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Ciudad del Este

LA AXILA del mundo

domingo, 14 de agosto de 2016

por Alberto Fuguet. Publicado: 1 de marzo de 1998.
Crónica
El Mercurio

Un artículo polémico y señero, que marca la diferencia entre "crónica de viajes" y "turismo". Este es un duro registro sobre la ciudad paraguaya, "fronteriza como el viejo oeste", donde "todo se vende, se transa o se trafica", y que dejó al autor con el deseo de nunca volver: "Si el paraíso del libre mercado existe en alguna parte, este es el infierno".



Desde que regresé de Ciudad del Este, tengo una pesadilla recurrente: sueño con volver. Quizás sea una maldición, un castigo por andar por ahí hablando mal de un lugar que, al final, sólo desea tener una oportunidad.

No deseo volver, no se lo deseo ni a mi mejor enemigo.

A lo mejor fue un error ir. Mis tobillos están marcados con las rojas costras de las picadas de los mosquitos. La pesadilla se repite y no me gusta. Siempre es igual: camino, rodeado por la chata muchedumbre embriagada de mate que me intenta vender todo aquello que no deseo en la vida. Avanzo apenas en medio de la sofocante lluvia negra que inunda las destrozadas callejuelas de este acantilado que es Ciudad del Este. Más allá, está el puente. Y abajo, avanza el río, una cicatriz mal suturada, coagulada de pus e insectos, que más que unir países divide a gigantes de enanos.

Estoy, de nuevo, en la axila del mundo. Un rincón tan sudado como perdido, innecesario, hediondo a contrabando, peludamente violento y peligroso. Un sitio bastardo, mestizo, mal parido. Bienvenidos a la frontera, el lado oscuro del capitalismo, el nuevo far-west donde nada resultó, donde todo salió mal y a la ley aún le falta un par de décadas para arribar.

Ya en el avión supe que estaba cometiendo un error. Un chico paraguayo, bueno, serio y muy afeitado, regresa a casa, de vacaciones. Estudia un posgrado en economía, en Santiago. Es parte de la clase alta paraguaya, esa casta que ilustra las fotografías a color de la vida social del diario ABC y que pulula por las exclusivas orillas del lago azul de Ipacaraí. Arribismos de un país-isla que confunde ser mediterráneo con club-med.

El chico intenta pedirme disculpas por Ciudad del Este. No entiende el motivo del viaje. Tampoco se lo digo, por pudor. Algún tiempo atrás, en un diario foráneo, leí sobre una lista de los peores lugares del mundo. Ciudad del Este representaba América Latina. "La axila del mundo", comentaba un extraviado mochilero nórdico que salió ileso de ahí. Subrayé la frase, busqué el lumpanar en el mapa y me prometí algún día peregrinar hasta la capital del pirateo, del contrabando y de la estafa.

El chico me dice que tenga cuidado. "Extremo cuidado". Recomienda un hotel, ciertos shoppings. "Cierren la puerta con llave, coloquen una silla detrás por precaución". Le pasa al fotógrafo su tarjeta. Nos insta a conocer Asunción, las ruinas jesuitas o las profundidades del Chaco. Mientras más mal habla de Ciudad del Este, más deseos tengo de llegar.

Ciudad del Este es como mirar una mala película de gangsters de Hong Kong, pero más encima con subtítulos en portugués, en la parte de atrás de una lavandería coreana saturada de vapor caliente y fideos latigudos. ¿Se entiende? La ropa que entra posee marcas de modistos codiciados, pero son puras imitaciones. De las bastillas caen drogas, tarjetas de crédito robadas. La ropa aquí se lava junto a los dólares. Un indio guaraní, sentado sobre cajas de cartón repletas de contestadoras automáticas que nunca pagaron impuestos, sorbe su mate aceitado con Johnny Walker etiqueta negra y continúa jugando Game-boy sin dejar de escuchar los alaridos de Alejandro Fernández, un nuevo ídolo mexicano con pinta de torero, que sale de un CD total y relucientemente falso. Así es Ciudad del Este. Algo así, pero peor.

Me demoré tanto en llegar a Ciudad del Este que nunca me quedó claro si seguía en el continente o no. Por un lado, me parece familiar. Por otro, totalmente ajeno. ¿Es esto América Latina? Sí, pero Laura Esquivel sería violada bajo el Puente de la Amistad por mentirosa. Aquí la selva, lujuriosa y salvaje como la melena de una virgen en celo, se taló entera. El suelo es rojo, de greda. El ecosistema dejaría a cualquier vertedero de Santiago con status de Parque Nacional.

