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Lea Kleiner, acuarelista:

El periplo de una vanguardista

martes, 26 de julio de 2016

Por Daniela Mohor W. Retrato Carla Pinilla.
Reportaje
El Mercurio

Tenía 50 años cuando, inesperadamente, pintó sus primeras acuarelas y se convirtió en la principal innovadora de este arte en Chile. Hoy, a los 87, Lea -hermana de Doris, la mítica viuda de Yul Brynner- revisa la historia de su familia marcada por el trauma del Holocausto y cuenta cómo encontró su vocación.



-Es un misterio. Es difícil de explicar por qué, un día, en 1981, a los 50 años, yo me senté y salieron las acuarelas. Sin ninguna racionalidad.

Lea Kleiner es una mujer alta, de pelo cano y ojos azul cristalino. Tiene la espalda levemente encorvada y una prestancia natural. Cumplió 87 años y es fácil olvidarlo. Se mueve con soltura y tiene la actitud de alguien de 30: dice "llámame Lea", "hablaba con un primo por Skype". Ahora, camina hacia el ventanal que está al fondo del living de su departamento en Vitacura.

-Me tomé el living.

Hace unas semanas sacó el sofá que tenía poco uso, para dejarle el lugar a una mesa ahora cubierta de papeles, fotografías, tarjetas, libros, pocillos con clips de metal y vasos con pinceles de distintos tamaños. En una esquina hay dos estantes de madera, repletos de libros de arte y fotografía. Arrimada al muro opuesto, hay otra mesa de trabajo con un mantel plástico de cuadrillé, cubierto con carpetas, hojas blancas, tubos de gouache. No hay desorden. Lea Kleiner ofrece té de Roiboos, aparta a su gato -Minú- y se sienta en el rincón que tiene habilitado como comedor. Afuera hace frío. Ella lleva un suéter de cuello alto color celeste. Un pantalón holgado de corte clásico. Calcetines chilotes. Sandalias Birkenstock.

Aunque durante 30 años Lea Kleiner había trabajado como profesora de dibujo técnico, aunque había pasado una década haciendo grabados en el Taller 99 de Nemesio Antúnez, aunque había hecho fotografía y coqueteado con el dibujo en tinta, no había hecho nada parecido a manejar las difíciles técnicas de la acuarela, una expresión artística que exige una maestría máxima por la velocidad que implica trabajar con el flujo del agua y la imposibilidad de corregir el resultado.

Sin embargo, ese día que en su memoria quedó aureolado de misterio, Lea Kleiner se sentó en la casa en la que vivía y puso sobre la mesa un papel. Lo mojó por completo y se puso a pintar. Hizo una, dos, tres, treinta acuarelas en menos de una semana, siguiendo el ritmo incansable de su brazo derecho mientras brotaba una obra que nunca imaginó.

-Mi hija Milena, de 15 años, se paraba al lado mío, me miraba y luego me decía: "Para. Está lista, ahora otra". Y yo seguía.

Fue así, casi sin esfuerzo, cómo se convirtió en acuarelista. Y no en una cualquiera: en la más innovadora de Chile. Pocas semanas después presentó esas primeras creaciones en la sala de exposición El Claustro. El éxito fue inmediato y hasta el día de hoy su trabajo es elogiado por la crítica.

Ahora saca de una cajonera blanca uno de esos primeros trabajos: una mancha de colores verdes y lilas, desenfocada, en la que, sin embargo, se distingue claramente un ramo de violetas. Delicado. Mínimo. Conmovedor.

-Así empecé, lo que me juega muy en contra, porque volver a eso es muy difícil -dice-. Es un brochazo que habrá demorado un minuto, dos, no sé cuánto. Es un solo gesto, porque el segundo ya lo ensucia. Pintar acuarelas es lo más parecido a una revelación.
 
***

-Ella fue valorada casi inmediatamente como acuarelista porque logró algo muy distinto -dice Juan Manuel Martínez, historiador del arte y curador a cargo de la exposición Mujeres del Agua en la que expuso Lea Kleiner, entre otras, en el Museo Bellas Artes en 2015-. Indagó técnicas de avanzada y así desarrolló un lenguaje plástico que le dio una autonomía a la acuarela como género artístico contemporáneo. Es la principal innovadora de fines del siglo 20.

