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LAS VEGAS después de la dinamita

domingo, 24 de julio de 2016

POR Arturo Galarce, DESDE ESTADOS UNIDOS.
Reportaje
El Mercurio

Cuando la Gran Recesión del año 2008 desmoronó la economía estadounidense, la Ciudad del Pecado acusó uno de los golpes más fuertes de su historia: las pérdidas sumaron cientos de millones de dólares, modificando el comportamiento de sus turistas y obligando el cierre y demolición de 7 casinos en los últimos 10 años. ¿Cómo se adapta una ciudad diseñada para el juego a visitantes que ya no arriesgan su dinero?



Walter, camisa roja, pelada radiante, lleva 18 minutos con las manos apoyadas sobre el paño de su mesa de black jack. Y no pasa nada. De vez en cuando gira, da un sorbo a una botella de agua y vuelve a su posición para clavar la mirada entre las máquinas tragamonedas del casino del hotel New York-New York, en The Strip, Las Vegas. Es viernes. Afuera los 43 grados Celsius se sienten como el soplo de un secador de pelo, mientras un ejército de personas camina hacia algún lado, unos relajados -agarrados a vasos gigantes de granizado- y otros muy apurados y acicalados, rumbo a alguna parte que no es precisamente la mesa de Walter, un croupier solitario que mira fijo y dice: "Es así. Las Vegas siempre está cambiando".

Los jugadores se ven diminutos. Enanitos perdidos en laberintos de máquinas desocupadas. Una fila de cuatro es la excepción: una abuela afroamericana, un abuelo en silla de ruedas, una abuela que fuma y una mujer con chaqueta de lentejuelas, quemando sus últimos cartuchos. El verdadero movimiento a esta hora de la tarde no está acá, sino que en los restaurantes y bares del falso Manhattan, entre los falsos adoquines de la falsa Gran Manzana, mascando trozos de pizza en New York Pizzeria o tomando cerveza y probando el pastel de pollo del Nine Fine Irishmen.

Lo mismo ocurre en el casino del resort Monte Carlo, o en los interminables salones de máquinas y mesas del MGM Grand. Restaurantes, bares y centros de eventos llenos; mesas y tragamonedas, apenas salpicadas de gamblers, jugadores. No es casualidad: a pesar de que 43,3 millones de turistas visitaron Las Vegas el 2015 (2,2 millones más que en 2014), los achaques de la llamada Gran Recesión que sufrió Estados Unidos el 2008 modificaron el comportamiento de los jugadores. Así lo reflejaron las cifras que en enero de este año sitios como CNN Money publicaron para explicar la tendencia: durante 2015 la industria de los casinos perdió 662 millones de dólares, y la caída ha sido constante en los últimos seis años. Y si bien los 271 casinos del estado de Nevada, que incluye a Las Vegas, en el oeste estadounidense, recibieron varios miles de millones en comparación al año 2010, también descubrieron que el dinero venía de gastos en comida, alcohol y eventos. "El juego está en retraso, es por eso que estamos perdiendo dinero", dijo a ese medio Mike Lawson, analista de investigación de la Junta de Control de Juegos. "Más gente está viniendo a Las Vegas, pero están gastando de manera diferente".

Es decir: mastican, beben, bailan. Pero no juegan dinero.

En una de las tragamonedas del casino New York-New York, Paul, 60 años, se pone de pie. Lleva un jockey con la bandera de Estados Unidos, chaqueta de mezclilla y bigote. Su aliento huele a daiquiris. Los ha tomado alternadamente con vasos de jugo desde las siete de la mañana. Si quiere comida, dice, la pide a su ubicación y camareras latinas o asiáticas se acercan para servirle lo que pida. A juzgar por su aspecto, parece verdad cuando cuenta que ha estado 12 horas sentado en el mismo lugar.

-Soy un tipo viejo. Amo jugar -me dice con voz ronca Paul, orgulloso gambler y camionero de Colorado.

Luego explica que es un invitado del hotel. Que no paga un centavo por hospedarse, ni por la comida ni los tragos. Que varios, por ser viejos jugadores, son invitados por los hoteles para hacer lo que ya pocos quieren: apostar su dinero.

-Ellos me traen aquí y yo juego. Eso es todo -dice Paul, antes de sentarse otra vez-. No tengo necesidad de salir. Gasto mi dinero y me dejan gratis en el hotel. Hoy he jugado unos mil dólares. Los perdí y los recuperé. No he ganado nada, pero oye, estoy aquí gratis. No pago por mi habitación. El único trato es que juegue.

El trato, dice Paul, incluye los gastos de su esposa y dos hijos.

-Si no fuera así, no sé si vendría para arriesgar mi dinero. Juego aquí en Las Vegas desde que tengo conciencia y he visto cómo han cambiado las cosas. Antes de la recesión era más fácil ganar. Ahora las probabilidades de las máquinas se han reducido. Algo les han hecho, pero no estoy seguro.

-Nada es gratis.

-Bueno, eso dice mi esposa.

¡Boom!

