Hugo Bustamante evitó los llantos y las cámaras de televisión que estaban la noche del 29 de abril afuera de la cárcel de Valparaíso. Tal como lo tenía pensado, salió de los últimos, evitando que su rostro apareciera al día siguiente en diarios o noticieros; tampoco hubo familiares esperándolo. Complicado con la idea de que por alguna razón su libertad no se concretara, que alguien le dijera cerca de la puerta que había un error, que realmente no estaba en la lista, que lo que hizo es imperdonable, no le avisó a nadie. Por eso, con los pies tocando el asfalto del Camino La Pólvora, tragó una bocanada de aire cuando comprendió lo que pasaba: tras 11 años de cárcel, era hombre libre. Han pasado casi dos meses desde esa noche. Ahora Bustamante traga un poco de jugo al interior de una fuente de soda en el centro de Villa Alemana. Su cuerpo es pequeño y grueso: un bloque de fibra y piel rosada, tapado por una chaqueta café, pantalones y pantuflas que simulan ser mocasines. Su rostro es otro bloque de piel afeitada, y ojos y labios caídos que le dan una expresión de angustia permanente. Con voz fatigosa, recuerda cómo siguió esa noche: -Salí y caminé hasta el plan -dice-. Me acerqué a un colectivero. Tuve la suerte de que también había estado preso y solo me pidió la plata para la bencina y me fue a dejar a la casa. En el camino encontré todo extrañísimo. El paisaje era totalmente desconocido. Edificios, poblaciones nuevas. Cuando llegué todos me abrazaron. Esa noche dormí entre comillas, porque me levantaba a cada rato, salía a la calle y miraba al bajo. Se veía tan linda la noche. Al otro día, junto a su hermana, mamá y sobrinos, Bustamante compartió un asado para celebrar su libertad. No hubo más familiares, y ningún vecino se acercó a saludarlo. Los primeros días, dice, casi no vio la calle. Cuando finalmente lo hizo, prefirió transitar por la quebrada al final del camino para salir por una avenida paralela y no impactar a los vecinos con su presencia. Pero ahora lo hace como antes, sin saber que cada vez que sale, las ventanas de las casas del barrio donde creció se convierten en cámaras de seguridad: organizados desde que se enteraron de su libertad condicional, los vecinos de calle Covadonga, en el sector de Peñablanca, en Villa Alemana, se comunican a través de un grupo de WhatsApp para informarse de los movimientos de Bustamante. No le hablan, nadie lo saluda. Pero lo observan. Sigilosos, siguen sus pasos con la mirada, compartiendo los horarios a los que sale y regresa. Saben, por ejemplo, que hace un par de días salió cerca de las 10 de la mañana luego de varios en los que no asomó la nariz. Saben que regresó a las 12:30, con una escoba nueva y una bolsa de mercadería. -No he recibido nunca un insulto. Miradas esquivas, sí, pero insultos no. Después de un último trago de jugo, dice: -He tenido suerte. Entre 1992 y 2016, Hugo Bustamante Pérez ha sido entrevistado al menos cinco veces por psiquiatras y psicólogos para delinear, en lo posible, su personalidad y establecer una cronología lógica de su vida. De sus versiones en esos documentos, muchas veces contradictorias, otras imposibles de comprobar, se puede inferir primero que nació en Quilpué el 28 de marzo de 1965, tercero de cuatro hermanos, de una relación legal. Su padre era electricista, su madre asesora el hogar. En su casa había problemas repetidos de violencia intrafamiliar. Bustamante, según el informe que se consulte, reparte las culpas: en algunos acusa a su papá de ser un hombre extremadamente celoso y violento, mientras en otros apunta a su mamá como una mujer más preocupada de ir a fiestas que de cuidarlo a él y a sus hermanos. Tras los episodios más violentos solía irse a la casa de sus abuelos maternos, quienes lo criaron en buenos pasajes de su niñez. Bustamante opta por la siguiente imagen poética para explicarlo: se sentía un volantín a la deriva, que según las tempestades, aterrizaba en una u otra parte. Se define como alumno ejemplar, lo que contrasta con sus datos de escolaridad: repitió primero séptimo, luego octavo y finalmente desertó en primero medio. Según su propio relato, trabajaba desde los nueve años como ayudante de un tío en el comercio callejero. Con lo que ganaba ahí se arrendó una pieza donde una señora, luego que, tras una discusión con su padre, dejara la casa. Se hizo un hombre muy temprano. A los 15 se fue a Mendoza siguiendo a