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Chug Chug

LOS SIGNOS DEL DESIERTO

domingo, 07 de agosto de 2016

POR Montserrat Sánchez B., DESDE LA REGIÓN DE ANTOFAGASTA.
Reportaje
El Mercurio

Chile es uno de los países con más geoglifos del planeta. Con alrededor de 500 figuras, Chug Chug es el tercer sitio a nivel mundial en cantidad, después de Nasca y Pintados. Mucho menos conocidos -y protegidos-, hoy intentan perdurar y se enfrentan a amenazas que han hecho que sea uno de los 50 sitios en peligro de la lista World Monuments Watch 2016. ¿Qué se ve cuando se visitan hoy?



-¿Ves la huella de vehículo que sube ese cerro? Desde ahí a mano derecha, fíjate. Ahí, en la ladera. ¿La ves?

Gonzalo Pimentel detiene la camioneta y se saca los anteojos de sol.

-¿La viste? Hay una figura humana. Fíjate, le puedes ver el cuerpo, dos piernas abiertas y su cabeza.

Y, en efecto, en la parte baja de la ladera de uno de esos cerros ocres hay una figura enorme, de unos 10 metros, cuya claridad contrasta contra la tierra oscura y que se ve aún cuando está a unos 800 metros de distancia.

-En ese cerro hay como 10 figuras de geoglifos, más o menos.

Pimentel se pone los anteojos y reanuda la marcha.

Los geoglifos son un tipo de arte rupestre antiquísimo -los más antiguos datan del año 500 antes de Cristo- que consiste en el uso de la tierra como soporte para realizar gigantescas imágenes mediante dos métodos: la remoción de la capa superior de la tierra para exponer su capa más clara o la acumulación de piedras en la superficie. Esa era una de las formas en la que se comunicaban los pueblos prehispánicos, que no tenían escritura: a través de gigantescas figuras humanas, zoomorfas y geométricas que, sin decirlo, advertían cosas como: "Por aquí pasamos". O "Así nos vestimos". O "Estos animales tenemos". Los geoglifos de Chug Chug fueron hechos por atacameños y tarapaqueños entre el 500 antes de Cristo y el 1500 después de Cristo.

Estos dibujos solo existen en otros cuatro países: Estados Unidos, Reino Unido, Australia y Perú. En Chile (donde se cree los hay en más abundancia y donde están los más antiguos) se despliegan desde Arica al sur de Antofagasta. Y después de Nasca (Perú) y Pintados (cerca de Iquique), Chug Chug es la zona con mayor cantidad en el mundo.

Todo esto Gonzalo Pimentel lo relata como si fuera una grabación y le pusieran play. El arqueólogo conduce lento y mira los geoglifos como si fuera primera vez.

-El desierto tiene una gracia: en términos de registros arqueológicos queda casi todo. Eso es bien único a nivel mundial. En el norte estamos llenos de estas grandes figuras, y lo que más me llama la atención es cómo pueden perdurar; que tú hagas una figura en un cerro y pasen miles y miles de años y la figura quede absolutamente tal cual la hicieron esos habitantes.

Cada vez que se detiene y apunta a algún cerro, Pimentel hace hincapié en los caminos que lo atraviesan, cicatrices difíciles de borrar por la misma razón por la que los geoglifos han durado miles de años: la baja erosión que sufre el desierto. Esos caminos, que pasan a pocos metros e incluso por encima de las figuras milenarias, han sido trazados por mineras, por intereses turísticos y por rallies, que encuentran en el desierto el escenario ideal, y cuya mayor expresión es el Dakar. Eso, sumado a las torres de alta tensión instaladas a pocos metros o sobre las figuras, hacen que este año Chug Chug figure en una lista terrorífica: World Monuments Watch, que señala que -igual que la ciudad de Petra, los conventos de Sevilla, el parque Chapultepec y 46 lugares más en todo el mundo- los geoglifos están en grave peligro de conservación.

Los primeros geoglifos de Chug Chug están al costado de un camino de ripio que nace en la Ruta 24, al noroeste de Calama, en el desierto de Atacama, y por el que Pimentel ahora maneja.