Los experimentos de Lea Kleiner son sencillos, pero sorprendentes. Sumerge la hoja blanca entera en cubetas. Usa rociadores. Lleva sus acuarelas ya pintadas al baño de su departamento, las pone en la bañera y dispara el chorro de la ducha. Si el resultado no le gusta las borra con una esponja para volver a pintar sobre los rastros que quedan a pesar del enjuague.
 
***

El álbum de foto no es muy grande: un conjunto de páginas de cartulina negra protegidas por una tapa de cuero. Adentro, las fotos son una biografía de los primeros años de vida de Lea Kleiner. La vida de una niña criada en la burguesía europea de la primera mitad del siglo 20, sofisticada y culta, hasta que quedó truncada con el inicio de la Segunda Guerra Mundial cuando ella tenía 10 años.

-Yo me enteré hace poco que mis primos que vivían en Checoslovaquia con los que jugaba, murieron en un campo de concentración en 1945. Todas esas cosas, mis padres obviamente las sabían, pero nosotras nunca supimos.

Nació en Zagreb, ex Yugoslavia, en 1929, la mayor de las dos hijas de Marko Kleiner, un comerciante judío de origen polaco, y de Dulli Haas, una mujer checoslovaca que provenía de una familia religiosa. Por motivos que no tiene claros, ambos coincidieron en Zagreb y se casaron. Lea Kleiner se crió en un mundo idílico: vivía en un departamento amplio, fue educada por una institutriz, viajaba. Su casa era un hogar de buen gusto y buena música: Su padre era fanático de la ópera. Su madre, ella y su hermana, dos años menor, Doris, tocaban piano y cantaban melodías de Schubert. Muestra una foto en la que aparece su madre apoyada en el borde de una imponente pileta de piedra. Detrás, una escalera lleva hacia un parque frondoso y una construcción señorial.

-Nuestro edificio colindaba con esto, que es un paseo público, como el cerro Santa Lucía. Y nuestro departamento daba hacia este jardín inmenso; era precioso. Nosotras nos bañábamos en esta pileta.

En el álbum también hay fotos de veraneos en el balneario croata Novigrad y escenas de esquí. Lea y Doris -hoy Doris Brynner, viuda del actor Yul Brynner y miembro de la socialité parisina- aparecen con vestidos cortos, sombreros y bicicletas de paseo. En otra fotografía, aparecen paradas en la cubierta de un barco, sujetando un flotador blanco que lleva escrito: "Orazio".

-Así se llamaba el barco que nos trajo a Chile -dice Lea Kleiner.

A comienzos de 1939, cuando la guerra estaba a punto de estallar, su padre liquidó sus pertenencias y la familia partió a Francia. Llegaron a un hotel en París, luego viajaron a Deauville. La idea era cruzar desde ahí hasta Inglaterra, dejar a las niñas en un internado y buscar un lugar seguro donde instalarse.

-Cruzamos el Canal de la Mancha en un biplaza. Aterrizamos en el areopuerto de Croydon, pero nos metieron a la cárcel a los cuatro. Nos mandaron de vuelta a Francia al día siguiente.

En París, el padre se encontró en la calle con un amigo que le contó que se iba a Chile. Decidieron hacer lo mismo. Se fueron a Génova y se embarcaron. Hubo momentos aterradores. En Marsella el barco atracó y subió la policía.

-Revisaron los pasaportes de todo el mundo. Bajaron a judíos porque había campos de concentración en Francia y estuvieron a punto de llevarnos a nosotros también -dice.

Luego, con un extraño tono irónico, que usa al hablar de momentos duros, dice:

 -Mi papá se puso muy nervioso en ese e-ven-to.
 
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-Hay una invisibilización del trauma de la guerra muy fuerte y eso influye en la relación de mi madre con sus padres.

Milena Grass, de 50 años, no le dice mamá a su madre sino Lea. Tiene su misma piel blanca, su altura, su actitud juvenil.

