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Las Peñas

EL NUEVO COMIENZO DE GUAYAQUIL

domingo, 22 de enero de 2017

POR Arturo Galarce, DESDE ECUADOR.
Crónica
El Mercurio

La ciudad más grande y populosa de Ecuador libra una batalla silenciosa para lograr lo que hasta ahora es su deuda: dejar de ser un lugar de tránsito para turistas y convertirse en un destino en sí. Para lograrlo, artistas, gestores culturales y emprendedores, se esfuerzan por cambiarle la cara a una ciudad que, poco a poco, comienza a mirarse con otros ojos.



Sabes que estás en Guayaquil porque no has parado de sudar desde que llegaste. Porque las cucarachas y los grillos que crujen bajo tus zapatillas parecen alimentados con esteroides. Y porque en las paredes del hotel hay pequeños reptiles llamados geckos, lavándose los ojos a lengüetazos antes de perderse en la ranura de alguna puerta. Sabes que estás en Guayaquil porque la gente es empalagosamente amable y su ceviche incluye salsa de tomates y tomate picado. Sabes que estás acá porque la cerveza te la sirven con hielo, y porque después de tres noches descubres que los taxistas nocturnos son inmunes a las luces rojas del semáforo -"sería un tonto si me quedara ahí parado cuando no viene nadie", te dice uno, y solo atinas a sonreír nervioso-.

Sabes que estás en Guayaquil por lo que has leído antes de venir, y también por lo que oyes acá: que Guayaquil es un lugar de paso. La puerta de entrada al archipiélago de las islas Galápagos o la mejor conexión para saltar rápidamente en bus a las playas de Salinas o Montañita. Las cifras lo delatan: la estadía promedio de los extranjeros en la ciudad, según una encuesta hecha por una universidad local, es de apenas dos noches. Es decir, tiempo suficiente para detenerte en las paradas obligadas según los folletos de las agencias turísticas, como alimentar iguanas en el Parque Seminario, visitar a los animales amazónicos del Parque Histórico, y caminar por el moderno Malecón 2000, que bordea la inmensidad del río Guayas.

-Que está muy bien -me dice el gestor cultural Arnaldo Gálvez, calvo, pequeño, de lentes, piernas cruzadas, al interior de su guesthouse de tres pisos en Las Peñas, el barrio de moda y el más prolífico de la ciudad-. Pero Guayaquil no es solamente eso. Y ahí nos estamos equivocando. La otra vez tuve un canadiense que se quedó una semana y al cuarto día ya no sabía qué más hacer. Yo los entiendo. Acá se da mucho el turismo de convenciones. Se cree que los turistas solo buscan una comodidad 5 estrellas y no quieren salir del hotel. Eso también tiene que ver con que hay una idea de que Guayaquil es una ciudad peligrosa.
Hay razón en eso. El colapso financiero que sufrió Ecuador en 1999, y la dolarización del sistema monetario, que vino un año después, pulverizaron los ahorros de gran parte de la población. Los efectos de esa recesión son palpables en las calles de Guayaquil: si bien la ciudad mejora en infraestructura urbana y también en capacidad hotelera (con más oferta que demanda), no ha podido abandonar el podio de las estadísticas sobre vulnerabilidad social, cantidad de robos y homicidios.

-Eso hizo que la gente se refugiara en sus casas, en una ciudad que tiene todo para que la vida se haga en la calle -agrega Arnaldo-. Pero se entendió que sinónimo de seguridad era estar encerrado y rodeado de guardias. Nosotros creemos que eso no es así. Que la mayor seguridad viene cuando la gente se toma las calles. Es una batalla dura poder acercar a los visitantes a esas experiencias, pero hasta ahora nadie lo está haciendo.