-Fíjate en el cerro de allá: hay otra huella de vehículos. A mano izquierda. Ahora vas a tu derecha y en el centro vas a ver que hay cuatro figuras que están más blancas.

Cada pocos kilómetros, este arqueólogo de la Universidad Católica del Norte, 41 años, tez morena, ojos oscuros, manos grandes y pelo largo y canoso tomado en una cola, se detiene, apunta hacia un cerro y señala otra muestra de lo que él define como el arte más monumental que existe. Es solo el comienzo: en Chug Chug hay 14 cerros cuya superficie está labrada con 500 -poco más, poco menos- de estos enormes dibujos.

Justo cuando Pimentel termina de explicar por qué estos geoglifos forman parte de la temible lista de World Monuments Watch, aparece el campamento.

El campamento está aquí desde el año pasado y sus toldos blancos resplandecen por el fuerte sol. Bajo uno, un domo sirve como centro de visitantes. El otro protege dos containers: en uno hay cocina, mesa y un refrigerador; en el otro, dos camarotes y una sala de estar. Al costado de los toldos se levantan dos carpas: el baño y la ducha. Un pequeño nido brillante, blanco, arreciado por el viento, cubierto por un cielo azul apenas salpicado por nubes. Son las dos de la tarde de un domingo de junio. Pero eso no es importante.
-Acá nos perdemos con las fechas a cada rato.
Leonardo Reyes, 23 años, está en el centro de visitantes. Él y Pamela Sanhueza, 24 años, son los guías de turno esta semana. En realidad son guardaparques y se turnan con otros dos para recibir a los visitantes. Son muy pocos: a veces uno por semana. Pero de vez en cuando sufren invasiones.
-A veces quedamos como "wow", porque vienen cinco o seis personas -dice Pamela Sanhueza-. En Calama, el 90 por ciento no tiene idea de qué es Chug Chug. De hecho, hasta el extranjero de repente sabe más que la misma gente de acá.
Pasan una semana en Calama y otra aquí, aislados en el campamento. Solo si suben una loma tienen cobertura de celular. Sus días transcurren entre libros, cartas, películas (tienen electricidad gracias a paneles solares) y caminatas.

-A mí me gusta mucho, el silencio, todo. Se agradece. Somos los más antiguos y nos conocemos de hace años. Nos llevamos súper bien. Porque igual es estar siete días solos y nos vemos las caras los dos y nadie más -dice Sanhueza.

El campamento es un proyecto de la Fundación Desierto de Atacama, de la cual el arqueólogo Gonzalo Pimentel es presidente y uno de los fundadores junto con Lautaro Núñez, Premio Nacional de Historia 2002, y Luis Briones, Premio Nacional de Conservación del Patrimonio Cultural 2012; los tres arqueólogos que más han investigado los geoglifos en el país. Todo partió el año 2008 cuando Pimentel estaba haciendo su doctorado en las universidades Católica del Norte y de Tarapacá. Su tema de investigación era -y sigue siendo- las rutas caravaneras, que usaban los indígenas para atravesar el desierto y hacer intercambio de productos. Las grandes carreteras del mundo andino. Pimentel llegó un día desde Santiago para estudiarlas, y, entonces, recorriendo la vía que conectaba el oasis de Calama con Quillagua, buscando un sitio de cuya existencia sabían los arqueólogos pero que no figuraba como espacio protegido, conoció Chug Chug.

-Me generó una cuestión bastante importante -dice Pimentel del lugar donde mismo hoy toma un vaso de jugo-. Quedé impactado. No podía creer la relevancia que tenían y lo abandonados y ninguneados que estaban. ¿Cómo podía ser?

En esa época, estos geoglifos ya estaban abiertos al turismo de una manera más bien informal: en los años 90, la Municipalidad de María Elena había puesto un letrero en la carretera y había construido un mirador a pocos metros del cerro.

-A ojos nuestros, eso es lo peor que le pudieron hacer al lugar, porque atrajo turismo, pero no había nadie que lo guiara. Lo hicieron público, pero lo dejaron abandonado. Así es como históricamente hemos entendido el patrimonio en Chile.