-Una vez, mi abuela me contó cosas de la Primera Guerra Mundial, de lo terrible que fue. Pero no tengo recuerdos de ella hablándome de su familia, y sin embargo el 80 por ciento de su familia murió durante la Segunda Guerra Mundial. Hoy existe toda una psicología del trauma, pero en esa época nunca fue tema. Y creo que Lea quedó traumatizada no solo con la guerra, sino con el golpe también. No es que eso salga en el arte, sale en un montón de otras conductas. Incluso la rebeldía de Lea con sus padres. Su sensación de estar sola cuando no es así. Tiene mucho que ver con esa situación traumática.
 
***
En torno a dos filas de mesas alineadas, una decena de alumnas preparan mezclas de colores, que esparcen en pinceladas sobre un cartón mojado. Suena música clásica. Lea Kleiner empezó con su taller de acuarelas a mediados de los años 80. Tenía unas pocas alumnas a las que les hacía clases en su casa en la calle Roberto del Río. Desde un comienzo se hizo famosa por su exigencia férrea y por la eficacia de su método de formación que consiste, según explica Luz María Villarroel, una de las dos codirectoras en el taller, en no mostrarles nunca a sus aprendices cómo hacer las cosas.

-Lea te da su mirada de la composición, de la estructura, te hace ver que las líneas no corresponden a determinada perspectiva. Pero no lo muestra, porque no cree en ese camino. Está convencida de que las personas llegan a puerto solas.

Ahora, a las 13 horas, en el taller ubicado en la Villa de la Vida Saludable en Las Condes, donde enseña todos los miércoles, no es Lea Kleiner quien está a cargo de la clase, sino la segunda codirectora, Inge Schöbitz, que acaba de indicar a los alumnos que experimenten con colores sobre una cartulina. Pero tras unos minutos, al ver la transfiguración de los trabajos, mientras las alumnas mueven las hojas de un lado a otro dejando correr la pintura, Lea Kleiner no se resiste e interviene.

-¿Y esto tienen un tiempo ilimitado para moverlo? - le pregunta a Inge Schöbitz.

Sigue observando, pasa por detrás de cada alumno.
-Lo complicado es el límite -dice-. Cuánto tú desenfocas para que quede en el límite de lo reconocible... ¿Ves cómo se transmiten las personalidades? Es como un test de Rorschach. Aquí también hay transgresión. Hay una libertad absoluta en elegir lo que te estás proponiendo.

Unos días antes, sentada en el living de su casa, Lea contaba su historia, atravesada por esa misma palabra: transgresión.
 
***

Una vez en Chile, los Kleiner se integraron en la comunidad judía local. La madre era muy activa en la organización de mujeres sionistas, la WIZO. El padre tenía fábricas en el rubro textil y, en su tiempo libre, ayudaba a inmigrantes judíos a partir a Israel. Los Kleiner reconstruyeron una vida lo más parecida posible a la que habían tenido al otro lado del océano. Las hijas estudiaban en el Dunalastair, los veranos iban a Pucón, en invierno subían a la nieve. Jugaban tenis y practicaban natación. Pero había algo en esta nueva vida que no encajaba para Lea.

-Había una especie de indefinición. Yo, por ejemplo, iba a Hashomer (movimiento sionista socialista) en la tarde, y después me sacaba los calcetines, me ponía las medias y me iba a las fiestas del Dunalastair.

En Chile, Marko Kleiner, de padre "que leía cuentos y bueno para contar chistes" se convirtió en un hombre serio, irascible, y la relación con su hija mayor se fue tensando.

-Mi papá se quebró con este exilio, nunca se pudo reponer -dice-. Yo era muy soberbia. Recuerdo un día en que le dije: "voy al cine" y él me dijo: "Tú no vas". Pero yo me di media vuelta, cerré la puerta y me fui igual. Tenía una actitud desafiante.

En plena adolescencia, decidió que no quería estudiar. Sus padres consideraron que no era una opción. Pero la cambiaron a un colegio público, el Liceo 7.

-Ahí encontré mi lugar. No sé muy bien por qué.

Pero en lo que cuenta Lea Kleiner, hay indicios: En el Dunalastair, había sido "la judía buena moza". Pero eso no necesariamente funcionaba como un elogio: una compañera le había dicho una vez: "No sabía que había judías bonitas".

