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Érika sobreviviendo a Olivera

sábado, 02 de julio de 2016

Por Rodrigo Fluxá foto sergio lópez I. / Colaboró Carla Ruiz
Reportaje
El Mercurio

Dos días después de ser designada como la abandera chilena en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro en La Moneda, la maratonista fue a un cuartel de la PDI en Recoleta para estampar una dolorosa denuncia: que fue violada por su padrastro, el que le dio el apellido, por más de 10 años, de los 5 a los 17. Días antes le había entregado a "Sábado" con detalles el relato más brutal que recuerde el deporte chileno de élite. "Viví chantajeada; si no accedía a lo que me pedía, no tenía permiso para entrenar".



Érika Olivera está en el salón rojo de La Moneda y cuando el presidente del Comité Olímpico, Neven Ilic, lo anuncia, ella está ida: será la abanderada de Chile en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. Da unos pasos adelante y recibe una ovación cerrada, pero sigue con la mirada pérdida, con los ojos tristes: no quiere mentir hoy.

Son las 12:15 horas del martes 21 de junio. La Presidenta Michelle Bachelet da un discurso, destaca su historia de vida, sus momentos difíciles, los barrios en que vivió, su sacrificio para superar eso. Definitivamente hoy no quiere mentir.

Dos leyendas del deporte chileno, Nicolás Massú y Marlene Ahrens, la saludan. Ambos conocen el honor que le han asignado esta mañana, pero Érika Olivera sigue con una mueca forzada, que muestra los dientes, pero no parece una sonrisa. La Presidenta le dice que se anime y le hace un comentario por lo delgada que está. Ella se dice a sí misma: ojalá no me hagan esa pregunta.

Érika Olivera sale al patio de los Naranjos; está repleto de periodistas, de cámaras, hace móviles en vivo, entrevistas cortas, graba saludos. Casi termina: quizá no tenga que mentir hoy.

Con la bandera en la mano cruza un umbral del palacio, cuando la detienen nuevamente. Última ronda de preguntas. Ahí viene:

-Érika, por tu historia de vida, y como mujer, me imagino que para ti y tu familia es un honor que te hayan elegido...


-Ahí es, ahí pasó todo.
Érika Olivera apunta a una casa de la población Carol Urzúa, en Puente Alto. Es un lunes frío de junio y ella, con lentes oscuros, no quiere caminar por el pasaje 15 hacia adentro, no quiere acercarse.

-La gente del barrio cree que es de agrandada o como si me diera vergüenza venir de donde vengo, pero no es eso, es que me siento mal, me hace mal venir. No sé si está arrendada o vive mi familia todavía -dice. Después se soba las manos, mira su teléfono y pide una pausa: necesita ir al baño. Hace dos llamadas, toca un timbre, no está su vecina conocida, pero pasaje adentro no entra.

A mitad de cuadra está: una sencilla casa pareada con las rejas rojas, con plásticos en las rejas. Érika Olivera vivió ahí, Érika Olivera lloró ahí, Érika Olivera corrió ahí, Érika Olivera peleó ahí, pero prefiere ir al baño en un negocio.

Su familia vivía originalmente al otro lado de Santiago. Ella pasó los primeros cinco años en Quinta Normal, en una inmensa especie de parcela de su abuelo paterno. Después, con su mamá y su hermano mayor, se cambiaron a una mediagua, sin servicios y con el piso de tierra, en un campamento cercano, con el pastor evangélico argentino Ricardo Olivera. "Yo siempre le dije papá y tenía su apellido, así que para mí fue mi papá siempre. Mi hermano mayor tenía otro apellido, Oyarzún, pero mi mamá nos decía de chicos que era porque se habían equivocado en el Registro Civil. Cómo seríamos de inocentes, que lo creímos".

La infancia de los Olivera comenzó a girar casi exclusivamente alrededor del culto; los feligreses del campamento repletaban la mediagua, los domingos tenía que asistir a las prédicas callejeras y a una escuela bíblica, que duraba toda la tarde. "Era un régimen bien autoritario; teníamos que pedir permiso para comer un pedazo de pan o para ir al baño. Con 5 años hacíamos aseo, lavábamos ropa. Si hacíamos algo mal teníamos que rezar de rodillas toda una tarde contra la pared. El pastor, a mi hermano lo tomaba del cuello, lo lavaba con agua fría. A mí me tocaba lo otro".