Como no había guardias ni limitaciones, la gente subía a las laderas de los cerros y pisaban las figuras creyendo que así las verían mejor. Algunos escribían sus nombres con piedras o se ponían creativos y hacían sus propios geoglifos. También estaban los fanáticos del jeepeo que usaban estos cerros como escenario para sus piruetas.

Este estado de completo abandono choqueó a Pimentel, quien decidió que había que hacer algo, sobre todo porque los geoglifos, además de estar amenazados por este turismo irresponsable, estaban en el patio trasero de la gran minería, detrás del gran cordón del cobre, y la tierra se veía permanentemente perforada por ejercicios de sondaje.

-Entonces uno empieza a ver una torre que ponen arriba de un geoglifo, tipos que llegan a hacer estudios topográficos y suben a los cerros en camionetas y no se dan cuenta de que los están pisoteando -dice Pimentel.

Un año después, en 2009, llegó el rally Dakar. Desde África aterrizó en Chile con 500 vehículos que anduvieron a campo traviesa durante dos semanas con la premisa de domar el desierto. Cuando se acabó la carrera, los arqueólogos notaron que algunos vehículos habían pasado sobre sitios arqueológicos, pero nunca supieron bien cuántos porque no había un catastro previo. Por Chug Chug el Dakar pasó en 2010. Y aunque los competidores no condujeron sobre geoglifos, el evento dejó huellas: los espectadores se encaramaron en los cerros para tener una buena vista de la competencia. Nadie pensó en los geoglifos.

Entonces Pimentel supo que, si no se hacía algo concreto, esos trazos milenarios iban a desaparecer. En 2012 se creó formalmente la fundación. Y en enero de 2015 instalaron este campamento. El lugar que eligieron no fue casualidad: un par de cientos de metros más allá, a la vuelta del camino, está el sitio principal con 400 figuras.

-Vamos en camioneta y volvemos caminando, ¿te parece?

Gonzalo Pimentel y Leonardo Reyes, el guía, van hasta la camioneta blanca 4x4 cubierta de polvo y suben. Pimentel pone en marcha el vehículo y el sonido que emite apaga el del viento.

-¿Trajiste gorro?

La camioneta se interna por un camino de ripio entre los cerros y, apenas tres minutos más tarde, aparece un mirador. Dos pequeños techos de zinc amarillo indican el lugar que fue intervenido en los 90. Sin detenerse, Pimentel conduce hasta un segundo mirador, 300 metros más allá. Aquí aparece lo que quiere mostrar.

Un cerro alargado, de cima redondeada y, en su ladera, las figuras. Colosales, como antiguas huellas perfectamente calculadas en la superficie del planeta. Un enjambre de 400 dibujos entrelazados. Humanos con sombrero, sin sombrero, con vestimenta, sin vestimenta, de perfil, de frente, llamas con cuatros patas, llamas con dos patas, lagartos, chacanas (o cruces andinas), trapecios, círculos, zigzags. Cada uno al lado del otro, sin sobreponerse, sin seguir ningún orden. Las figuras llegan hasta el filo del cerro y uno puede imaginar cómo se expanden por lo alto de este y las serranías de atrás.

Pimentel baja de la camioneta y camina al observatorio, un toldo blanco con tres bancas y cinco paneles explicativos que resumen la historia de Chug Chug, enumeran los países que tienen geoglifos, identifican los tipos de figuras que se ven y el estado en que están.

-Este arte rupestre está asociado a las antiguas rutas caravaneras y siempre está en pleno desierto -dice Pimentel apuntando a la planicie que está a unos metros-. Es un arte de antiguos viajeros. Y viajeros de muchas épocas. Lo que ves en realidad no es un evento que hicieron de una sola vez, sino una construcción que se va dando intermitentemente en el tiempo. Hay que imaginar que cada figura es una representación de una época en particular que no tiene nada que ver con lo que pasa al lado. Pasa un grupo, hace una figurita; 500 años después pasan otros y hacen esta. Y así, se va sumando.

