribuciones se traspasaban al Ministerio de Instrucción Pública. Fue entonces que su titular Miguel Luis Amunátegui, quien había asumido junto con el gobierno del Presidente Aníbal Pinto en 1876 y que conocía las solicitudes de Tarragó y Le Brun, zanjó el asunto. El decreto con firma presidencial promulgado el 5 de febrero de 1877, establecía que las mujeres podían rendir exámenes para ingresar a la universidad en igualdad de condiciones con los hombres, por considerar "1° Que conviene estimular a las mujeres a que hagan estudios serios y sólidos; 2° Que ellas pueden ejercer con ventaja algunas de las profesiones denominadas científicas; y 3° Que importa facilitar los medios de que puedan ganar la subsistencia por sí mismas".
 
Reales implicancias

La historiadora Ana María Stuven señala que se malentiende el alcance que tuvo la medida del ministro Amunátegui:

-No dice que autoriza a las mujeres a entrar a la universidad, eso es un error de interpretación. Lo que establece es que puedan rendir exámenes válidos para postular, que es muy distinto. No había ninguna ley que les prohibiera ingresar, pero no podían porque no seguían los mismos programas de estudio que los hombres.

De ahí que el efecto más práctico de la disposición se dará a partir de 1893, cuando se establezca el primer plan de estudios secundarios para mujeres y se empiecen a abrir liceos femeninos fiscales, como el Liceo de Niñas N°1 "Javiera Carrera" en Santiago (1894). Esto sí será un impulso para que las chilenas paulatinamente accedan a la educación superior.

Karin Sánchez, doctora en Historia por The University of Texas At Austin y docente del programa de Magíster de la Universidad Andrés Bello, afirma que en este caso se da una situación que es muy común en América Latina, donde a menudo la costumbre está sobre la ley, por lo que "se hacen leyes para borrar costumbres", de ahí la paradoja de "permitir" algo que no estaba prohibido.

La académica investigó los registros de las reuniones del Consejo Universitario y la prensa de la época, donde la conveniencia o no de que las mujeres accedieran al conocimiento científico alimentó intensos debates entre la prensa conservadora y liberal, donde se llegaba a afirmar, por ejemplo, que determinadas carreras requerían de un esfuerzo físico que la naturaleza femenina no resistía, a lo que la contraparte respondía "entonces que se eduquen las robustas". También se le dio amplia cobertura a las gestiones de las directoras de los colegios, en especial a Le Brun, quien en tres meses logró el objetivo que su colega Tarragó venía persiguiendo por más de cuatro años. Sin embargo, la historiadora se resiste al enfoque reduccionista de la pugna entre estas dos posturas:

-Lo fascinante del siglo XIX es que nos estamos formando como nación tras la independencia, definiendo la ciudadanía que queremos formar, con pensamiento crítico, que sí se logró en algún momento. Surge también la opinión pública, como un ente inorgánico, lo que dice la gente. Lo relevante es que el decreto no es una política estatal sino que responde a una demanda que viene desde abajo, las directoras de los colegios que actuaron porque deben haber habido padres que querían que sus hijas estudiaran.

La directora de la Escuela de Historia de la Universidad Diego Portales, Consuelo Figueroa, concuerda en que el decreto Amunátegui no es "una dadivosidad del gobierno ni expresión del espíritu liberal de la época, sino que tiene que ver con demandas de mujeres por tener participación desde distintas esferas. Surge además en un contexto social bastante convulsionado, porque el país se encuentra en medio de un proceso de modernización capitalista, y de movimientos que sacuden a la opinión pública. Las crecientes demandas de las emergentes clases medias y obreras son ejemplo de ello".

El acceso femenino a la universidad tampoco cambió radicalmente el rol de la mujer en Chile, ya que se dio en carreras que de alguna manera eran la continuación del rol que tradicionalmente les había asignado la sociedad: "entran a Medicina y Derecho para atender enfermedades de mujeres y niños, casos de viudas; ya en el siglo XX se crea Trabajo Social donde el 99,9% son mujeres. Todavía, a más de 100 años, se siguen abriendo campos", observa Karin Sánchez.

Consuelo Figueroa agrega:

-Es cierto que el ingreso se dio dentro de una estructura patriarcal, en carreras feminizadas (visitadoras sociales, enfermeras, profesoras), pero también les dio herramientas para manejar sus propias vidas y les permitió incursionar en espacios nuevos, ya no solo como antes, desde la perspectiva caritativa. Todavía queda mucho por hacer: si bien hoy las mujeres están en la mayoría de las carreras, aún estamos revestidos de estructuras muy masculinas en muchos ámbitos, donde aunque las mujeres tengan un mejor desempeño, les cuesta insertarse en el mundo laboral. Las diferencias no son solo salariales. Por ejemplo, pensando en el mundo de la academia, donde si bien las mujeres entramos, se privilegia que sea el hombre el que desarrolle las teorías y se tiende a que la mujer esté más relacionada a temas administrativos, el quehacer más cotidiano de la universidad, que la distrae de sus investigaciones.

Las historiadoras coinciden en que aunque ha sido un proceso lento, no hay duda de que la educación ha sido clave para abrir espacios. También que desde siempre, con o sin posiciones de poder, hasta sin derecho a voto, la mujer chilena ha ejercido su influencia. El propio ministro Amunátegui consideraba que la mayor ventaja de contar con una mujer instruida era que podría educar sus hijos y aconsejar mejor al marido.

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