Ciudad del Este está a 370 kilómetros al este de Asunción. El bus nocturno anuncia cinco horas de trayecto. Llueve como en un plagiado cuento de realismo mágico. El camino se corta o el puente se eleva, no sé. Dormía. El viaje, al final, dura doce horas. Y sigue lloviendo. La humedad, creo, supera el cien por ciento y una brisa hizo descender la temperatura de 38 a 35 grados como si esto fuera un pisco en oferta y no una atmósfera donde uno, supuestamente, debería desarrollarse como persona.

Es domingo y todo, menos el hotel y un local de fast/slow food, apodado Montecristo, está cerrado. El menú ofrece sopa paraguaya, pero no es un caldo, posee maíz y mejor no sigo con los detalles. Aquí lo que hace que el reloj haga tic es el comercio, pero no hay malls ni, al parecer, familias, por lo que todo está cerrado con grandes candados. El único cine se llama Avenida y queda en una calle infecta salpicada de hombres que duermen en el suelo. Anuncian una de Van Damme, pero, por ser domingo, hay un programa doble porno familiar. "Y en celuloide", me dice un tipo sin dientes pero con gruesos anteojos. Para creerse una ciudad que progresa, la axila es muy tipo 1970, dentro de todo.

Todos en la axila me dicen: Ciudad del Este tiene mala fama. Una mancha en el nuevo Paraguay democrático (la semana que estuve salieron tanques a la calle y un general golpista cayó preso, pero sigue de candidato y capaz que gane). Ciudad del Este, me informan, posee una pésima reputación nacional e internacional. Y eso no ayuda a la inversión. ¿De qué inversión me hablan? Esto es llegar y saquear.

Un taxista me cuenta la firme, me revela cosas, critica con angustia su entorno. Después me dice: "No vayas a escribir mal de la ciudad, caraí".

Caraí es señor, en guaraní. Acá todos hablan en guaraní. Todos son bilingües. Hablan entre ellos en guaraní y es en ese momento que uno capta que lenguaje es poder.

Yo le sonrío al taxista. Busco cosas buenas que decir. Pero el lugar es peor de lo que me imaginaba. Peor porque, para más remate, es fome. Y no hay una sola librería. Razón suficiente para odiarla. Trato de pensar en las ofertas, las gangas, los insuperables precios de las mercaderías: teléfonos inalámbricos, radares contra la policía, relojes imitación Tag. ¿De verdad uno necesita este tipo de cosas? Vale, hay zapatillas Nike que están baratas, pero el lugar donde las venden me supera. Soy incapaz de tomar una decisión cuando hay cien mil cajas de zapatillas entradas a la mala mirándome. Recuerdo el calor y el intenso olor a transpiración de cientos de vendedores informales de desodorantes y perfumes se atasca en mis tabiques:

"No, lo siento, hermano, este pequeño artículo tampoco ayudará a mejorar su fama internacional".

¿Qué fama?, además. ¿De qué estamos hablando? No nos subamos por el chorro. Nadie excepto los brasileros (y ciertos chilenos con sobrepeso que, claro, quedan locos) saben que existe este infierno mercantil. Ciudad del Este está entre los peores lugares del mundo. Si Tijuana, México, no se pone las pilas, capaz que Ciudad del Este suba en el ranking.

En la axila hay muchas farmacias. A cada rato, dos o tres por cuadra. Es el precio de vivir en un lugar enfermo, supongo. Las farmacias son oscuras como ferreterías, y la gráfica de las cajas de los remedios recuerdan los avisos de la revista Ecran. También venden chatarra de perfumería importada como bronceador a base de guayaba y canela.

La mujer encargada canta Por debajo de la mesa, de Luis Miguel. Tomo esto como una señal. Le digo que necesito pastillas para dormir ya que debo tomar un bus infernal (lo que es cierto). Me responde que necesito una receta. Le digo que tengo una en Chile, pero acá no. "¿Conoce a un médico?", le pregunto. Me dice que, para ahorrar tiempo, ella me puede hacer una receta. "Te sale menos", me resume. "¿Cuánto?". Unos cinco dólares. Le digo que sí, siempre y cuando la pueda aprovechar para llevar un par de cosas más. Valium, por ejemplo. Ella anota. Y Bromazepán. Flunitrazepán. Pienso en otras drogas prohibidas pero no se me ocurren.  "¿Anfetaminas tiene?". "Sí, claro", me dice, "pero la receta le subiría a siete dólares".

