Hasta hace no tanto tiempo, el diseñador era un profesional identificado fundamentalmente con la dimensión funcional y estética de los productos gráficos e industriales. En nuestro medio, sus servicios eran requeridos tarde, mal y nunca –como reza el dicho- para proponer logotipos, etiquetas, envases y –a riesgo de sonar caricaturesco- era convocado a “hacer un mono”. Para un profesional creativo y sofisticado, entrenado para tener al ser humano como centro y foco de sus creaciones, la que describo no era una realidad con la cual sentirse muy valorado.
Durante la última década, la economía de la innovación logró consolidarse como un paradigma económico global y, en este contexto, una suerte de versión 2.0 del diseño logró instalarse entre empresarios y emprendedores, a través de la popularización de la metodología de trabajo conocida como design thinking. El término hace referencia a una estrategia sistemática utilizada en el último tiempo por los diseñadores, que permite enfrentar sus desafíos creativos con una comprobada eficacia. De ser una profesión blanda, surgida desde la subjetiva “caja negra” que es la cabeza de cualquier creativo, el diseño ganó credibilidad, jerarquía y poder en el mundo empresarial. En pocos años, el diseñador pasó a ser un especialista capaz de mejorar de manera concreta y comprobable el riesgo de innovar, ampliando el espectro de soluciones, acortando los tiempos de salida al mercado y, por sobre todo, aportando a entender con un enfoque divergente y original, la definición misma del problema a resolver. Así, los diseñadores dejaron de ser meros proveedores de soluciones creativas, y se integraron a la empresa como observadores agudos de la realidad y como intérpretes de las necesidades y deseos de los stakeholders de dichas empresas. Con ello, el diseño ingresó por la puerta ancha de las organizaciones, escuelas de negocios incluidas, y se convirtió en protagonista de la definición de sus estrategias competitivas. En este escenario, el diseñador pasó a incidir en la definición de la esencia misma de los productos, servicios y experiencias con que las empresas compiten para subsistir y crecer.
No es de extrañar entonces que la demanda por las carreras de diseño aumentó en forma considerable en los últimos años. El año recién pasado, por primera vez se matricularon más diseñadores que arquitectos en la facultad que alberga a ambas carreras en la Universidad Católica. Estudios de diseño como IDEO y Frog Design, se convirtieron en verdaderos símbolos del tipo de cultura y de capacidades que las empresas debían convocar para innovar con éxito.
Pero las aguas de la innovación, lejos de aquietarse, se están agitando y con gran fuerza. Ante la inminente irrupción de la manufactura avanzada, la internet de las cosas, las ciudades inteligentes y otras manifestaciones del nuevo tsunami digital, el diseñador tiene nuevamente el potencial y la oportunidad de saltar hacia la versión 3.0 de su disciplina. ¿Cómo? Integrando al terreno ya ganado en el ámbito del pensamiento estratégico, la capacidad de liderar equipos interdisciplinarios capaces de concebir, modelar, visualizar, realizar y evaluar los productos, servicios y experiencias que la realidad virtual, las impresoras 3-D, la robótica y otras manifestaciones de la nueva era industrial ponen a nuestra disposición. Su formación, que integra humanismo y base tecnológica, racionalidad y emociones, la persona humana como destinataria irrenunciable de su obra, deberían permitir al diseño ser la orquestadora por excelencia, del acto de creación de valor que llamamos innovación. En esta tercera etapa, el diseñador pasará desde el “design thinking”, al “design leading”.
Por cierto, lo que describo es un escenario hipotético y habrá que trabajar duro para que ocurra, realizando ajustes en las mallas curriculares de los diseñadores, redefiniendo el mindset de las escuelas de diseño, buscando asociatividad con escuelas de ingeniería, de economía y de negocios, entre otras. Un diseñador 3.0 así concebido, tendría la capacidad de ganarse nuevos espacios y de ocupar cargos inéditos en las organizaciones, tanto públicas como privadas. Apple (¡quién otro!) ya dictó una pauta en este sentido, cuando designó al principal responsable por sus más innovadores productos, el diseñador Johnathan Ives, como chief design officer, un cargo del más alto nivel en la jerarquía de la organización, con llegada e influencia directa sobre el gobierno corporativo de la empresa más innovadora de nuestro tiempo.
Por cierto, el Diseño 3.0 requerirá de un entorno favorable para florecer: Directivos universitarios visionarios, diseñadores ambiciosos y con espíritu de servicio; desde el Estado, serían muy bienvenidos incentivos e instrumentos que fomenten el rol del diseño como fuente clave de innovación. En este sentido, para qué decir lo deseable que sería contar en nuestro país con una institución público/privada en la línea del Design Council de Gran Bretaña, que ha jugado un rol clave en el liderazgo que el diseño y las industrias creativas han alcanzado en ese país. Pero dejaré el tratamiento de esto último como material para una próxima columna.