Viernes. Barrio Las Peñas. 11 am. Este es quizá uno de los puntos con más vigilancia de la ciudad: dos casetas con guardias, ubicados a toda hora en los extremos del sector, controlan con barreras de acceso el tránsito de los vehículos, y otro puñado de vigilantes circula por los adoquines de Numa Pompilio Llona, la única calle de Las Peñas, y también por las escalinatas llenas de bares y restaurantes del cerro Santa Ana, a las espaldas del barrio.

El temor es el de siempre: que vuelvan los tiempos previos a la regeneración financiada por el municipio, que el año 2008 devolvió a Las Peñas la impronta colonial que tuvo desde comienzos del siglo pasado. Recién hoy, a seis años de su recuperación, es posible ver turistas caminando por su calle, tomando helados artesanales para capear el calor, o comprando réplicas de arte en la decena de galerías que hay a lo largo de sus 300 metros. Al final de la calle, los adoquines conectan con el proyecto inmobiliario y turístico Puerto Santa Ana: departamentos de lujo con vista al río Guayas, restaurantes y el museo de los equipos de futbol de la ciudad, Barcelona y Emelec.

-Yo soy la cuarta generación viviendo en esta casa -me dice Arnaldo, descendiente de un migrante calabrés.

Un año después de la regeneración, cuenta, renunció a su trabajo como subgerente en una sociedad fiduciaria y dedicó sus ahorros a la restauración de esta construcción, a la que bautizó como Casa Cino Fabiani.

-Las Peñas no estaba en el estado que la ves ahora -dice Arnaldo. En la mesa del comedor un grupo de franceses desayuna y ayuda con el aseo de la casa-. Nada de esto existía. Mi abuela se fue de aquí porque era muy peligroso. Toda esta recuperación ha hecho que el barrio haya sufrido una gentrificación en los últimos años. Hay artistas, pintores, fotógrafos, directores de teatro. Muchos anhelan vivir aquí, porque es como un oasis, pero a veces no se da. No es tan barato vivir aquí (el arriendo de un departamento puede llegar a los 660 mil pesos chilenos).

Arnaldo Gálvez abre los postigos de su ático y el río Guayas aparece en un encuadre perfecto: las aguas caudalosas, las nubes en el cielo, y el espesor selvático de la isla Sintay cortando el horizonte. A la derecha, una rueda de la fortuna gigante, la más grande de Sudamérica, el nuevo orgullo guayaquileño. Gálvez la mira y levanta las cejas haciendo no con la cabeza:

-La Perla. Así se llama. ¿Tú crees que eso atrae a turistas extranjeros? ¿Tú crees que a un parisino o a un inglés le interesa eso? Eso es circo para el pueblo, así de simple. Aparte que las luces en la noche me parecen terribles.

No sé qué decirle. Ayer tuve la intención de subirme, pero la plaga de grillos que apareció después de la lluvia -salen una vez al año, con las primeras lluvias del invierno ecuatoriano- me obligó a retroceder.

Una brisa sofocante nos cachetea el rostro. En este ático, cuenta Arnaldo, hizo las primeras "chupas" (carretes) que acabaron convocando un nuevo movimiento cultural en Guayaquil. Fue una sorpresa, dice, cuando el año 2009 decidió montar en una habitación la obra El Amante, de Harold Pinter, y una marea de desconocidos llenó el lugar, sedientos de nuevos espacios para interactuar. Los turistas llegaron recién el 2015, por Airbnb.

-Ahí comenzó mi misión como anfitrión -me cuenta Arnaldo-. Al principio me parecía raro recibir a personas que sabías que eran millonarias y querían venir a quedarse a mi casa, compartiendo el baño y habitación. Perfectamente podrían haber estado en el Hilton Colón, pero preferían estar aquí. Lo que empecé a hacer fue llevarlos personalmente a ver arte a otros lugares. Todo comenzó porque los veía aburridos, sin opciones. Lo primero que hicimos fue hacerles fiestas para entretenerlos.