El viejo tema del pecado original. ¿Aquello que nace del mal se transforma en el mal? ¿No hay redención, entonces? ¿Existe la segunda oportunidad? ¿Puede una ciudad, tal como una persona, cambiar de pista, salirse de la rotonda, y enmendar su rumbo?

El 3 de febrero de 1957 el dictador Stroessner y sus esbirros fundan Puerto Stroessner a orillas del Paraná, justo al frente de Brasil, kilómetros más arriba de donde el mismo río se enancha al aceptar el torrentoso Iguazú, formando así el triángulo fluvial de las tres fronteras, con Argentina al otro lado.

Puerto Stroessner, primero. Así lo bautizaron. Después, en los sesenta, con la construcción del puente "De la Amistad" que une el centro con Foz, al otro lado del río, el asentado muta en Ciudad Presidente Stroessner. Ahora, para ser políticamente correctos, se llama Ciudad del Este. ¿Cambiar de nombre es cambiar de destino? ¿Qué es lo que uno borra? Ciudad del Este, ahora capto, es como esos asesinos a sueldo que, luego de traicionar a sus jefes, se someten al Programa de Protección de Testigos del FBI. Desaparecen del mapa, cierto, para luego retornar al mismo sitio con otra identidad. Con otro nombre. ¿Borrón y cuenta nueva?

De verdad que me da pereza citar Blade runner. Es poco creativo, tiene algo de chiste-para-amigos y tiene bastante de lugar común. Aún así, lo cito. Ciudad del Este es como Blade Runner. El futuro llegó y mira cómo. Si Los Angeles es la capital del Tercer Mundo, Ciudad del Este es la capital regional del Cuarto. Desde Foz, en Brasil, la puesta de sol es un momento Kodak. El ciclorama de fucsias y lilas iluminan los rascacielos de Ciudad del Este. Uno respira progreso, modernidad, adelanto. Hasta que llegas. Ahí te arrepientes alguna vez de haber mirado mal el barrio Patronato.

Ciudad del Este es multicultural en el mal sentido. Aquí están todas las razas, pero hay cero mezcla. Todos se odian, arman sectas, grupos. Desconfianza pura. Toda la energía multirracial se anula. Hay árabes y sirios, miles de chinos y coreanos, hindúes y nazis, brasileros de todos los colores, argentinos chanta, paraguayos y guaraníes. Aquí los inmigrantes no llegaron buscando la libertad (muchos llegaron en plena dictadura), sino con el afán de ganar dinero en lo que sea.

Aquellos sociólogos que hablan de una "era posnacional" deberían venir para acá. También los economistas. ¿Un sistema sin fronteras? Este es el lugar. Se transita sin carnet, pasaporte, como por tu casa. Mercosur puede ser pura merca pero al menos ha facilitado el cruce de puentes. Tomas una micro paraguaya y cruzas, sin que alguien te mire, a Brasil. A nadie le importa. Igual, a la larga, no te puedes quedar.

En Ciudad del Este, los rascacielos, todos mal terminados, hechos a la rápida, sin respetar el entorno (como si estuvieran en Santiago), se alzan entre chozas y carpas, frente a calles de barro. El pavimento se ha anulado de tanto uso: autos, taxis, buses interfronterizos, vans corvi y carretones. Nada parece terminado.

Las callejuelas están cubiertas de bolsas de plástico que tapan el sol, la lluvia y la contaminación. Por las veredas, pasillos y pasajes laberínticos merodean, como ratas, los más de dos mil niños huachos. Se mezclan con los siete mil vendedores ambulantes informales que venden ropa usada yanqui, poleras de Ronaldo y Chilavert, paraguas que se dan vuelta y unos monos de plástico llamados Bananas con Piyama.

Los miércoles y los sábados, días de mercado, es tal el gentío que, dicen, la ciudad duplica su gente y el puente se atocha y no se mueve.

Cuando Stroessner fundó su ciudad modelo, su proclama fue Paz, Trabajo, Bienestar. Era el slogan oficial. Hoy sólo hay trabajo. Por eso, a pesar de todo, gente llega. Todos creen en el sistema. No el que conocemos, sino el otro: el informal. Si logras juntar el dinero suficiente para una buena coima, capaz que llegues muy lejos.