-¡Imagínate que te digan una cosa así! Supongo que en el Liceo 7 había un diálogo más de pares. No importaba de dónde vinieras o tu apellido.

Aunque a los 17 años ya sabía que quería estudiar Arquitectura, Lea no pudo entrar a esa carrera, porque no quedaban cupos reservados para las mujeres. Se inscribió en Diseño -entonces, se llamaba Decoración de Interiores- en la Universidad de Chile, donde aún no había hombres.

En 1950, ya era independiente. Trabajaba como profesora en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile y diseñaba objetos para la tienda Muebles Sur. Entre los años 60 y 80, se fue perfeccionando en el grabado y la fotografía. Además de estudiar y trabajar en el Taller 99, tomó cursos con los artistas plásticos Eduardo Vilches y Guillermo Frommer y con el fotógrafo Bob Borowicz. En su casa, la fotografía siempre había tenido un lugar importante; su padre tuvo las primeras Leicas que salieron al mercado. Se convirtió en algo más serio en los 70, en Cachagua, donde veraneaba.

-Había en la casa de al frente un muro blanco delante del cual crecían calas. Cuando no había nadie, yo entraba y tomaba fotos. Luego se hizo una exposición, esas fotos causaron mucho revuelo. Por blancas, por eróticas. Les pusieron una serie de adjetivos. Para mí eran calas blancas frente a un muro blanco.

-Nosotros teníamos un laboratorio de foto en la casa. Hicimos muchas fotos en blanco y negro -dice Milena Grass, su hija-. Lo que siempre me ha asombrado es que Lea es una mujer muy progresista. Recuerdo que leía cosas muy transgresoras en la forma y en el tema, como los libros de Mauricio Wacquez, en los años 90, un autor homosexual cuya ficción está basada en su infancia... Y en mi casa no había filtro, yo leía todo lo que Lea leía: Virginia Woolf, Marguerite Duras, Sylvia Plath.

Martín Grass es el hijo menor de Lea Kleiner. Trabaja como productor en televisión. Por teléfono dice que, durante su infancia, Lea era una mujer "a la vanguardia", con amigos como la pintora Roser Bru y el escultor Carlos Ortúzar, conocido por sus "locuras".

-Una vez, estábamos en el fundo de Lise Moller (la ceramista) y con mi mamá fuimos a buscar a Carlos al tren. Llegó vendado entero. Otra vez llegó con cacerolas en la cabeza. Yo me entretenía, porque iban por otra línea. Tenían esa libertad de artistas.

-Hoy lo puedes catalogar de libre, pero en esa época yo era transgresora -dice Lea Kleiner.
 
***

No fue la menor de sus transgresiones emparejarse con Guillermo Grass, un ingeniero civil, que no era judío, con quien tuvo a sus hijos: la primera, a los 37 años, y el segundo a sus 38.

-Para la gente era una vieja solterona ya.

Cuando finalmente decidió casarse, Lea Kleiner tenía siete meses de embarazo de su hijo menor. Todo eso, en Chile, y a mediados de los 60.

-La oficial del Registro Civil me miraba muy raro y cuando terminó de inscribir a mi hija dijo: "¿Tiene algún otro niño que inscribir?".

Milena Grass cuenta que para sus abuelos aceptar ese matrimonio fue arduo. Guillermo Grass no solo no era judío, sino que era un hombre separado -dos veces- y ya tenía una hija. "No era un modelo para ellos", dice.

A Lea Kleiner, sin embargo, esos choques no parecen haberla afectado. O al menos, eso dice.

-La transgresión en la sociedad conlleva una feroz crítica. Pero no sé... Parece que si me hizo algo, no me hizo mucho. O no me quedé pegada.