un compañero argentino de una clase de kárate, que lo invitó a pasar unos meses allá. Dice haber viajado tras eso, en lo sucesivo, a Brasil, Bolivia, Perú y España. Es vago detallando las razones de esos viajes. En una entrevista lo explica así: "Siempre he buscado sensaciones nuevas, respuestas a las sensaciones de vacío". A la psicóloga que elaboró el informe le pareció relevante: lo escribió con letras negras. Bustamante reconoce consumo de drogas desde los 13 años. Comenzó con marihuana y hachís. Aprendió a preparar opio, se lo inyectó por un año. Ha consumido morfina y anfetaminas, pero, a confesión propia, la única que lo ha llenado realmente es la cocaína. Tras regresar de su último viaje, con 18 años, sin cuarto medio, se dedicó a la reducción de especies. Confesó haber traficado drogas. Ya para los 20 se asoció con una amiga en el negocio de los "achaques", figura de moda en los 80. Bustamante relata que se subía a buses, se ganaba la confianza de su compañero de asiento, le ofrecía bebidas con somníferos y le robaba mientras dormía, para bajarse del bus, unos pocos kilómetros más allá. También lo hacía en playas. Con ese dinero instaló un club de pesas. Tuvo una afición real por el físicoculturismo, idea que le nació viendo películas sobre el imperio romano. Después dice haber administrado un club nocturno. El 27 de mayo de 1987 cayó detenido por hurto, con 22 años, pero no se presentó a cumplir sentencia. Fue apresado dos años después por robo con fuerza. Fue sentenciado en total a diez años por nueve robos en lugar habitado, cuatro hurtos y cinco robos con fuerza. Bustamante se había casado pocos meses antes. Según él, y tras varias convivencias truncas con mujeres, lo hizo ebrio: se pasó directo de la despedida de soltero al Registro Civil. Al momento de entrar a la cárcel, su esposa estaba embarazada. Adentro lo pasó mal, básicamente por su dependencia a la drogas. Iba a continuos controles en el hospital Salvador de Valparaíso. Lo conducían con doble grillete, pues se había tratado de escapar en un traslado, según consta en los registro. En 1992 fue internado en el Hospital de Putaendo, para tratar su ansiedad. Lo dieron de alta a los 25 días. Al sexto año de condena recibió un beneficio para salir en libertad. Lo quebrantó a los ochos meses. Cumplió el total de su condena en 1999. Afuera trabajó pintando y desabollando autos. Juntó plata y puso un pequeño almacén. Empezó a interesarle el yoga, la vida espiritual. Una tarde fue a una charla de psicofísica cristiana basada en el método de la venezolana Conny Méndez, al frente del hospital de Quilpué. Estaba emparejado y pese a que no era su tipo, la notó de todas formas. Era Verónica Vásquez. Un vecino de la calle Covadonga, de 56 años, recuerda el día que se topó con Bustamante. Fue justo dos días después de su liberación. Lo vio venir caminando, con dirección a su casa, temprano por la mañana. Aturdido, solo atinó a darle un golpe a su hermano, que lo acompañaba. -Le pegué y le dije: ¡oye, ese es el Hugo! No lo podíamos creer. Fueron los primeros en verlo de regreso, y la noticia se diseminó a los pocos minutos por el barrio, de casas antiguas y con antejardines, que colapsan al final de una loma. Fue una bomba de tiempo, salvo al interior de la pieza de Bustamante -un cuadrado de vulcanita frío y oscuro, repleto de adornos, peluches y figuritas religiosas-, anexa a la casa donde vive su madre y su hermana. Todos en el barrio lo sabían, menos él: la junta de vecinos organizaría una reunión. -Desde que él regresó, el barrio cambió. Usted viene en la mañana, en la tarde, y ya no hay niños en la calle -dice Ana María, pequeña, morena, podando con una tijera las plantas de su antejardín-. Las mamás no los dejan salir por temor. Y a las mujeres las van a buscar al colegio, o a sus trabajos. Su liberación también reavivó viejas historias contadas sobre Bustamante a lo largo de estas cuatro cuadras: que enamoraba mujeres mayores, que golpeaba pololas. -Estamos diseñando unos volantes con alguna consigna para tirarlos por el barrio para que sepa que nadie lo quiere viviendo acá -dice Ana María. José Sabat, alcalde de Villa Alemana, está de acuerdo. Sentado en una oficina avisa que ha ordenado más patrullajes en el barrio de Bustamante. -Nadie nos comunicó que esto iba a pasar. De la noche a la mañana quedaron en libertad los reos. En la calle Covadonga están