Érika Olivera cree que hay cosas que parecen una virtud en un principio, pero pueden ir mutando en un defecto. Como la buena memoria. "Debo haber tenido 5 años la primera vez que me abusó en el campamento. El dormitorio estaba empapelado con un papel mural rojo tipo kraft, él mismo lo había forrado. Él empezó mostrándomelo como un juego, con caricias y después fue avanzando. Esa primera vez no entendí lo que pasó, era una niña, no cachaba nada. Él siempre decía que eso nadie lo tenía que saber. Pasó varias veces más y después nos fuimos a Puente Alto. Yo estaba feliz. Creía que al irnos a una casa sólida, con más vecinos, eso se iba a acabar".

Érika Olivera no quiere entrar al pasaje.

-Pero ahí siguió peor.

Los lunes, la mamá de Érika Olivera, como esposa de pastor, participaba de las Dorcas, un grupo de mujeres evangélicas, pastoras, dedicadas a coordinar el servicio social. A la misma hora, su hija volvía del colegio a la casa de la población Carol Urzúa, aterrorizada. "Era el día más horrible. Me acuerdo caminando hacia la puerta. Estaba sonada, nomás; tenía que llegar y aceptar. Tenía que pasarlo con él. Apenas tenía la oportunidad, era llegar y llevar para él. Mientras yo no me pude defender, él hacía lo que quería conmigo. A veces, en la noche, él iba al dormitorio nuestro y ahí molestaba un poco, me tocaba cuando estaban mis hermanos. Pero generalmente las cosas se daban en el día, cuando mi mamá no estaba, porque él no trabajaba o lo hacía en turnos como inspector de micros. Después, mi mamá llegaba en la noche y yo había estado llorando todo el día. Me demoré en contarle".

Ya en Puente Alto, la familia Olivera creció más: llegaron a ser seis hermanos. Felipe fue el cuarto: "Fue difícil crecer así, viendo eso, porque todos nos dábamos cuenta. Él es mi papá, pero lo que hizo es lo que hizo: él se encerraba con la Érika y sabíamos lo que pasaba ahí, lo vimos. Éramos chicos, pero debimos hacer algo. Mi mamá fue siempre muy sumisa a él", dice a "Sábado".

A los 12 años, Érika Olivera cuenta que develó por primera vez lo abusos; se los contó a su mamá. "Al otro día, este señor me dice: le contaste a tu mamá, tienes que decir que es mentira lo que dijiste. Si no lo haces no vas a ver más a tus hermanos, ni a tu mamá, te vas a ir a un internado. Yo me asusté, creía que si lo seguía acusando me iba a pasar todo eso y le dije a mi mamá que había dicho una mentira. Pero yo tenía 12 y me seguía haciendo pipí en la cama y siempre que mi mamá salía de la casa yo le rogaba para acompañarla. No entiendo cómo no le entró al menos la duda. Era tan fácil, cosa que me llevaran a un doctor y se hubiera confirmado todo".

-¿Pero qué te respondió ella cuando le contaste?

-Me dijo que ojalá que fuera mentira, porque si era verdad que él me abusaba, nadie me iba a querer, no iba a poder tener hijos ni familia. Esa respuesta me dio.

-¿No volviste a contarle a nadie?

-No. En octavo básico ya me sentía tan enojada que estuve a punto de contarle a mi profesora jefe, la señorita Silvia, pero empecé a pensar de nuevo: ¿y si no me cree? No me había creído mi mamá, pensé que menos me iba a creer una profesora. Debí haberle dicho.

El régimen en su casa del pasaje 15 se fue haciendo cada vez más estricto en lo religioso; estaba prohibido el pelo corto y los pantalones; las desobediencias se seguían pagando con castigos físicos, como sesiones de sentadillas. A los 12 años, Érika Olivera comenzó a practicar atletismo, lo que le significó más problemas en la casa; era, como todas las otras, considerada una actividad mundana. Empezó de a poco,  trotando al lado de la micro que llevaba a su mamá al centro de Puente Alto. Después empezó a ir al Parque O'Higgins, donde la conoció el técnico Ricardo Opazo. "Estaba a medio camino entre niña y mujer. Me acerqué a hablarle y de inmediato capté que algo no estaba bien. En apariencia era tímida, pero no era eso, era que tenía mucha desconfianza hacia los hombres, hacia todo. No hablaba nada. Desde que la conocí y fui su técnico, deben haber pasado casi dos años. No se abría", dice Opazo, sentado en su casa en Punta de Tralca, alejado ya de la alta competencia, con un brazo literalmente cortado; se lo atravesó con una sierra eléctrica.