El matrimonio de Lea Kleiner y Guillermo Grass duró poco más de diez años. No eran una familia tradicional: la hija primogénita nació tras una odisea de varias horas desde una carpa en Isla Negra, donde estaban de vacaciones, hasta la Clínica Dávila, a la que llegaron, y la historia incluye un viaje en citroneta con Lea Kleiner en pleno trabajo de parto y un traslado en una ambulancia cuyo chofer fumaba y se detuvo "a echarle agua al radiador". Después del golpe, Guillermo Grass perdió su trabajo en la Corfo y se reinventó en un rubro inesperado: vendía chanchos rellenos que asaba, primero en hornos que les pedía prestados a sus amigos ceramistas, luego en un horno de panadería que instaló en el jardín. Fueron las quejas de los vecinos por el olor lo que lo llevó finalmente a abrir un restaurante, El Satiricón. En esos años también llegaron a la casa de Lea Kleiner dos niños, uno de ellos casi recién nacido, cuya madre era una amiga suya que se había asilado en una embajada para evitar que la secuestraran los militares. Ella se hizo cargo de los niños.

-Al lado nuestro, vivía el director general de la escuela de Carabineros. Entonces recuerdo que, de repente, pasaba una micro llena de carabineros y yo con estos niños en brazos de esta mujer que se había asilado. Pasamos unos buenos sustos.

En 1976, por razones difusas, o que Lea Kleiner prefiere dejar en la bruma, la relación terminó.

-Sufrí mucho. Pero nos seguimos viendo siempre, vivía cerca, se preocupaba mucho de los niños y hasta el día de hoy tenemos una buena relación.

Milena Grass dice que la separación la llevó a aislarse por un tiempo.

-Estuvo deprimida. Además en los 70 tenían un grupo grande, hacían muchas fiestas. Y, de repente, vino el golpe, se separaron ellos, se empezaron a separar los amigos. Se desarmó un mundo completo y hubo que rearticularlo todo. Lea tiene cierta dificultad para expresar lo que le pasa emocionalmente y el arte es la manera en que eso sale, es el gran canal para expresar su mundo interno.

Así, para resurgir de un mundo que se hundía, Lea Kleiner llegó a las acuarelas.
 
***

Es un lunes en la mañana y en su departamento Lea Kleiner repasa la semana que viene. Está molesta porque no podrá hacer todo lo que quisiera. Tuvo que llevar su auto al garaje, lo que le impedirá ir a tomar té donde una amiga que vive en La Dehesa. Tampoco ha podido pintar para el proyecto en el que trabaja con las alumnas del taller.

-Tengo que producir algo sobre el pueblo de Humberstone. Pero estoy con este dolor pegado desde marzo y no me dan ganas de nada. No puedo estar de pie, no puedo estar sentada.

Se pone la mano en la cintura para indicar donde le duele. Un dolor producido por el nervio ciático que, más que sufrimiento, parece producirle irritación.

-¿Le molesta esto de la vejez?

-Me da mucha lata. Mucha. Es la primera vez que estoy corporalmente inhabilitada, entre comillas, porque igual salgo, manejo, hago cosas. Siempre me he movido y el no poder hacerlo a mi pinta... todavía no lo he podido asociar con la vejez, pero así es.

-¿De qué edad se siente?

-El otro día trataba de explicárselo a una amiga que debe tener unos 55 y me decía: "¿No te sientes vieja?" y yo le decía que no. "Pero, ¿cómo?", me preguntaba. No sé cómo, pero no me siento vieja. No sé de qué edad me siento: ¿50? ¿40? No sé. Es muy difícil esto. Tengo que razonar cuando me duele algo y decir "bueno, tengo ochenta y tanto". No, tu ándate -le dice al gato Minú, que intenta subirse a la silla en la que está sentada.

Con un gesto suave, lo toma y lo deja en el suelo.

-Es muy curioso eso de la edad, que uno no la siente. *

Después de la guerra, "Lea quedó traumatizada. No es que eso salga en el arte, sale en un montón de otras conductas", dice su hija.

"No sé cómo pero no me siento vieja. No sé de qué edad me siento: ¿50? ¿40? No sé. Es muy difícil esto", dice la acuarelista.

"Hoy lo puedes catalogar de libre, pero en esa época yo era una transgresora", dice Lea Kleiner sobre su juventud.

"En el Liceo 7 encontré mi lugar. Supongo que había un diálogo más de pares. No importaba de dónde vinieras ni tu apellido", dice Lea.

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