aterrorizados. Luego lanza una idea: -El asunto es que debería prepararse a la persona que va a salir libre en un lugar previo, que puede ser una isla, no sé, en alguna ciudad, en algún sector en que el hombre aprenda a vivir bien y después añore vivir bien. Desde que salió de la cárcel, Hugo Bustamante ha tenido solo trabajos esporádicos, arreglando calefones, pintando murallas o instalando repisas. Lo han reconocido en varios y le han pedido que no regrese más. En un local de Viña del Mar, por ejemplo, después de un día a prueba como vendedor, el dueño se acercó para despedirlo: "Te llevas bien con la gente, en este rato vendiste. Pero eres tú. Imagínate que una persona te reconozca. Se me va a ir toda la clientela". -Y es verdad -dice Bustamante Pérez, en la fuente de soda-. Por lógica la gente se va a correr si me reconocen. Yo no sé cómo será el trámite, pero he pensado en cambiarme el nombre, porque por mucho ánimo que la persona tenga de cambiar, se te cierran las puertas. -¿Sabe que se organizan sus vecinos para evitarlo? -Esta parte no la sabía. Ser una persona que da miedo me parece un tanto horroroso, pero tengo que aceptarlo. No puedo juzgar a los que me juzgan. El causante de todo fui yo. Fueron mis actos. A veces me planto frente a ciertas situaciones y me digo: esto es fruto de tu torpeza, de tus actos, de lo que hiciste. -¿Ha pensado si es una persona buena? -Trato de ser una persona buena. Pero del momento que hice lo que hice no soy un bueno. No soy bueno, po'. Hugo Bustamante llora. Dos circunstancias, sin conexión directa una con la otra, acompañaron siempre a Verónica Vásquez y fueron moldeando las decisiones que tomó en la vida. La primera tiene que ver con su padre, un marino mercante. Él, calvo, con lentes ahumados, sentado en el comedor de su casa quinta en Hijuelas, lo explica. -La madre trabajaba en el servicio médico. Yo, por cada dos o tres meses fuera, estaba diez días en la casa. Prácticamente pasó sola siempre. La autoestima se la creó ella sola. Le puede haber faltado el cariño de padre, pero yo no se lo podía dar. Verónica Vásquez tenía dos hermanos. Un ingeniero en acuicultura que falleció ahogado tomando muestras de algas y Raúl, médico del Hospital Militar. Los tres crecieron en Playa Ancha. Ahí ella pasaba gran parte del tiempo con Betsabé Barahona, su mejor amiga. Ella responde el teléfono desde Punta Arenas. "Su papá era un poco frío, como buen marino. Pero Verónica era una niña normal, de carácter fuerte. Yo creo que su baja autoestima podía ser por el peso". Esa era la segunda carga que arrastraba Verónica Vásquez: su cuerpo. Infructuosamente estuvo tratando de bajar de peso. Sus amigos y familiares le decían que no importaba, que su personalidad lo compensaba con creces. Había estudiado educación de párvulos en la Universidad de Concepción. Se fue a vivir sola primero a Quilpué, después al Belloto. Comenzó a trabajar en los jardines Junji. Su madre falleció en 1990 y su hermano, Raúl, el doctor, quedó como su principal pilar. "Era una mujer bella, gordita, como todos en la familia, pero bella. Siempre fue soltera, no se quiso casar. No era su meta. Quería tal vez tener un niño", declaró su hermano a la justicia. En 1993 le presentaron a Eugenio Honorato, un electricista. Dos años después nació Eugenio, Quenito, su hijo, que pasó a ser su prioridad: le abrió una cuenta de ahorros para que tuviera cuando llegase la hora de pagar los estudios. En 2000, diez años después de la muerte de su madre, recibió la herencia, casi 25 millones de pesos. Con eso compró una casa patronal en San Jorge, en Peñablanca, en Villa Alemana, y un auto. En paralelo, su relación de pareja se desplomó: su propio hijo, con apenas 5 años, vio a su papá con otra mujer. Terminaron al poco tiempo. "Pero siguieron teniendo buena relación, él siguió siendo buen padre", dice Betsabé Barahona. "Terminar esa relación fue muy malo para ella en el sentido como mujer. Yo encontré que la Verónica empezó a estar más insegura, a necesitar que la quisieran". Y cuando Hugo Bustamante la vio en el seminario psicofísico de Conny Méndez notó que no era de su tipo, pero se acercó igual. Comenzaron a juntarse después de las reuniones. Bustamante le enseñó unos movimientos de yoga. Se veían en el negocio de abarrotes de él o en la casa de San Jorge de ella. Él seguía teniendo otra pareja, hasta que la dejó. Se fueron a vivir juntos. Verónica