En menos de dos años, Érika Olivera ya era la máxima promesa del atletismo chileno. "El trote me sirvió harto; daba vueltas a la población repitiéndome: no quiero vivir aquí, no quiero vivir aquí, quiero ser alguien".

Opazo la invitó, junto con otro grupo de deportistas, a entrenar un verano entero a El Quisco. Ella le dijo que era imposible; con 16 años, su papá no la dejaba pololear, ni siquiera tener amigas, jamás le daría permiso. Opazo fue a verlo. "Fueron seis horas. Yo también tenía el don de la palabra. Los mismos argumentos que él usaba, yo los daba vuelta. Fue una conversación bíblica, terminé diciéndole que era la voluntad de Dios, que el deporte era una bendición de Dios, no un castigo como decía él. Vi que era malo como la tenían: sin dejarla escuchar radio, ni ver TV, porque era pecado. Pero jamás me imaginé que hubiese algo más allá de eso. Esa tarde él le terminó dando permiso. Se puso tan contenta, que fue la primera vez que pensé que realmente le gustaba el deporte. Dentro de lo triste que se veía siempre, se alegró".

Érika Olivera conoció el mar ese verano, pero siempre pagaba un precio.

"Más grande, cuando ya no podía forzarme físicamente tan fácil, comenzó a funcionar como un chantaje. Viví chantajeada mucho tiempo. Esto fue por 11 años, no había una semana que no pasara nada. Para ir a una carrera o salir a un entrenamiento, tenía que  aceptar lo que él me decía: ¿quieres esto?: sabes lo que tienes que hacer. El hacía una señal con el dedo, indicándome lo que iba a pasar, lo que íbamos a tener que hacer. Si alguna vez ponía resistencia, no había plata para nada en la casa, no le pasaba plata a mi mamá. Vivía obligada".

Felipe Olivera, su hermano, lo explica así: "Ella se sacrificó mucho por nosotros. Si la Érika no se dejaba, nosotros no comíamos. Así crecimos. Nos comieron la inocencia muy temprano, tenemos un tarro de basura adentro de nosotros. Yo viví en la calle, estuve perdido en la droga mucho tiempo. La Érika, no. Aguantó. Pero fue acumulando mucho odio. Como lo del árbol".

En el patio de la casa de Puente Alto había un árbol frutal, hoy talado. En el barrio se corrió el rumor de que tenía unas semillas venenosas. "En mi inocencia, pensé que era verdad. Este hombre tomaba mate y se las metí ahí, esperando que se muriera, pero obviamente no pasó nada", dice Olivera. "A ese punto llegué. Le agarré mucho odio a la religión; me mandaban a retiros a Las Vizcachas, me enseñaban la palabra de Dios y tenía que ver a este hombre predicando y actuando completamente distinto conmigo. Me llegué a convencer de que él era el demonio. Cuando me desarrollé, me empecé a preocupar también de si me embarazaba. Muchas veces pienso que pude terminar en la cárcel, porque llegué a ese punto y hubiera sido una delincuente, porque no me hubiesen condenado por defenderme de un violador, si no por asesinato. Esas cosas llegué a pensar: lo mataba a él o me mataba yo".
A los 17, en junio de 1993, tras deshidratarse y desmayarse en un torneo sudamericano juvenil en Venezuela para el que era favorita, Érika Olivera discutió con su padre de vuelta en Chile. Dice ella que él la llamó fracasada. Dejó de competir y de entrenar un semestre. Cuenta que en un culto en su casa, se tomó un frasco de pastillas de diazepam, en un intento suicida. Ese mismo año se enteró, gracias a un tío, que el hombre que creía que era su padre biológico no lo era; ella y su hermano mayor eran fruto de una relación previa de su madre, pero recibió el apellido del pastor: Olivera.

Meses antes de cumplir la mayoría de edad, finalmente se negó a un avance de su padrastro. "Me levantó la mano, yo se la sostuve y él me forzó más. Me puse chora, me defendí y le dije que no me volviera a hacer eso nunca más. De la calle le grité: viejo de mierda. Mi mamá vio todo esto. Para mí fue un gran paso. Él no volvió a violarme. Fue la última vez".

El 4 de enero de 1994, Érika Olivera cumplió 18 años. El 10 se fue. No volvió a vivir ahí.