Las fiestas, en realidad, fueron idea de Ana Villagrés, ex azafata, morena, alta, lentes de marco grueso, y que acaba de llegar a la casa de Arnaldo para planificar su nuevo proyecto: convocar a actividades urbanas a los turistas hospedados en los hostales y bed and breakfasts de la ciudad; actividades tan simples como caminatas libres, visitas a "huecas" (picadas) o fiestas en casas de amigos.

-No existe nada de eso. ¿Puedes creerlo? -me dice Ana-. Recién ahora se está hablando de tours en bicicleta por la ciudad. Guayaquil es una ciudad que está muy joven todavía. También queremos crear experiencias culinarias: los cangrejos, el encebollado, el ceviche, los bollos, las humitas. Hay un lugar llamado La Culata que es una "hueca" de comida típica y donde van artistas y turistas. Yo a ellos siempre les agradezco porque nos devolvieron la calle. Ahora puedes sentarte afuera, compartir una cerveza con amigos, comer un cebiche, y en un sector que antes era re peligroso. ¿Ya fuiste para allá?

Fueron dos asaltos. Dos veces encañonaron a Mariana Herrera, dueña de La Culata, cuando recién había convertido su pequeño bar en una "hueca" de comida tradicional "guayaca", cuatro años atrás. Su técnica consistió en mantener la calma en ambas oportunidades: entregó el dinero, mientras los comensales se debatían entre escapar o esconderse bajo las mesas, para después continuar la fiesta como si nada.

-Fue una pelea que había que dar -dice Mariana, morena, de sonrisa imponente-. La gente solo podía llegar acá en taxi o en su propio carro. Muchos no querían venir porque consideraban que era peligroso, pero fuimos perseverantes. Decidimos no tenerles miedo y poco a poco los delincuentes comenzaron a desaparecer. Al final, esos asaltos lo único que hicieron fue hacer más famoso al local -me dice, lanzando una carcajada.

Aprovechando su cercanía al barrio Las Peñas, Arnaldo Gálvez incorporó a La Culata dentro de los recorridos que ofrece a los turistas que pasan por Casa Cino Fabiani. Mariana ha dado cuenta de ese nuevo público.

-El turista busca encontrarse a sí mismo -dice, sentada en una de las mesas de su restaurante-. Busca que el espacio no sea de lujo y eso es lo que los ecuatorianos, o al menos aquí en Guayaquil, todavía no entendemos. El gringo quiere sentarse acá como si estuviera en su casa, un lugar donde pasen cosas, y pueda encontrar amigos.

Mariana parte a la cocina a picar tomate, cebolla para el cebiche encurtido que prepara.
Minutos antes, en otra de las mesas, el pintor Leonardo Moyano se echaba un camarón apanado a la boca y reflexionaba sobre su ciudad. Leonardo pertenece a una nueva generación de artistas que ha volcado la mirada hacia Guayaquil, tratando de entender una ciudad caótica y sofocante, asediada por la crisis y esa incesante sensación de peligro. Una de sus obras está en la casa de Arnaldo Gálvez: ahí se ve una caseta de seguridad levantada con andamios de caña, como muchas improvisadas en los patios de fábricas o barrios de la ciudad.

-Todo el mundo está queriendo hacer algo -decía Moyano-. Hay que ver cómo termina. Las crisis cerraron la ciudad y hoy en día hay una nueva generación y la gente está queriendo reflejarla y entenderla. Eso va a permitir presentarla a los que vengan. Si bien la regeneración es una fachada, hace diez años no podías ir a Las Peñas. Subías dos escalones y te robaban. Hoy eso ya no pasa. En el fondo la ciudad tiene el ritmo del "guayaco", que siempre quiere hacer todo a última hora. Es algo muy tropical: la gente es relajada, feliz. Hay como un dicho para explicarlo: no estás mal, ni muy bien. Estás bien. Y con eso basta.