Desde esta esquina, en Tropicana con The Strip, apenas se distinguieron los fuegos artificiales que precedieron a la demolición. Fue la noche del 14 de junio. Los explosivos hicieron caer la torre Monaco del hotel y casino Riviera -antiguo territorio de la mafia y de artistas como Frank Sinatra o Dean Martin-, en la primera fase de la destrucción total del hotel, programada para agosto de este año. En febrero del 2015 ya habían explotado el Clarion y el Gramercy, parte de los últimos pasos de una ciudad que aspira a recuperarse de las heridas de la recesión: acomodarse a las exigencias de los nuevos turistas, abrir su mercado a inversores extranjeros, y como base: dejar de pensar la ciudad solo para viejos apostadores, que aportan menos del 40 por ciento de los ingresos anuales.

Por eso ahí, donde estaba el Riviera, hoy se proyecta un centro de convenciones. Y donde estuvo alguna vez el icónico Stardust, en el mismo lugar que la recesión frenó la construcción del Echelon Place el 2007, una compañía de inversores malayos levanta el Resorts World Las Vegas, un lujoso hotel temático inspirado en China, que, en vez de enlistar salones de juegos en su propuesta -igual los tendrá-, destacó su exhibición permanente de osos panda, una pista de patinaje sobre hielo, acuarios, boliche y un parque acuático.

"Hay una tendencia donde la gente más joven quiere estar afuera, explorando sin itinerario", dijo Shant Apelian, portavoz del Resort MGM al diario Dallas Morning News, haciendo énfasis en la nueva mirada que la industria pretende tomar para atraer al turista post recesión. "Ellos quieren sociabilizar con extraños y compartir experiencias colectivas".

Shant no se equivoca. Cientos de jóvenes transitan a toda hora por The Strip. Mujeres caminan sobre sus tacos y hombres vestidos como para una fiesta de promoción avanzan a toda velocidad para conseguir un buen lugar en las filas de los eventos de los casinos. Las posibilidades son varias: pool partys con dj's estables como Skrillex en el Encore Beach Club, o con Steve Aoki o Tiësto en el Wet Republic del MGM Grand; o despedidas de solteros y solteras en el night club Hyde, del Bellagio, y conciertos de las artistas residentes de Planet Hollywood como Britney Spears y Jennifer Lopez.

No es complicado: a pesar de su tamaño, The Strip está pensado para recorrerlo a pie. En el fondo es recorrer una maqueta. Una grande y encajada en mitad del desierto, saturada de humanos de todo el planeta y donde no debiera ser posible la supervivencia, salvo para los habitantes nativos que se cuelan en las grietas de este diseño: buitres sobrevolando la réplica de la torre Eiffel y cucarachas americanas corriendo en la barra de un bar de cervezas recién inaugurado.

Son las ocho de la tarde y la luz de los neones y pantallas led ilumina a familias completas que transitan, y también al guitarrista solitario que improvisa un punteo sobre una pasarela que conecta con un centro comercial. Un poco más allá, en la esquina de Harmon Avenue, un hombre de rasgos árabes detiene su Porsche descapotable y hace rugir el motor sonriendo a los peatones, antes de ser detenido por la policía apenas salió hecho un bólido.

Afuera del hotel Bellagio, las aguas danzantes se mueven con la voz de Celine Dion, en una mezcla que parece atraer básicamente a personas que graban con el celular en vertical. Por supuesto, a lo largo de The Strip, todas las versiones posibles de Michael Jackson y Elvis Presley intercambian fotografías o selfies por unos cuántos dólares con los turistas. Hay espacio para todos. También para mujeres semidesnudas, cubiertas con diminutos trajes de policía o de bailarinas de carnaval, reclamando dinero a los que las fotografían al pasar.

-Son diez dólares. De esto trabajamos, papi -le dice una latina cubierta apenas con un arreglo de plumas a una pareja de chilenos que no respetó el código.

Más allá, afuera del Planet Hollywood, está el doble del actor Zach Galifianakis en The Hangover, montado sobre un tigre de bengala de peluche. Le va bien: 250 mil dólares al año, entre propinas y eventos privados, además de fiesta asegurada. Hay magos. Hay turistas acalorados refrescándose bajo los ventiladores de rocío del Hard Rock Café, y un vagabundo de 23 años esperando monedas mientras lee Harry Potter afuera de la tienda Giorgio Armani. Hay obesos mórbidos en sillas de ruedas eléctricas. Y un veterano de guerra pidiendo dinero junto a una botella de Coca Cola gigante.

-¿Orarías conmigo? -me dice un tipo que no está disfrazado. Es blanco y tembloroso y cree en Dios desde que, al igual que esta ciudad, mordió el polvo a fines de los 00.

Su nombre es Alex Carlson, 48 años, dos hijos, casado con una filipina. Todos los días, de lunes a viernes, se para aquí después de su trabajo como exterminador de plagas para orar con extraños a cambio de remorder conciencias.