Tras dejar Puente Alto, Érika Olivera se fue a vivir con su entrenador por una razón práctica: no tenía dónde más ir. A finales de 1994, ambos iniciaron un romance informal. "Yo era como el papá de la Érika, esa es la verdad y no había otro tipo de interés", dice Opazo. "Pero me separé, nos encontramos en un país lejano y cambió el chip. Decidimos dejarlo ahí. Ella tenía un pololo que quería casarse y yo la empujé para que lo hiciera. Y lo hizo. Tratamos de seguir como entrenador y atleta".

Érika Olivera se casó en 1995 por primera vez con José Nahuelán. Nunca le contó lo que había pasado en su infancia: tenía el susto que, si la relación fracasara, él cometiera la infidencia de mencionárselo a alguien más y comenzara a circular en el ambiente. De hecho, duraron apenas unos meses y formalizó la relación con su entrenador. Opazo tenía 42 años y su entrenada, 19. A él tampoco tenía planeado decirle, pero lo incómodo de las circunstancias la empujaron. "Me vi en esta relación de golpe, me sentí mal", dice Érika Olivera, ahora en un café de Huechuraba, congelada, bajo un sol de invierno. "Y también fue tremendo, porque efectivamente lo veía en un comienzo como papá. Y era confuso, como vivir de nuevo lo mismo. Así que le conté llorando un día, se me salió, como de momento. De hecho, lo hablamos esa pura vez. Él me dijo que tratara de olvidarlo, que siguiéramos adelante. Quizá no dimensionó de lo que se trataba, quizá pensó que me refería a que fue una sola vez, no 10 años sistemáticos. Él pensó que era algo superado, pero ¿cómo se supera algo así?".

Hoy Opazo reconoce que se equivocó: "Lo tomé muy livianamente. En mi pensamiento era mejor dejar eso atrás, no esperar justicia de las leyes y si el papá tenía que pagar, pagaría igual más adelante. Sabía que muchas niñas abusadas experimentaban sentimiento de culpa cuando grandes, porque en algún punto les podría haber gustado en alguna ocasión. Y decidí concentrarme en eso; que Érika no sintiera culpa, que lo dejara atrás. Ella le echó tierra al asunto. Creí que éramos felices, eso pensaba, después me di cuenta de que no".

Juntos tuvieron tres hijas.

Érika Olivera trataba de visitar el mínimo su antigua casa. "A mí siempre me provocó ese rechazo ir allá, entrar, ver como si nada hubiese pasado. Cuando decidí alejarme, me dije: esto no me va a afectar".

-¿Y funciona tan así? ¿Se puede bloquear eso?

-Me mentalicé totalmente. Me convencí de que había empezado otra vida, tras irme de la casa. Fue un juego mental que pude armarme sola.

-¿No te fallaba? ¿Nada te lo traía de vuelta?

-Sí, los sueños, muy constantes. No eran figurativos, eran directos: imágenes que nunca se borran, fotografías en mi cabeza súper feas. Momentos en que era tomada y sometida, cosas muy gráficas. Despierta podía controlarlo, durmiendo no.

-¿Sigues soñándolas?

-Sí.

Ese bloqueo coincidió con sus mejores resultados como deportista. Entre 1996 y 2000 batió la marcas chilenas de los 5.000 y 10.000 metros planos, además del medio maratón y el maratón, todas aún vigentes, casi 20 años después. Ganó la medalla de oro en los Panamericanos de Winnipeg 1999 y logró el puesto 27 en la maratón de Sidney 2000, su mejor resultado en unos juegos olímpicos.

Su hermano Felipe veía sus competencias por televisión. "Podía aparecer riéndose, orgullosa, pero los ojitos de la Érika están siempre igual: tristes. Cuando le empezó a ir bien, nos ayudó harto, nos regalaba cosas en la casa, pese a todo".

Después de cada logro, venían meses de entrevistas, requisito para poder conseguir financiamiento y nuevos auspiciadores. Ahí se fue inventando una épica que contar y evitar preguntas incómodas de su pasado. "Que huí de la pobreza, que venía de una familia religiosa y todo eso, que era cierto, porque éramos pobres, pero no era eso de lo que estaba huyendo".

-¿No te molestaba llevar el apellido Olivera, que se hiciera famoso, teniendo en cuenta de quién venía?

