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Investigadora y referente de la cinematografía nacional

La gran película de Alicia Vega

martes, 11 de octubre de 2016

Por María Cristina Jurado. Fotografías: Sergio López Isla.
Crónica
El Mercurio

Con su ojo privilegiado y su expertise, pudo haber sido una cineasta icónica. Pero esta documentalista e investigadora optó por el registro histórico. Aquí revela sus razones para estar detrás de la cámara y repasa una de las experiencias más marcadoras del cine chileno: sus 30 años de talleres para niños vulnerables.



Era 1948 y Alicia Vega había cumplido los 17. Recién egresada del colegio, ya pensaba en su futuro. Pero, justo antes de Navidad, empezó con síntomas que, pronto, desembocaron en una tuberculosis. No se imaginó lo que siguió: fueron largos cinco años en cama para esta, una de las mayores expertas en la historia de la cinematografía nacional. Recuerda:

-En esa época no había estreptomicina y, en realidad, yo debería haberme muerto porque tenía los dos pulmones comprometidos. Me pusieron neumotórax -que era lo que ponen en La Montaña Mágica- y me sanó uno. Pero el otro seguía malo. La estreptomicina no llegaba a Chile, mi papá se la tenía que conseguir a través de la Embajada de Italia. Finalmente, salí. Mis amigos, que estaban en la universidad, me llevaban lectura. Leí mucho, de ahí fui sacando esta cosa del cine.

A los 22, Alicia Vega había leído lo que una adolescente de los años 40 se leía en una vida. "Éramos una familia muy ordenada. Mi papá estudió leyes, era muy severo, muy ordenado. Y luego estudió literatura como amateur. Yo heredé de él el orden y el gusto por la lectura". La tuberculosis no solo marcó sus pulmones, también su óptica del cine. Alicia pudo haber sido cineasta, pero eligió la investigación, la docencia y el registro histórico.

-¿Por qué no fue cineasta?

-Nunca me gustó filmar. Seguí un curso de documentales y no me interesó filmar. Es una excusa, pero lo condiciono siempre a mi salud. Yo siempre pensé que un cineasta tiene que estar en las Cataratas del Niágara, con frío o calor, haciendo lo que necesita para lograr su imagen. Yo eso no lo podía hacer.

Entró al Teatro de Ensayo de la UC a oír clases teóricas que le sirvieron después en su carrera de investigadora para identificar mejor a los personajes. El teatro le encantó, también el arte. En 1956 vio un aviso de la Universidad Católica en que publicitaban el primer curso de grado universitario de cine documental. Tenía 25 años. Lo impartía el sacerdote jesuita Rafael Sánchez, creador del Instituto Fílmico en 1955. Alicia estudió cuatro años y descubrió el cine, la pasión que le duraría una vida. Cuando en Chile este arte despuntaba, Rafael Sánchez fue un maestro que formó a varias generaciones; entre ellas, a la del cineasta documental Patricio Guzmán. En el Fílmico, Vega se realizó:

-Las películas que vi me encantaron. Es como con los libros, que uno lee uno y va a otro, un autor remite a otro. Y yo dije "esto es lo que a mí me gusta". Pero siempre pensando en la teoría del cine. No en hacerlo, eso no. Fue algo que descarté al tiro, no me llamó la atención filmar porque no he tenido nunca esa cosa creativa de inventar, no, no. Por eso calzo tan bien, porque con Eduardo (Vilches) estoy casada con un creativo. Entoces ¡ya dos es mucho!

-A usted la llamaba la investigación.

-Sí, la pesqué muy bien ahí y Rafael Sánchez me nombró su ayudante. Fui su asistente de dirección en "Las Callampas", me tocó dirigir varias tomas ahí, cuando Sánchez no iba. Pero no me llamó la atención, nunca me gustó. Seguí haciendo clases en el Instituto Fílmico y en otras escuelas de la Católica. Estuve 30 años en la UC y en la Chile.

La docencia le gustó "porque a los alumnos se les podía abrir horizontes. Encontraban elementos del cine que les iban ampliando su calidad de estudio. Yo les recomendaba películas. Era muy enriquecedor". No solo tuvo estudiantes de cine, también de ingeniería, de danza y medicina.

En tres decenios, Alicia Vega se convirtió en un nombre esencial en el mundo de la cinematografía.

También escribió. En 1979, publicó "Re-visión del cine chileno", donde analiza los problemas de la industria y, en 2006, "Itinerario del cine documental chileno 1900-1990", un análisis de 259 documentales filmados en el país. En 2008 ganó el premio Pedro Sienna, que reconoció su trayectoria como educadora y formadora de cineastas.

-Usted es admiradora del cine de Herzog y de Leni Riefenstahl. ¿Para usted lo artístico pasa por encima de lo ideológico, dado el pasado nazi de Riefenstahl?

-Ella tenía un oficio y lo manejaba muy bien, era brillante. Entonces uno dice: 'Si ella era facha, ¿por qué se le va a negar el talento que tenía?'. A mí esa cosa no me gusta. No me gusta eso de 'porque es tal cosa, invalida la otra'. No. Eso no es así y creo que hay que reconocerlo.