-Llegué al final de mí. Al final de todo. Todo era mentira y promesas quebradas. Jugué, me drogué, me emborraché. Ahora vengo aquí a enfrentarme a este monstruo. Estoy rodeado de tentaciones. Esta ciudad no es buena, aunque muchos digan que hoy es distinta. Mira esto. Hay niños aquí, mira -dice Alex y apunta a un hombre de bigote que reparte volantes de prostitutas-. Esta ciudad es pornografía -remata.

Cuando el hombre del bigote se gira, en su polera se lee: Orgasmic 69.

Al interior del casino Monte Carlo, en cambio, Nina Yu, de 35 años, cree que las cosas han cambiado para mejor.

-Vengo de California por el fin de semana. Tres veces al año. Lo hacemos para relajarnos. Allá trabajo en la industria aeroespacial y es bastante estresante. Siento que Las Vegas se está haciendo más familiar, hay muchas cosas para niños, museos, acuarios con peces, y para nosotros hay lugares para beber tranquilos.

-Muchos ya no apuestan tanto como antes; sobre todo los más jóvenes. Tú estás sentada acá. ¿Qué piensas de eso?

-Solo juego 20 dólares. Lo hago para relajarme. La gente más adulta pasa más tiempo en las máquinas, pero yo ahora termino y me voy. Busco a mi marido, a mi hijo y salimos a comer. Eso hacemos.
Fuerza laboral
-¿Sabes en qué se parece Las Vegas a Donald Trump?
-No.

-En que en el interior de ambos no hay nada. Está hueco... ¿Y sabes qué es lo que más me gusta de Las Vegas?

-No.

-Nada. Irme. Eso me gusta.

Modesto Tamez, profesor de ciencias del laboratorio de aprendizaje Exploratorium, en San Francisco, pareciera haber estado esperando este momento desde que le pusieron el nombre. Pero esta escena ocurrirá al final de este viaje, en el avión rumbo a Santiago, antes de que Tamez se ponga los audífonos y duerma casi hasta pisar suelo chileno. Porque en Las Vegas, aquí y ahora, a las tres de la madrugada del sábado, Gregory solo quiere quedarse un poco más.

-Oye, ya jugaste demasiado, vamos a lo que vinimos -le dice a su amigo. El hotel Flamingo luce casi vacío.

Nunca había venido, cuenta Gregory, que trabaja haciendo entregas para Amazon en Colorado. Es su primera vez acá, dice sentado en una máquina tragamonedas sin jugar, esperando que su amigo termine una mano de póker para partir luego al burdel que cotizaron con un tipo como el de los bigotes en The Strip.

Al burdel, cuenta Gregory, se van en limusina. Solo deben llamar al número del folleto que tiene en la mano. No solo los casinos intentan llamar la atención de posibles jugadores regalando cupones para tragos gratis en The Strip, sino que también los burdeles y night clubs, ofreciendo alcohol y viajes gratis en limusinas: la recesión golpeó a todos por igual, y el mercado del sexo también lo sufrió. "He visto cómo de 28 burdeles ahora quedan 17 o 18", dijo en 2013 Dennis Hof, dueño del Moonlite Bunny Ranch, al sitio de CNBC.

Ahora Gregory y su amigo parten. En mitad de las mesas de juego, una mujer latina hace un striptease mientras hombres juegan sus últimas fichas.

En una de las mesas, un grupo de tipos de traje juega acompañado por mujeres. Uno de ellos, claro, no logra concentrarse en el juego como sí lo hace con la nalga izquierda de su compañera: con una mano toma un poco de whisky y con la otra sostiene el trasero de la mujer. Ahora se paran de la mesa y le pide que pose para él. La mujer le da la espalda, se agacha un poco y mira hacia atrás para lanzarle un beso. Él saca fotografías. Es rubia. Lleva un vestido gris. Al rato desaparecen.

Salgo. Caminar por las veredas de The Strip, pasadas las cuatro de la madrugada, es un alivio. Ya no hay esa masa enardecida en busca de algo, sino solo unos pocos jóvenes de traje y adolescentes con vestidos de fiesta que se tambalean por las veredas en dirección a sus hoteles. Algunas parejas se besan y otros buscan dónde comer. Decenas de chicas caminan descalzas, con los zapatos en la mano: es la generación post recesión de Las Vegas, pisando restos de tacos rumbo a sus habitaciones.

De regreso al otro extremo de The Strip, las máquinas y mesas del casino New York-New York lucen poquísimos gamblers. Ya no está Walter, el croupier solitario. Solo veo abuelas. La mayoría son abuelas. Y ahí están, absortas en figuritas de frutas y números de colores, con los ojos achicados por la hora y el humo, pero con ánimo todavía de corregir el volumen de sus peinados; manos arrugadas, uñas brillantes apretando botones fluorescentes hasta el amanecer.

El menospreciado 40 por ciento de los ingresos de la ciudad trabaja sin cesar.

 

"Solo juego 20 dólares. Luego busco a mi marido y salimos a comer", dice una cliente del casino Monte Carlo. 

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