-Sí, siempre. Le hago honor al apellido de un hombre que fue lo peor que pudo haberme tocado en la vida. El apellido es reconocido hoy como algo exitoso, pero me costó muy caro y todos mis hijos tienen que llevarlo. Me acuerdo una vez que me invitaron en vivo a un canal para una entrevista e hicieron un móvil en la casa de mi papás y lo entrevistaron a él. Él contó cómo la disciplina de la casa me había ayudado, el amor familiar y que de todas formas le hubiera gustado que yo hubiese sido pastora. Yo me empecé a rasgar las uñas en el estudio, bajé la cabeza. Pensaba: qué cresta se cree este viejo. Me empezó a causar ya una molestia máxima.

-¿Cómo lo disimulabas cuando veías a tu mamá?

-Cada vez me costó más. Él me saludaba como si nada: Hola, mija, cómo está. Así me decía: mija. O cuando yo llamaba para hablar con mi mamá y él me contestaba el teléfono. "¿Está la nani?", preguntaba yo y él dale: hola, mija, cómo está. Bien, ¿está la nani? Era muy desagradable. Mi mamá siempre intentó que la relación con ese hombre fuese una relación normal, con cariño, admiración. A esa persona crecí odiándola y ella, para el día del papá, me pedía que lo saludara, que lo llamara. Al principio, lo hice. Después dije: no, no voy a saludar a alguien que hizo tanto daño. Una vez le pedí que no me llamara más para que lo saludara a él. Mi mamá se desentendía mucho de esta situación. Él se enfermó en un momento, estuvo muy mal. Ella me decía que estaba preocupada y yo le empecé a decir: ojalá se muera. Ella me decía: ¿cómo puedes decir eso? Yo ya le respondía: si se muere, yo voy a ser la más feliz.


En diciembre de 2010, una casualidad volvió a forzar una conversación entre madre e hija. Érika Olivera tenía que ir a la premiación de los deportistas de la Universidad de Chile, en la Facultad de Ciencias Químicas y Farmacias, en Independencia. Mientras buscaba la puerta de ingreso, llamó al cuidador de autos. Le preguntó si esa era la dirección. El hombre le dijo que sí y antes de que entrara, le comentó:

-Oiga, yo conozco a su mamá de hace tiempo.

A Érika Olivera no le sorprendió; por su trabajo social y vecinal, mucha gente se le acerca para hablarle de su mamá. El hombre metió la mano por la ventana del auto y se presentó: su nombre era Róbinson.

-¿Róbinson Oyarzún? -preguntó ella.

Ese es el nombre de su hermano mayor.

-Sí -respondió él.

-¿Usted es el papá de mi hermano?
-Sí.

-Mi papá.

-Sí.

Érika Olivera se toma un segundo. "Ahí el caballero se pone a llorar. Yo le dije: mira cómo nos vinimos a conocer, lo que es la vida. Él seguía emocionado. Me pidió que nos juntáramos a conversar. Yo le dije que a lo mejor más adelante. Pero antes de entrar, le dije: gracias a usted tuvimos una vida de mierda. Pero le doy las gracias, no habría llegado a ser lo que soy. Fui muy seca, pero después lloré, lloré, lloré, hasta que se me pasó. Y entré a la premiación".

En la foto oficial de esa ceremonia, Érika Olivera sostiene un ramo de flores, con una sonrisa forzada, rodeada de dos deportistas y dos académicos.

Más tarde le contó el episodio a su mamá. "Le dije que la quería mucho, pero que me hizo mucha falta, falló en lo más importante, que era protegerme y haber tomado las medidas necesarias cuando le conté la primera vez. Ella me pidió perdón".

Los años siguientes, Érika Olivera fue dándole vuelta a la idea de hacer un libro, de nombre preliminar Simplemente Érika, tanteando el terreno, a cuentagotas, con sus hermanos, para abrir el baúl de sus propias infancias. Se juntó con la guionista Patricia González, con quien trabajó en el proyecto de hacer una película de su vida, aún a la espera de fondos, y en la que el tenor de la relación ficticia de ella con su padrastro tampoco era explícito, porque el tema jamás se trató abiertamente en su propia familia, se eternizó como un pasado familiar bajo la alfombra, algo de lo que no se hablaba, hasta febrero de este año. El domingo 7  de ese mes, uno de sus hermanos, descompensado y angustiado, destrozó la casa de sus papás en Puente Alto y salió gritando por el barrio el secreto familiar más enterrado. Érika Olivera venía llegando de Chiloé esa noche, cuando la llamaron para interceder. Fue al día siguiente a la casa de una de sus hermanas, pero con otras intenciones. "Iba a pedirle a este hombre que se vaya, ojalá de Chile. Todos los problemas que tenemos los hermanos son culpa de él. Le dije que era un violador, pero me echaron de la casa. Hablé con mi mamá; le dije que se fuera conmigo, que no le iba a faltar nada, pero que tenía que dejar a su esposo; que no había otro camino; si no, no iba a ayudarla. Ella me dijo que no podía, que él estaba muy viejito. Llegó mi otro hermano, Felipe".