-Ese punto de vista, ¿le ha servido como investigadora?

-Claro. Porque hay muchas películas que son de izquierda, pero son panfletarias y pésimas. Y no porque uno esté defendiendo esa parte ideológica va a decir que son estupendas. Y, en general, esa es la falla que tiene la mayor cantidad de películas que se hacen actualmente. Porque son temas válidos en el mundo entero, pero las manos que las hacen son bien discutibles.

-¿Qué opinión tiene del cine chileno en los últimos diez años?

-No veo mucho porque no es tan bueno como para verlo. En documentales, me gusta mucho Ignacio Agüero, toda su obra es realmente brillante. Y de (Patricio) Guzmán, la película que me gusta de él, es la del desierto, 'La nostalgia de la luz', la encuentro maravillosa. En las otras, creo que él jugó con un montaje que es de izquierda, y eso pesa mucho. Y hay una repetición y una fuerza en eso, pero se sabe que se está dando para públicos que quieren eso. A mí me gusta más una perspectiva más profunda, de más sensibilidad. Yo creo que cuando le meten al montaje estas cosas de impacto, va empobreciéndose. Y eso es lo que tiene la Riefenstahl, que ella nunca pierde el control. Está usando un montaje más violento y el más perfecto, pero nunca pierde el control. Y era una mujer que no había pasado por ninguna escuela. Era un talento muy fuerte, totalmente natural.
 
A los pies del río

A los trece años -era 1944- se embarcó en una experiencia que modificó su vida para siempre. Como monitora de catecismo de niños pobres, bajó un día con uno de sus hermanos al lecho del río Mapocho porque algunos de sus alumnos habían faltado a la preparación de la primera comunión.

-Y esta gente vivía con los pies en el río. Y para arriba, tenía unas casuchas que eran impactantes. Ahí yo vi mucho alcoholismo, muchas mujeres borrachas, los niños lo pasaban muy mal. Yo volví a ese lugar cuando filmábamos 'Las Callampas'.

Los niños tenían labio leporino, eczemas o violentos ataques de asma. Ella los subía como podía a un taxi y los llevaba al hospital. Desde la Acción Católica, catequizó a pequeños vulnerables durante cuatro años, desde sus 13 hasta los 17. Su papá siempre pagó los taxis y su madre, eximia cocinera, mandaba cestas con roscas.

Cuarenta después, en 1985, el impacto del Mapocho en su vida cristalizó en unas de las experiencias más marcadoras que han existido en el cine chileno y que definió lo medular de la carrera de investigadora de Alicia Vega: la creación de talleres infantiles de cinematografía para niños de poblaciones vulnerables. Una osadía que quedará en los anales del país y que ella concluyó recién en 2015, un año antes de cumplir sus 85. Seis mil chilenos menores de doce años -la mayoría proveniente de hogares donde nunca se vio una película- que pasaron por las manos de esta docente universitaria y cuya vida fue, desde entonces, un poco mejor.

Un año después de terminada la experiencia, Alicia Vega recuerda su génesis:

-En el Mapocho, de joven, yo noté que los niños necesitaban afecto. Era gente que estaba pisando lo último. Ahí sí que había harapos, porque en esa época no existía la ropa usada. La gente vivía con mucho frío, sin zapatos. Y eso era una imagen desgarradora, yo nunca me olvidé, los tenía siempre presentes. Entonces, cuando aprendí cine, dije: 'Esta es una cosa que yo puedo compartir'.

En estos días, junto al cineasta Ignacio Agüero, prepara lo que será la Fundación Cultural Alicia Vega, que ella presidirá. Desde allí, quiere poner a disposición de investigadores y estudiantes sus escritos que, minuciosamente, hizo de cada taller. Un trabajo técnico y objetivo. Dice:

-Me interesa dejar un registro totalmente ordenado de lo que pasó. De manera que, si en veinte años más, un estudiante de la universidad quiere hacer un trabajo sobre esta experiencia de 30 años, estén los elementos. Yo tengo una costumbre que es mía: la seriedad en materiales y fuentes. Si pongo en el resumen que fueron 81 niños, no estoy inventando. No puse 20 niños de más para llegar a los 81. Es un registro absolutamente fiel.

Recuerda que una vez que comenzó con los talleres la gratificación fue instantánea.

-Uno ve a un niño que se le abren los ojos, se ríe y queda feliz porque ha hecho algo con sus propias manos. Entonces, cuando termina la película, todos gritan 'de nuevo'. Y la vemos otra vez, y vuelven a aplaudir en las mismas partes y a reírse. Uno dice: 'Este niño ya no es igual, le añadí un pedacito de felicidad'. Mi prioridad fueron los niños pobres, porque yo sentí que no tenían oportunidades. Quise dedicar mi vida a quienes no tienen un papá o una mamá que les digan: 'Vamos a comer pollo este domingo o vamos a ir al parque'. No hay plata, no hay tiempo, no hay salud. Yo he comprobado, con mis talleres en poblaciones, que los niños de hace 30 años hoy son tan pobres como en ese tiempo.