Vásquez se fue aislando de su círculo social. No llegó al cumpleaños de su hermano en Santiago. Él fue a ver qué pasaba. Esto declaró. "Este señor me llamó mucho la atención, no pertenecía al perfil de ella. Era violento en el trato, la mandaba, le exigía cosas (...) Él había dejado su tienda de abarrotes. Verónica mantenía el hogar. Yo le dije que lo dejara". Verónica Vásquez quiso acercarse a su padre, a quien casi no veía. Le fue a presentar a Bustamante. El padre recuerda. "Este hombre comenzó a entusiasmar a mi hija, le metió en la cabeza que la casa que ella tenía era mucho para ellos. Que vendiera esa casa y comparan algo más chiquitito y con el resto le comprara un terreno y un auto a nombre de él". El mes siguiente, en agosto, Verónica Vásquez apareció en la casa de su mejor amiga en Valparaíso. "Terminé con Hugo, me dijo", recuerda Betsabé Barahona. "Me dijo: lo único que él quería era mi plata. Estábamos viendo un terreno, con un vehículo. Al ir a comprar quería que yo se los pusiera a su nombre. Me dijo que él la había agarrado del pelo. Con el tiempo la llamé y ella me trató de eludir. Igual fui a verla. Cuando me abrió la puerta de la casa, estaba él. Verónica me dijo que él se había disculpado con ella y le había dicho que nunca más iba a pasar lo que pasó. Yo quedé impresionada, porque tenía la casa llena de cajas. Me contó que estaba cansada, que quería jubilar". Verónica Vásquez tuvo que operarse de la rodilla, problema asociado a su peso. Y efectivamente comenzó a tramitar su jubilación. Apremiada por dinero, el 25 de febrero de 2014 vendió su casa en San Jorge, su único patrimonio, en 16,5 millones de pesos, para irse a una humilde casa en Villa Hipódromo, que costaba la mitad. Se negó a ponerla a nombre de él. Pero, a instancia de Bustamante, acomodó el frontis de la casa como negocio de abarrotes. Verónica Vásquez comenzó a asistir a la Iglesia Adventista del barrio El Peumo tres días a la semana. Bautizó a su hijo y se hizo bautizar ella. A fines de 2004 le comunicó a su hermano que estaba pensando vender otra vez la casa en que vivía: el negocio de los abarrotes tampoco estaba funcionando: habían deudas. Bustamante había viajado al norte, para explorar otro negocio allá, pero necesitaba capital. Para el verano de 2005, Raúl Vásquez no sabía nada de su hermana hace semanas. La llamó al celular y contestó Bustamante. Le dijo que Verónica se había ido a un retiro espiritual. Bustamante Pérez desenfunda un lápiz Bic del bolsillo y lo entierra varias veces en las costillas de un hombre moreno, como si fuera un cuchillo. Es una broma para anunciar su llegada a la recepción de la cárcel de Limache. Son las 9:15 de un sábado: el día de su firma semanal. -¡Guena, Gominola! Oye que andái pinteao, hue... -le dice el hombre moreno al girarse, un ex reo liberado también la noche del 29 de abril. La recepción es pequeña, con dos bancos. Seis hombres esperan su turno. Hacen bromas, hablan de los trabajos que han conseguido. Hasta que un portón de fierro se abre e ingresan en fila. Tres minutos después se van sin despedirse. -Es un trámite, pero hay que venir -dice Bustamante Pérez, ya rumbo a Villa Alemana-. Yo no entiendo cómo hay gente que no viene. En el centro de Villa Alemana, al interior de un restorán, Bustamante come un plato de pescado frito con arroz y ensalada. Antes de hablar de la rabia, y como si se tratara de un viejo enemigo, levanta las cejas y bota un suspiro. -Es el fantasma que voy a llevar de por vida. Y me va a seguir penando. Tengo que buscar el equilibrio sin irme a ninguno de los dos extremos. De fondo se oye un noticiero. Bustamante condimenta su ensalada con sal y aceite. Imagina cómo sería un eventual encuentro con familiares o amigos de Verónica y Quenito: se quedaría sin palabras, dice. -Son personas que sí, que tienen un dolor tremendo que yo nunca voy a poder calmar. Entonces uno queda ahí. Impotente y culpable. Pero la condena fuerte sabes cuál es: llevar dentro la responsabilidad, el enigma de lo que hiciste. Ahora Bustamante camina por el centro de Villa Alemana. Por los parlantes del paseo principal suena música de los 60. Ya lo ha repetido, pero insiste: dice que no planificó nada. Que cada vez que repasa los hechos, no logra dar con recuerdos claros. -Una persona no está preparada para eso. Tú no estás preparado para planificar qué hacer. Mentalmente te trabas. Quedas nulo. Quedas