Él dice: "Subí a buscar a mi papá, hice entrar a la Érika y nos sentamos por primera vez todos a tratar el tema en una mesa. La Érika estaba muy calmada; le pidió que reconociera. Él primero se quedó callado y después lo reconoció. Dijo: ¿Y? La Érika le volvía a decir que admitiera y el solo decía: ¿Y qué?".

Érika Olivera: "Fue muy duro, pero nunca me quebré. Le tuve que preguntar cuatro veces que reconociera frente a sus hijos que me había violado. A la última dijo: Sí. A esa altura, era lo que necesitaba. Me fui. Afuera, mi hermano me preguntó: ¿Flaca, te hace bien esto? Yo le dije que sí. No he vuelto a ver a mi mamá desde entonces. Fue muy..."

-Perdone que la moleste, Érika...

Un hombre la interrumpe, mientras cuenta la historia, emocionada en el café de Huechuraba, con el sol de invierno casi escondiéndose.

-¿Se acuerda de mi? Yo la conozco de chica, de cuando...

Érika Olivera lo escucha durante casi dos minutos.

-¿Cómo está su familia? ¿Su mamá, su papá? Tiempo que no los veo.

-Bien -responde-. Están bien.

El hombre la abraza y se va.

"Eso es lo que ya no soporto; mentir más. Se me fue acabando la paciencia, ahora ya no puedo. He tenido que dar muchas entrevistas este año y en todas seguir mintiendo, repitiendo una historia que no es cierta, poniendo la cara. Dan ganas de decirle: hueón, no me pregunten más por mi familia No puedo hacer justicia con mis manos, tampoco judicialmente. La única manera de hacer justicia que me queda es contar la verdad. Los secretos pesan mucho".

Tras el episodio de febrero, Érika Olivera se decidió, pese a que los posibles delitos podrían estar prescritos, a hacer la denuncia. Tuvo que hablar con sus tres hijas mayores, contarles lo que ella tuvo que soportar cuando tenía su edad. También con Leslie Encina, su tercer marido, con quien tiene otros dos hijos. Se llevó al hermano descompensado a su casa; lo tuvo bajo su cuidado hasta que se volvió a fugar. Su madre y su padrastro se fueron a vivir a Pudahuel con otra hija. Consultados, declinaron comentar sobre la denuncia.

Entremedio, Érika Olivera se preparó para Río de Janeiro, para ser la única chilena, hombre o mujer, con cinco juegos olímpicos disputados. Fue candidata a ser la abanderada, fue a La Moneda, recibió la bandera. Su familia volvió a ver por televisión sus ojos tristes. Se paró frente a los micrófonos y contó su discurso oficial. Mintió por última vez.

- Érika, por tu historia de vida, y cómo mujer, me imagino que para ti y tu familia es un honor que te hayan elegido abanderada.

Érika Olivera toma aire.

-Es un orgullo, representar a todas las mujeres...

Dos días después, puso la denuncia en el cuartel de la PDI de Recoleta.

El viernes pasado viajó a Brasil, más liviana, para preparar el evento, el cierre de un ciclo: será su última aparición como deportistas profesional. Y finalmente podrá decir lo que siempre pensaba cuando, tras alguna competencia, los periodistas, inquisidores, en busca de balances, le preguntaban si no consideraba un fracaso no haber conseguido tal puesto, tal marca, tal medalla.

Podrá decir, no solo pensar: "Si supieran".

"Le hago honor al apellido de un hombre que
 fue lo peor que pudo haberme tocado en la vida.
El apellido es reconocido hoy como algo exitoso, pero me costó muy caro".

"Podía aparecer riéndose en le televisión, orgullosa, pero los ojitos de la Erika están siempre igual: tristes"

"Le tuve que preguntar cuatro veces que reconociera frente a sus hijos que me había violado. A la última dijo: sí. A esa altura, era lo que necesitaba"

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