Sábado. 23:00 hrs. Sin serlo, ni pretenderlo, la escalinata principal del cerro Santa Ana fue asumida por el imaginario guayaquileño como parte del recorrido del barrio Las Peñas. Los boletines turísticos también la metieron al saco: ahí se ven esas casas coloniales, pequeñas, con callejones llenos de tiendas de bisutería y restaurantes. Si lo transitas de día, puede que te quedes con eso. Pero la historia es otra: el proyecto del cerro Santa Ana fue parte de la regeneración de la ciudad, que comenzó el año 2001 y que terminó con la restauración de Las Peñas. Esto finalizó antes. Fue más sencillo: las casas fueron pintadas y, en algunos casos, apenas modificadas para darles ese aspecto colonial. Después de la entrega oficial, el municipio otorgó permisos a los propietarios para que montaran bares y restaurantes en sus casas, y así convertir esta zona en una extensión más de Las Peñas y el Malecón 2000.

El final de todo ese recorrido está en la cima de los 444 escalones del cerro, en una explanada que permite una visión del norte de la ciudad en 360 grados.

Una suave lluvia cae sobre Guayaquil. Subo las escalinatas. Hoy sábado es un hervidero de gente: jóvenes guayaquileños en su mayoría, arreglados para la fiesta, subiendo y bajando escalones, o haciendo fila afuera de los locales. La bulla proviene de diminutos karaokes o discotecas a cada lado de la escalinata, algunas del tamaño de lo que alguna vez fueron livings y dormitorios. Se oye rumba, salsa, cumbia. De vez en cuando los dueños de una casa, que no quisieron convertir sus dependencias en bares, lucen asomados en puertas y ventanas: hay abuelas en sillas de ruedas, matrimonios y niños esperando la hora en que la fiesta acabe para poder dormir.

En uno de los escalones, el señor Bolívar Méndez recibe el dólar con 50 que le extiendo, y me entrega un vaso plástico con cerveza.

-Esto no era así. La escalinata llegaba hasta el escalón 113. Para arriba era tierra y piedra y la gente no tenía ni siquiera agua. Ni pensar un turista caminando por acá -me dice Bolívar, parado afuera de su casa. En el interior hay un hombre en un computador y una mujer que va y vuelve de la cocina con vasos de cerveza.

A este cerro y el vecino El Carmen -y a cualquier conjunto habitacional salpicado sobre las lomas de un cerro-, cuenta Bolívar, se los conoce como "favelas". O "zonas rojas", como las llama la policía. Solo la escalinata del cerro Santa Ana ha perdido esa categoría. No el cerro en su totalidad: los callejones de la escalinata terminan en murallas de ladrillo y rejas de fierro, cerradas con candados para que puedan transitar los vecinos del otro lado del cerro: los que no fueron beneficiados con la regeneración.

-Si pasas esa reja, es difícil que salgas -me dice riendo Bolívar, medio en broma, medio en serio-. Nosotros tuvimos suerte. Esta oportunidad nos llegó en plena crisis económica. Por mucho tiempo nos sentimos despreciados y ahora usted puede ver, la autoestima de la gente es otra. Ahora uno tiene la oportunidad de hablar con extranjeros, conversar con ellos, hacerlos pasar a la casa, recomendarles dónde ir, qué hacer. Claro que faltan más oportunidades para que el turista pueda conocer a la gente, para que vea cómo somos los "guayacos" y no exista ese prejuicio.

Cuando lo dice, un grupo de turistas baja las escalinatas. Son los franceses que vi esta mañana en casa de Arnaldo Gálvez. Tres hombres y tres mujeres, flacos, delgados, altos, blancos como las luces LED que dispara esa rueda de la fortuna en el malecón, y que nadie termina de comprender.
-Ellos mismos -dice Bolívar, mirándolos, con la cara llena de dignidad-. Mire dónde andan. Antes habrían salido corriendo.

Las Peñas ha tenido visitantes reconocidos. Por estas calles se pasearon personalidades como el "Che" Guevara y Ernest Hemingway.

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