Los caminos que atraviesan este tejido de dibujos, desde aquí se ven claros. A la derecha el más notorio y ancho se conecta con otros, sube hasta la cima y pasa sobre figuras que quedaron borradas. A los lados del camino subsisten geoglifos que representan un par de figuras humanas, un animal y una cruz. En el centro del cerro hay otro camino, más delgado, curvilíneo, y otro más: varias rutas reptan y se superponen sobre este puzzle de figuras arcaicas. Hacia la izquierda el escenario es más limpio y se ve un geoglifo famoso: un balsero, que los extranjeros llaman "el surfista", porque la figura -una de las más grandes, de 14 metros- está sobre una balsa y tiene un arpón en las manos.

-La simetría es increíble. Fíjate en la chacana. Si cualquiera de nosotros va y hace una de esas cosas en el cerro y la vemos a distancia, quedaría deforme. Entonces los tipos, cuando están haciendo eso, en realidad están pensando en que tiene que ser visible a 500 metros -dice Pimentel.

Sin dejar de mirar las figuras, se sienta en una banca.

-No sabemos por qué eligieron este lugar para hacer tantas, porque hay otros cerros parecidos al lado de la ruta. Pareciera que tiene que ver con una cosa más ceremonial. Como en toda comunicación, aquí hay un mensaje. El tema es que no sabemos muy bien cuál es. Es como un libro que hay que interpretar, descubrir y leerlo de atrás para adelante, por todos los lados, porque no tiene un orden muy claro. Hay un dato súper bonito: casi no hay superposiciones de figuras. Pese a que hay muchos grupos, diversidad y épocas, nadie trató de suprimir al otro.

Leonardo Reyes, el guía, dice que, de las figuras que se ven, siete han sufrido degradación natural y 42 degradación humana. Reyes, atacameño, tiene tatuado en su tobillo el símbolo de la Fundación Desierto de Atacama: uno de los geoglifos de Chug Chug.

Pero los arqueólogos no están solos en su preocupación: desde que instalaron el campamento, la fundación trabaja junto al Consejo Autónomo Ayllú Sin Fronteras, organización atacameña que se encarga de estar en el lugar y coordinar los turnos de los guías.

("Yo he estado solo allá cinco días, solo-solo, e igual es algo sacrificado, no cualquiera lo hace, porque te nace el amor a la tierra y defender lo que es tuyo para las futuras generaciones", dirá en Calama al día siguiente Esteban Toroco, dirigente del consejo. "Antes de eso sí hicimos la ceremonia para entrar al lugar como comunidad; pedimos permiso y reactivamos el campo energético. Es que en el lugar hay mucha energía".)

Leonardo Reyes sube a la camioneta y se dirige al campamento. Pimentel se levanta del banco donde está sentado, contemplando los cerros, y dice:

-¿Caminemos?

Es como si un gran rastrillo hubiera pasado por aquí. Un rastrillo enorme, surcando esta planicie desértica: una ruta caravanera de 200 metros de ancho, utilizada desde tiempos prehispánicos hasta los años 60, y que se extiende bajo los cerros donde están los geoglifos. Pimentel la recorre deteniéndose para apuntar laderas y tomar objetos del suelo.

-Todos estos surcos son huellas que va dejando el transitar de miles de años. Mira ese sendero blanco sobre el campamento, que está súper marcado arriba -dice apuntando el campamento que se alcanza a ver a los pies de un cerro-. Ese lo generamos por la gente que va a llamar por teléfono en un año. Imagínate esto siendo recorrido durante miles de años, con caravanas de llamas, caballos, burros, mulas, toros y vacas.

Desde la ruta, a un costado del mirador, aún se ven geoglifos, las señales que orientaban a los caminantes, del mismo modo en que hoy los letreros de las carreteras informan a los viajeros. Pero la panorámica del cerro ha cambiado. Su ladera derecha ya casi no se ve y en la izquierda aparecen nuevas figuras, como un lagarto y una escalera invertida.

-Cada figura tiene un campo de visión particular. Están hechas para verse desde distintos puntos de la ruta -dice el arqueólogo.