sin pensamiento, no puedes razonar. Es una angustia, un dolor, una culpabilidad y un temor. No dudo que haya personas que puedan ser fríos en ese momento, pero no todos los seres humanos llevamos dentro a alguien así. Si bien tenemos la capacidad de hacerlo, no estás preparado. -Salvo que se trate de un psicópata. -Claro, ahí sí. Pero la realidad es diferente. No estás preparado. -¿Cree que podría volver a hacer algo así? -Mira, una vez la psicóloga de la cárcel me preguntó: ¿tú crees que volverías a hacer lo mismo? Yo le contesté: sabe qué, yo la respuesta no la tengo. Porque cada persona reacciona dependiendo del lugar que está y la situación que vive. Yo, le dije, no tengo la intención hacer lo que hice, y no me gustaría pasar lo mismo otra vez. Pero yo no podría asegurarle a usted que no lo haría. ¿Sabe por qué? Porque yo no soy dueño del destino. Verónica Vásquez no estaba en un retiro espiritual. La última vez que alguien la vio fue el 7 de enero de 2005. Ese día viajó a Quilpué, a una notaría, para concretar una oferta que él mismo Bustamante consiguió para la casa. Un año después la vendió en los mismos ocho millones en los que la había comprado: 6,6 al contado y el resto en cuotas de 50 mil pesos. Le dijeron a la compradora que se irían al norte. El 8 de enero habló con su hermano. Sonó feliz. La mañana siguiente Bustamante se despertó y prendió el calefón para bañarse. Sacó una toalla. Volvió a la pieza matrimonial. Según él mismo relató, le pidió a ella parte de la plata de la venta de la casa, para poder irse a tantear el terreno al norte. Ella se negó. Comenzaron a discutir encima de la cama. Bustamante la tomó del cuello. Comenzó a golpearla con un bate. Quenito, su hijo, escuchó los gritos y fue a ver lo que pasaba: Bustamante, con el brazo que le quedó libre, lo estranguló. Luego la ahorcó a ella. Ambos quedaron sobre la cama; él les tiró agua en la cara. No se movieron. Botaban sangre por la boca. Le metió un paño en la garganta a Verónica. La amarró de pies y manos con un cable coaxial. La trasladó hacia el living de la casa, la sentó en un sillón de tres cuerpos. La autopsia dejó en claro que fue torturada en vida. Bustamante degolló a Verónica, ya muerta. Le removió la lengua. Envolvió las cabezas de las víctimas en alusa y luego en bolsas de nylon. Salió de la casa, entró un inmenso tambor, contenedor de agua que Esval había dejado en el barrio tras unos arreglos a las cañerías. Lo ubicó frente al sillón. Dobló a su pareja en dos, con la cabeza frente a los pies, le mutiló un brazo. Inclinó el tambor y la fue metiendo poco a poco, hasta que ingresó completamente. Según él mismo reconoció, el niño le resultó más fácil. Él vestía un short, su pijama. Bustamante llenó el tambor con agua, cal y yeso, pensando que así se disolverían más rápido los cuerpos. Ricardo Olivos, hoy de 22 años, tenía 11 cuando asistió al funeral de Verónica y su amigo Quenito. Se recuerda pequeño, bajando a pie desde calle Covadonga, el 28 de enero del 2005, junto a su familia, para llegar a la iglesia San Nicolás de Bari. Guarda esta imagen: micros llegando una tras otras, saturadas de gente, venidas desde los distintos barrios de Villa Alemana. Ambos se conocieron en el segundo básico del colegio Manuel Montt, de Peñablanca. Después de clases, caminaban juntos hacia el barrio de Ricardo, para jugar a la pelota en el fondo de la quebrada. A veces, hoy en día, baja a ese lugar para jugar algún partido y entonces los recuerdos de Quenito regresan. Se pregunta: ¿Habría abandonado esa voz chillona? ¿Estaría, a estas alturas, en la universidad que pagaría con las cuenta de ahorros que le sacó su mamá desde niño? ¿Saldrían a carretear los fines de semana? La noticia de su liberación removió los recuerdos. Inmediatamente, y luego de llorar, se reunió con cuatro amigos del barrio, también amigos de Quenito, y juntos diseñaron un plan para linchar a Bustamante Pérez apenas lo encontraran. La idea era en serio: lo golpearían, tomándolo por sorpresa en algún lugar de calle Covadonga hasta dejarlo sin consciencia. -Uno no se explica como un hombre que hizo eso, que mató a dos personas, que más encima los enterró, puede estar libre. El primer sentimiento fue la rabia y querer cobrar venganza -dice Ricardo, de tez blanca, pecoso y con barba de chivo. Hace algunas unas semanas, la oportunidad se le presentó en pleno centro de Villa Alemana. Parado