Paraguay es zona de mate. Dejan a los argentinos como aficionados. El mate tiene que ser una droga, si no, no se entiende. Es la vacuna necesaria para no darse cuenta, agachar la cabeza y aguantar. Todos toman tereré, que es mate frío con hierbas digestivas.

El calor, lo he dicho ya, es festivamente horroroso. Cuesta caminar. Nadie usa shorts ni sandalias. Les parece poco serio. Esto en una ciudad donde puedes comprar desde bebés a metralletas Uzi.

La hierba paraguaya, la otra hierba, es famosa y no cuesta mucho conseguirla, aunque a los despistados les venden pitos rellenos con orégano. Un brasilero muy bronceado que vino de Minas Gerais a comprarse una moto barata (robada, lo más probable, en Minas Gerais) me cuenta que le compró a un vendedor ambulante 250 cc del perfume CK Be y 10 gramos de blanca, o sea, cocaína. Todo por 30 dólares. La coca resultó ser sal (suficiente para hacer charqui) y el perfume, por muy unisex que sea, era ese tipo de orina que uno expulsa luego de comer demasiados espárragos.

En la axila hay shoppings, no malls. Creo que lo dije. Los shoppings son como las galerías cerca de la Plaza de Armas. Son inmensos y, uno estima, nuevos, pero parecen reliquias. Nada de plazas con flores o techos de cristal. Son locales, casi todos estrechos, donde las cajas y la mercancía son lo único que vale. Los mejores shoppings son indignantes y los malos, más o menos iguales. El Vendome intenta importar clase, pero nunca llegó. El Lai Lai se dedica a los computadores y es un dinosaurio sin coordinación. El Mona Lisa es una multitienda pensada en prostitutas de alto vuelo y sus clientes favoritos. En el subterráneo hay una cave de vinos franceses y un piso entero está dedicado al civilizado deporte del golf.

Pensar que esta ciudad no sólo es nueva, sino que se fundó. Me baja el mismo escozor que cuando veo la rotonda Atenas. Ciudad del Este, tal como Washington DC, se planificó. Si es cierto que uno puede juzgar un pueblo por su arquitectura, prefiero omitir mi opinión. Las Vegas y La Dehesa quedan mejor paradas. Hay pagodas, mezquitas y bloques laminados de espejo, pero al menos esas construcciones intentaron hacer algo. En Ciudad del Este no reina el mal gusto, sino la ley del menor esfuerzo.

El Essomarket de Ciudad del Este brilla como un oasis civilizado en medio de la oscuridad. Es muy tarde y los choferes de los innumerables taxis toman mate y conversan y esperan llevar a los pocos extraviados de regreso a Foz. Los oídos me duelen luego de haber estado en un café-karaoke atosigado de coreanos que cantaban Caminito, versión Julio Iglesias, que, ahora que lo pienso, quizás sea la mejor de todas.

El Essomarket de acá es donde los brasileros que cruzaron en auto se aprovisionan antes de regresar. No a Foz sino a lugares tan lejanos como Sao Paulo, Curitiba o Porto Alegre. Casi todos los que están esta noche son adolescentes con carnet nuevo y facha de ser parte de un grupo de chicos que canta para chicas. El Essomarket vende hot-dogs, empanadas paraguayas, Gatorade, castañas de caju, champaña francesa, cerveza, ron, caviar, aspirinas, mostaza Dijon y preservativos lubricados. Los Back Street Boys, versión dark, en un gesto fronterizo, toman Quilmes, Brahma y la local Bavaria. Le pregunto al guardia con metralleta (acá todos los nocheros y guachimanes poseen metralletas) a qué hora dejan de vender alcohol. "Cuando se acaba, caraí", me dice con disgusto. "Es para que la gente tenga qué tomar en el auto".

Hay dos profesiones rentables en Ciudad del Este. Ser ingeniero de aduanas (las mejores casas son justamente de estos esforzados empleados estatales) y ser propietario de una casa de cambios (o, al menos, trabajar en una de ellas). Las casas de cambio están en cada esquina y es el único lugar donde los hombres usan corbata. El aire acondicionado ahí dentro quema de lo helado que es y mantiene a los dólares frescos y crujientes.