-¿A pesar del progreso de Chile?

-Progresó el ambiente: ahora las calles están pavimentadas, hay faroles, agua en las casas, un retén, las ambulancias llegan a la casa del enfermo, pero adentro la pobreza es igual. Y están tan separados de las cosas materiales como hace treinta, cincuenta o sesenta años, cuando yo empecé a ver niños pobres. Pero ahora la tecnología les presenta con mayor fuerza y esplendor lo que pueden comprar.

Alicia enfatiza la palabra pobreza, "lo demás es un eufemismo". Nunca se permitió lazos emocionales: era una experiencia marcadora de acceso al conocimiento y debía quedar como tal. Sus talleres migraron de una población marginal a otra. Vega era ayudada por unos dieciocho monitores, estudiantes de cine o documentalistas. A los asistentes les enseñaban desde el taumatropo y el zootropo hasta un filme de Chaplin. En una ocasión proyectó "Crin Blanco", donde un protagonista infantil abandona una carne a medio asar. Los alumnos, que no conocían lo que era un asado y no podían entender que alguien perdiera comida, terminaron casi llorando.

-Y es que ellos habían pasado hambre...

-Por supuesto, y están pasando. No había asado en su casa. Les tuvimos la sorpresa a la semana siguiente, llevamos parrilla y les teníamos un asado. No lo podían creer: fue una felicidad enorme.

Pero Alicia no solo era la maestra de cine. "Tengo la costumbre, y ese es trabajo mío, yo barro la sala con la escoba. A veces hay que barrer porque hay agujas de las drogas o botellas rotas, los niños no tienen porqué verlas. Cuando van al taller, yo quiero que se sientan esperados como si fuera su cumpleaños. A todos se les sube la autoestima", dice hablando en presente como si esa experiencia aún no terminara.

Cuando hizo su primer taller en Conchalí, le pidió a su alumno Ignacio Agüero "un registro en cine, un rollito de película de unos ocho minutos, cinco minutos. Y él fue, de buena persona, y lo filmó". Pero Agüero, sorprendido por esta experiencia inédita, decidió hacer un documental. Así nació "Cien niños esperando un tren" en 1988, filmada en Lo Hermida y que ganó el premio a la mejor película chilena otorgado por el Círculo de Críticos, además de galardones en el American Film & Video Festival y en el Latino Film Festival de Nueva York.

En estos años, Alicia Vega siempre armó todo a pulso, pidiéndoles financiamiento a los amigos -entre ellos a Bélgica Castro y Alejandro Sieveking-, a embajadas de países como España, postulando al Fondart. Pagaba a sus monitores porque quería un trabajo perfecto. 
 
La vida con menos angustia

Alicia Vega recibe invitaciones de universidades en todo el país, de institutos culturales. "Por eso no tengo email personal, estaría todos los días en algo. Y cuando me piden algo, o viene un alumno y me ocupa la tarde entera porque está haciendo su tesis y necesita un consejo sobre el cine chileno, yo con mucho gusto le regalo cuatro horas de mi vida".

La casa de 1922 en Ñuñoa -donde crecieron sus hijos (Flora, arqueóloga, y Manuel, músico) y vive con quien es su marido desde hace 50 años, el grabador Eduardo Vilches- es de un orden meticuloso. En las alacenas, en sus colecciones de maderas antiguas, sombreros, linternas mágicas y proyectores de cine, un orden de piso a cielo. No tienen nana.  Acercándose a los 90, su propiedad es impecable.

-¿Cómo ve su vida a los 85? ¿Qué le ha faltado, qué carencia tuvo?

-Ninguna. A mí me habría gustado tener menos angustia. Porque en estos treinta años hubo dos veces que no pudimos hacer el taller porque no logré conseguir el dinero.

-Y tuvo siempre a su familia detrás...

-Cuando empecé con los talleres, mis hijos tenían alrededor de 15 años. Les dije que eran lo que yo más quería junto a su papá, pero que ahora quería trabajar con niños pobres. 'Es mi expresión', les dije. Y lo tomaron bien. 

-¿No teme un vacío?

-Tengo menos resistencia que hace 30 años. Pero creo que terminé en un buen momento. No tengo miedo porque recibí una generosidad muy grande de parte de mi familia. Y es que yo ocupé esta mesa, que es parte del comedor, como mi escritorio durante años. Como no tengo plata y nunca tuve, ocupé la casa: en esta mesa de comedor escribí. Fueron generosos en que han almorzado y comido en la cocina durante años. Mi máquina de escribir siempre ha funcionado aquí. *

"Cien niños esperando un tren", de Ignacio Agüero, ganó premios y consagró los talleres de Alicia en poblaciones marginales.

"Nunca me gustó filmar. No me interesó", dice Vega, a los 85. Ha dedicado su vida a la academia y a la investigación.

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