afuera de su trabajo, vio como Bustamante pasaba frente a él. Lo reconoció de inmediato. Más viejo, más gordo, pero el mismo rostro que no ha podido borrar. Por su cabeza pasó la imagen recreada en su memoria: el cuerpo de su amigo, de un niño, despedazado al interior de un tambor. Pero no fue capaz. Parado ahí, no pudo soltar ni un hilo de voz. No fue miedo, dice ahora, sino la sola impresión de verlo caminar por la calle. Como cualquier otro hombre. Como cualquier hombre libre. Con el tambor dentro de la casa, Hugo Bustamante pasó cuatro días tomando y fumando. El 14 de enero fue a Viña del Mar, a pasear por la avenida Perú. Se dirigió a una armería del centro, compró una pistola calibre 38 y 100 balas. Le dijo al vendedor que iba a abrir un café con piernas en el centro, que cuando lo inaugurara estaba invitado. El vendedor le regaló de vuelta una tarjeta de invitación a un club de tiro en Villa Alemana. Bustamante fue, se presentó como un ex militar y disparó 50 tiros. Llamó a una corredora de propiedades, le dijo que necesitaba una casa con patio urgente, para arrendar. Le ofrecieron una en calle Tolomiro y ni siquiera hizo el inventario antes de cambiarse. El 15 de enero fue a la feria del Belloto. Le pagó 3.500 a un fletero para hacer la mudanza. Consistía en un par de sillones y el tambor. Al llegar a la casa nueva, el tambor empezó a filtrar un líquido. Bustamante dijo que era un químico, que se dedicaba a la fritura industrial de papas fritas. Tras eso salió a la calle y tomó un colectivo. A las pocas cuadras de andar le ofreció comprarle el auto al chofer, en tres millones de pesos. Pasaron a un mecánico a revisar el vehículo. Cerraron el acuerdo. Fueron a buscar el dinero en efectivo. Le pidió al chofer que le manejara todo el día, a cambio de 20 mil pesos extra. Lo invitó a un almuerzo familiar en Curacaví. A la vuelta le propuso salir a la noche. Fueron al Toro Rojo, un toples del sector de Peñablanca. Bustamante tuvo sexo con una prostituta. Luego al Luna Pub. En un momento entraron unos carabineros, a un procedimiento de rutina. Bustamante pagó otro servicio. El 17 de enero Bustamante le pidió a su padre, con quien casi no tenía relación, que cavara un hoyo en el patio de su casa nueva. Ahí enterró el tambor. Seis días después llamó el hermano de Verónica Vásquez y le dijo lo del retiro espiritual. El 24 de enero Raúl Vásquez recibió otra llamada: los documentos de su hermana habían aparecido en una acequia. Volvió a llamar a Bustamante, que dijo estar bien aburrido con Verónica y su obsesión por la iglesia. El 25 un llamado supuestamente anónimo alertó a la PDI sobre olores extraños, provenientes de la casa de Bustamante, que, a esa hora, se estaba cortando el pelo, porque odia cuando le crece más de lo que acostumbra. Cuando volvió a la casa se encontró con la policía adentro, con una orden para registrar. Bustamante se demoró segundos en decir lo indecible: que tenía a su pareja y a un niño enterrados en el patio. Esa misma noche lo ratificó ante el fiscal Alejandro Ivelic, relatando los detalles del ataque. Fue una causa prioritaria, supervisada por el jefe regional, Jorge Abbott, hoy fiscal nacional. El revuelo fue tanto que terminó siendo la trama de un capítulo de Mea Culpa. Bustamante estuvo unos días en el hospital psiquiátrico de San Felipe. Los profesionales de ahí, en sus informes, dejaron constancia de que fanfarroneó continuamente con su supuesta buena situación económica y su conocimiento de artes marciales. El juicio comenzó 10 meses después del descubrimiento de los cuerpos. El margen de acción era poco. Así comenzó el defensor Óscar Mella: -El defendido, acá a mi lado, dio muerte a las víctimas. Eso no es discutido, ni siquiera por él. La disputa se centró, entonces, en su salud mental. Un psiquiatra del Servicio Médico Legal lo declaró inimputable, tras una entrevista en qué Bustamante le dijo no recordar detalles de esa mañana, haberlo vivido como "una película" y mencionó a la magia negra, Astaroth, Belcebú y Lucifer como fuerzas palpables. Otros tres peritos lo refutaron en base a sus propias entrevistas -les parecía que fingía- y la lógica pura: el mismo Bustamante fue quién relató el asesinato y las maniobras para esconder los cuerpos. Bustamante quiso declarar. Todos los intervinientes aún recuerdan lo que dijo. Se centró en enfatizar temas accesorios y sin respaldo alguno: que Verónica comenzó la pelea arañándolo, que ella supuestamente le debía dinero y que todo empezó por un tema de celos de ella hacia él. En un punto el fiscal Ivelic le preguntó: -¿Para qué compró un revolver? -Pensé que me podía matar -respondió Bustamante. -¿Cien balas para suicidarse? -Sí. Más adelante le preguntó si estaba arrepentido de lo que había pasado. -Por supuesto. Sé que voy a pasar el resto de mis días encerrado. Bustamante fue condenado a 15 y 12 años de presidio por homicidio simple, 27 en total. A los familiares y amigos de las víctimas la sentencia los dejó satisfechos. Al fiscal Ivelic también. Tras entrevistar a Bustamante, verlo actuar, leer sus informes, lo que decían de él, se había hecho una idea que defiende hasta hoy, cuando se lo preguntan: que Bustamante podía ser, eventualmente, un asesino en serie. Bustamante leyó en la cárcel repetidamente la historia de "El Desorejado": un soldado español al que le mutilaron la oreja tras un robo, como castigo, y que escapando, llegó a Chile antes de Diego de Almagro para tratar con los indígenas. Recibía visitas constantes de su hija, su madre y su hermana. Pintó su pieza de color crema para distinguir las cucarachas que trepaban por las murallas, y notaba el rostro de aprobación de los gendarmes cuando lo veían limpiando su celda. Repartía su tiempo entre cursos de capacitación y su trabajo como garzón, y a cargo del aseo de los pasillos. Comenzó a tramitar algún beneficio menor, como la salida dominical. -Pero no me la dieron -dice Bustamante-. Según ellos, no me la dieron por la alarma pública y la gente podía alegar. Este año probó suerte con la libertad condicional. Su carpeta, enviada por Gendarmería, llegó la última semana de abril, junto con más de 800 otras, a las manos de la magistrada Silvana Donoso Ocampo, presidenta de la comisión de la Corte de Apelaciones de Valparaíso, que otorga los beneficios. Antes de hacer la revisión caso a caso, reunió a los cinco jueces con los que dirimiría, para ponerse de acuerdo sobre los parámetros con los que se otorgarían los beneficios, que suelen variar región a región. Decidieron ceñirse al pie de la letra de ley, siguiendo el espíritu de varios fallos de la Corte Suprema de años anteriores, que situaban las libertades condicionales más como un derecho que como un beneficio. Es decir, todos lo que cumplieran con el requisito de buena conducta y tuviesen la mitad de la pena cumplida saldrían a la calle. Bustamante tenía lo primero, pero estaba recién en el año 11 de 27 de presidio. Una excepción lo favorecía: el artículo tres del Decreto de Ley 321 sobre libertades condicionales establecía que "a los condenados a más de veinte Cuando el relator de la comisión leyó sus antecedentes la jueza Donoso hizo un alto. Se acordaban del caso. Les preguntó a los otros miembros si no querían poner marcha atrás y cambiar los parámetros que ellos mismos habían establecido días antes, cuando empezaron a revisar. El informe de Gendarmería, en el caso de Bustamante, era negativo: "Interno que requiere intervención y un mayor período de observación intrapenitenciario, ya que las variables psicosociales determinan un pronóstico incierto (...), por lo que no se recomienda otorgar libertad condicional". Lo cotejaron con los informes de los otros reos que habían ya evaluado: estaba, literalmente, copiado y pegado, sin ninguna especificación particular para el caso. Hoy dicen que se sintieron -y se sienten- decidiendo a ciegas. Lo tomaron como un mecanismo de Gendarmería para cubrirse las espaldas antes una reincidencia grave. La comisión optó por seguir tal cual, solo atendiendo los parámetros legales. 788 presos obtuvieron su libertad esa semana en Valparaíso, un 90 por ciento de los postulantes. "Si la idea transversal de la sociedad es que no debiesen darse libertades, si los políticos creen eso o que no se debería aplicar a ciertos delitos, pues a ellos les corresponde redactar la ley, se deroga y se acaba el cuento", dice a "Sábado" Milton Juica, vocero de la Corte Suprema. "Pero el sistema carcelario colapsaría en dos días, requiere de un equilibrio. Esto funciona en todos los países. Antes decidía el Ministerio de Justicia, pero nos traspasaron la parte más desagradable del asunto, porque no dependemos de cargos de elección. Y a los jueces lo que les queda es ver si se cumplen los dos parámetros, el porcentaje de pena cumplida