El rumor es que existe una mafia china y, más recientemente, una árabe. Se dice que ellos controlan todo. Dicen también que hay terroristas chiitas. Puede ser. Lo que sí es verdad es que hay piratas. El día que me iba el Presidente Juan Carlos Wasmosy dijo que la piratería de marcas se convirtió en un "enemigo de la nación". Sin duda. Pero el hecho de que existan interminables estancias con pistas privadas donde aterrizan los aviones con la mercadería robada, pirateada o no controlada, no facilita las cosas. Para muestra, un botón. En 1996 la policía de Sao Paulo confiscó 230 mil cedés. Todos ingresaron, vía los sacoleiros o en camiones o taxis, a través de Ciudad del Este. Paraguay, además, es responsable de los 300 millones de casetes piratas que entraron a Brasil.

Los sacoleiros son los tipos de los sacos. Casi todos, brasileros. Antes, pasaban todo en sacos frente a la aduana, pero los buenos días terminaron. Brasil ahora vigila más la frontera. Aún así, los sacoleiros que se parecen a los cargadores de La Vega Central se las arreglan de lo más bien. Lanzan sus mercaderías desde el puente. Las cajas caen al lado brasilero, donde sus socios los están esperando. El principal contrabando es cigarrillos. Cigarrillos brasileños que llegan, vía avión, a Paraguay donde, luego de ser sellados como producto paraguayo, regresan, en sacos y cajas, de vuelta a su tierra de origen. A pesar del paseo, cuestan la mitad de aquellos que siempre se quedaron en casa.

En la axila trabaja mucha gente y circula aún más. Duermen, eso sí, bastante menos.

Las 200 mil almas que habitan Ciudad del Este trabajan mucho, demasiado. El horario es continuo, desde el alba hasta alrededor de la cuatro o cinco. Incluso se saltan la siesta, cosa que no ocurre en la cercanísima Iguazú, Argentina, un pueblo cubierto de lagañas y polvo. Quizás por eso, la ciudad no posee vida nocturna. La mayoría cae rendida, toma su tereré, ve sus videos pornos o ajustan su plato satelital. Ciudad del Este no es Manila o Bangkok. Se nota que no hay una base militar norteamericana cerca. No hay topless ni show pornos. Ni siquiera restoranes decentes. Es cierto que el hotel está rodeado de jovencísimas prostitutas que escuchan walkman y usan zapatillas Reebok en vez de los incómodos tacos altos. No digo que en Ciudad del Este no hay sexo. Lo que pasa es que no hay fiesta.

Quizás el real motivo es que la gente decadente, los empresarios que engañan a sus mujeres con travestis, huyen al caer el sol. Viven en la sana, limpia y ordenada Foz de Iguazú, la impactantemente tranquila ciudad brasilera donde todo lo sucio se hace en forma muy escondida. En Foz, ciudad balneario sin playa, hay algunos antrillos, como en todas partes, pero el entorno es de pulcritud y decencia. Es fácil estar limpio cuando uno deja la basura al otro lado.

Toda esa gente que atiende en los shoppings se arranca con su dinero y cruza, como si fuera la calle, la frontera. Lo mismo pasa con sus clientes, casi todos brasileros. Ciudad del Este se cae a pedazos porque nadie deja crecer sus raíces y todo el dinero que produce desaparece con la luz del día.

Ciudad del Este, con todos sus rascacielos y shoppings con pagodas en el techo, es un triste recuerdo de errores pasados y una rápida sinopsis de lo que podemos llegar a convertirnos. En un mundo donde la economía se mueve en torno a servicios e información, Ciudad del Este ofrece productos. Bienes. Suntuarios, más encima. Antes venían a saquear azúcar, cobre, tabaco. Hoy, videograbadores, relojes y zapatillas. Sólo unos pocos se enriquecen; el resto se transforma en una masa de desdichados con fantasías tan falsas como los Rolex en sus muñecas.

 

El autor
Periodista, escritor (su octava novela, Sudor, fue publicada hace poco por Random House), guionista y director de cine, Alberto Fuguet escribió decenas de entrevistas, reportajes, crónicas y columnas para distintas secciones de El Mercurio desde los años noventa en adelante. Este artículo, publicado en la entonces llamada Revista del Domingo En Viaje, es una de sus entregas más polémicas y recordadas. Como cronista viajero para esta revista también escribió celebrados artículos sobre Londres, Ciudad de México, París y Los Angeles, entre otros.

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