Pimentel se detiene cerca de un montón de piedras e indica que debe haber sido un sitio ceremonial. Se agacha y recoge tres objetos muy pequeños: uno verde, uno blanco y uno marrón. Un trozo de mineral de cobre, de concha del océano Pacífico y de cerámica. Después los deja donde los encontró y estima que el sitio debe ser del año 900. Sigue caminando y se detiene nuevamente. Recoge una lata oxidada, y, más allá, una botella verde partida en dos.

-Mira la forma de abajo, las hacían artesanalmente todavía.

Son restos de la época salitrera, cuando la ruta se usaba para traer ganado desde Argentina. También, dice, han encontrado libros de 1800. Hay por ahí además un toro que, estima Pimentel, debe tener unos 80 o cien años. Su esqueleto está en el suelo, la columna, la cabeza con cuernos y dientes, y una pata que Pimentel toma para mostrar la lenta degradación que hay en el desierto.

Pimentel va encontrando objetos y habla de sus orígenes. Todo el sitio arqueológico está protegido por la Ley 17.288 de Monumentos Nacionales. Pero es una protección muy acotada.

-El cerrito donde están las figuras está protegido, pero unos metros más allá no. Pueden poner torres, lo que sea, hacer pebre el sector. Esto además es un paisaje que hay que cuidar: no es solo la figura inscrita sino que es una figura en un entorno -dice Pimentel dando media vuelta con las manos extendidas, como queriendo llevar el protagonismo del sitio principal a todos los cerros alrededor.

En 2015, la fundación presentó un expediente para que Chug Chug, un área de 19 mil hectáreas, sea declarado Bien Nacional Protegido. El Ministerio de Bienes Nacionales aún no lo aprueba, pero existe el compromiso de hacerlo.

-Es una locura. Además no tenemos recursos ni para poner una rejita, cómo vamos a proteger 19 mil hectáreas. No hay política para cuidar esto. Apenas se sabe mucho de su existencia. En Chile ni siquiera sabemos cuántos geoglifos tenemos -dice Pimentel mientras camina, con el gorro alborotado por el viento-. Si nosotros decimos que esto es importante, no te creen. Si lo dicen los gringos, ahí sí. Por eso postulamos a la lista World Monuments Watch; es una vitrina.

Pimentel sale de la ruta y enfila al campamento que se ve a 300 metros. Por aquí, por estos campos desolados, a metros de los geoglifos que desvelan a Pimentel, en 2010 pasó el Dakar. El rally más famoso del mundo está organizado por una empresa privada francesa, llamada Amaury Sport Organisation (ASO), a la que los gobiernos pagan una cuota de entrada para que la carrera pase por su territorio. El año pasado, el gobierno pagó cuatro millones de dólares para que eso sucediera. 556 competidores de 60 nacionalidades, ante 310 mil espectadores en Chile.

-Esto no es un deporte del primer mundo. Esto funciona en países tercermundistas, con baja posibilidad política de controlar este tipo de actividades -dice Pimentel al llegar al campamento, empolvado por la caminata.

En 2015, el mismo rally pasó por 306 sitios arqueológicos, de los cuales 91 terminaron dañados por huellas de motos y vehículos, daños que, en esta tierra desértica, que conserva los rastros como si se tratara de pisadas sobre papel de arroz, son irreversibles.

Ya en 2009, después de su primera edición en Chile, los medios informaban de las consecuencias con titulares como "Informe del gobierno constata daños arqueológicos hechos por rally Dakar" y "La dolorosa huella que dejó Dakar". Y, al año siguiente, "Consejo de Monumentos pide compensación de $300 millones por Dakar".

-El tipo de impacto que genera el Dakar no es controlable bajo las condiciones en que se corre actualmente la carrera -dirá unos días después al teléfono el arqueólogo Luis Cornejo, consejero del Consejo Nacional de Monumentos en representación de la Sociedad Chilena de Arqueología-. El rally mismo no tiene muchas posibilidades de funcionar desde el punto de vista patrimonial, porque su propia concepción está basada en la idea de que no importa el espacio donde están corriendo, lo que importa es la carrera.