y la conducta. Y otorgar. Los informes de Gendarmería... bueno. Están fuera de contexto, no están mencionados en la ley. Un psicólogo entrevista de a diez internos y evidentemente todos los internos dirán que están listos para salir. Son de carácter subjetivo". Bustamante recibió la noticia en el patio de la cárcel de Valparaíso. Cuando comunicaron la lista de beneficiados, quedó helado. -Yo estaba postulando a la dominical, pero a cambio llegó a la libertad. Lo primero que dije fue "¿yo?", "¿cómo?". Pienso que la ley no es mala. Los mandantes, los que la aplican, son los malos. Muchas veces aplican criterios personales y personas que cuentan con los requisitos, no reciben los beneficios. Pero la ley te faculta a salir. Si yo no cumplo un requisito, no me den la salida. ¿Pero si los cumplo? Sentado detrás de un escritorio, José Sabat, el alcalde de Villa Alemana, eleva la voz: "¡Que esté en libertad es absolutamente inhumano para los vecinos!". En su casa quinta y con el certificado de defunción de su nieto en la mano, el padre de Verónica Vásquez dice: "Cómo voy a creer que es un ser humano. Estos criminales, como este tipo, deberían ser colgados en plena plaza pública. No tiene vuelta". Betsabé Barahona, que teme regresar a Villa Alemana, habla desde Punta Arenas: "Lo que pasa es que él tiene maldad. Urde cosas. Me da miedo encontrármelo en la calle. Es una burla para la gente". Ricardo Olivos sigue pensando en su amigo de infancia y, aunque nunca haga nada, aunque no se atreva ni siquiera a gritarle, fantasea con ajusticiarlo con sus manos. Bustamante, secándose las lágrimas, lamenta: "Yo, poniéndome en el lugar de los parientes, vecinas, amigas de la persona que yo maté: ¿cómo habría reaccionado? ¿cómo habría reaccionado, por ejemplo, si hubieran matado a mi hermana? Si llega alguien y me agarra a garabatos y me tira unos golpes no podría hacer nada más que esquivarlos. Porque si yo tuviera un dolor tan fuerte como ese trataría de sacarlo hacia afuera. Me pongo en los zapatos de ellos y la reacción sería más que lógica". Informe psiquiátrico de Hugo Bustamante, 8 de noviembre de 1992. "No tiene autocrítica ni conciencia moral. Tiende a la justificación desenfadada. Tiende a manipular y utilizar a las personas y situaciones que se le presenten. Antes de retirarse, al dar por finalizada la entrevista, tiene el descaro de pedir un informe favorable su causa. Tiene una personalidad psicopática antisocial (desalmado)". Bustamante camina por el centro de Villa Alemana y saca su celular. Muestra la foto de dos mujeres. Luego dice: "Ellas conocen mi historia. Y no he tenido un rechazo. Al contrario. Cosa extraña, yo pensaba que las mujeres me iban a rechazar. Y fíjate que no. Incluso he recibido invitaciones a almorzar, a salir. Eso a uno le sirve como enganche". Informe psicólogico, 5 de junio de 2005. "Con respecto a su identidad se aprecia una imagen sobreestimada de sí mismo, mal integrada y poco realista, ya que desconoce los aspectos negativos de sí mismo y está armada sobre una imagen ilusoria". Bustamante se detiene. "Yo confiaría en alguien como yo. Porque sé lo que quiero. Sé lo que dejé atrás. Yo quiero empezar de cero. Yo quiero que se olviden de mí. Y demostrar con hechos que quiero reinsertarme. Porque yo te puedo decir cosas muy bonitas, te las puedo adornar, pero son los hechos y el tiempo los que van a demostrar". Informe psiquiátrico, 11 de junio de 2005. "Altos montos de impulsos hostiles y sádicos, los cuales en ciertas circunstancias logra controlar y en otras, por el contrario, descarga inmoderadamente". Bustamante sigue. Apunta el edificio municipal de Villa Alemana, donde, esperaba, le dieran algún subsidio para levantar una casa en el terreno de su mamá, para empezar de nuevo. Tras una serie de desencuentros con una asistenta social, le dijeron que no. Bustamante comienza a sentir la rabia subir. "Pero tampoco puedo decir: sabís, esta mina no me dio la cuestión, le voy a quemar el auto, le voy a quemar la casa". Intenta calmarse. Se corrige. "No puedo llegar y decir esas cosas". Bustamante toma aire. "No puedo ponerme a pensar en hacerle tal o cual cosa a un desgraciado porque, por ejemplo, no me guste cómo se cuenta mi vida un reportaje".
años se les podrá conceder el beneficio de la libertad condicional una vez cumplidos diez años de la pena, y por este solo hecho esta quedará fijada en veinte años".