El Dakar no se correrá en Chile este año ni el siguiente, por motivos económicos, pero no es el único rally que se hace en el país. De hecho, por la ruta que acaba de recorrer Pimentel para llegar al campamento, en mayo del año pasado se hizo la decimoquinta versión del Desafío del Desierto, donde 100 participantes que iban de Iquique a Antofagasta pasaron por la ruta caravanera de Chug Chug.

-Sabíamos de Chug Chug, pero no hay un letrero de la ruta caravanera.

Pablo Levalle, director de Desafío Producciones, productora que organiza el rally, dice, desde Santiago, que no entiende qué pasó, ya que ellos tenían la ruta aprobada y no les advirtieron que pasaba por un sitio arqueológico.

-A nosotros nos encanta la naturaleza también; si bien vamos en moto, nos interesa ver lugares y hacer una mezcla entre aventura y carrera, pero pasando por lugares bonitos. Disfrutamos del desierto y lo queremos proteger. Pero ese es un camino que siempre ha estado en uso. No afectamos nada.

Son las cinco de la tarde y el sol se esconde entre las nubes.

-¿Quieres ver el cerro desde otra perspectiva?

Gonzalo Pimentel sube a la camioneta, conduce y pasa los miradores. Un poco más allá se detiene a los pies de un cerro.

Ahora el viento es frío y la luminosidad del día disminuye. Mientras Pimentel sube por la ladera, el color del desierto muta y comienzan a nacer tonos naranjos. Pimentel indica el suelo sobre el que está parado.

-En toda esta parte hay figuras.

A primera vista, solo se ven piedras oscuras que forman una línea. Pero al seguirlas, puede entenderse que forman un dibujo. La figura de un ser humano.

-Ten cuidado. Son figuras tan grandes que no te das cuenta de que las estás pisoteando y borrando.

Pimentel avanza por el puzzle de geoglifos y avisa dónde pisar y dónde no. A medio camino de la cima, desde la ladera del cerro que alberga el sitio principal de Chug Chug, se logra la postal altiplánica de una tierra extensa con montañas moradas a lo lejos, atravesada por un camino vehicular. Abajo, los miradores parecen pequeños puntos amarillos y blancos, y los surcos de la ruta caravanera se notan más ahora que el sol no pega de frente.

-El potencial que le vemos a esto es algo similar a lo que hizo Perú con Nasca -dice el arqueólogo.

Planean hacer más miradores, senderos, paseos en bicicleta e incluso cabañas para que los visitantes se queden y aprovechen los despejados cielos nocturnos (Chug Chug es un destino Starlight, o sea, tiene excelentes cualidades para la observación astronómica).

Desde esta ladera se ven geoglifos que desde abajo no (como una fila de cuatro llamas que está en la ladera del frente), pero, también -escritas con piedra- frases banales, pedestres, sueltas: "Vale" o "Dale".

-Hay gente que todavía sube al cerro y hace geoglifos, al menos hasta hace unos años. Es como cuando uno entra a un baño público, que la gente empieza a rayar. Un falo, nombres. No los borramos, los dejamos ahí como testimonio -dice Pimentel.

Luego, baja del cerro y regresa a la camioneta. La pone en marcha, pero en vez de ir hacia el campamento enfila en dirección opuesta.

-Esto es lo último que te quiero mostrar.

Dos minutos más tarde, se detiene. Un geoglifo destaca en el tejido de figuras que hay en la ladera del cerro que vemos. Es una cruz, delgada y más larga que ancha.

-Esto comienza a hacerse el 500 antes de Cristo y termina con los españoles, en el año 1500. Termina con esta cruz católica, que es el último geoglifo que se hace. Para los españoles este era uno de los lugares del diablo y una de las idolatrías que había que extirpar. Termina con una cruz, como para que nunca más a nadie se le ocurra hacer un geoglifo. Y, de hecho, eso es lo que pasa.

 

 "El desierto tiene una gracia: en términos de registros arqueológicos, queda casi todo", dice Gonzalo Pimentel, arqueólogo.

En 2015, la fundación presentó un expediente para que Chug Chug sea declarado Bien Nacional Protegido. Aún no se aprueba. 

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