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Un discurso simple y, lo peor, fiel

domingo, 22 de mayo de 2016


Opinión
El Mercurio




La primera parte del discurso -consistente en poner las acciones "en perspectiva histórica", según se anunció en las primeras frases- reveló la mirada que la Presidenta y el Gobierno tienen de la modernización de Chile.

Y se confirmó que la Presidenta está atrapada en un mal diagnóstico.

La Presidenta describió los últimos años de la evolución de Chile de una manera más bien tenebrosa, con exageraciones que el redactor del discurso dejó que tuvieran un leve tinte adolescente: una productividad estancada, un sistema político anegado de malas prácticas, una educación de calidad solo para quienes podían pagarla, un Estado lento, y un mercado opaco y poco competitivo. Su gobierno, dijo la Presidenta, tenía por propósito curar esas heridas. "Por eso -concluyó en la primera parte- propusimos reformas, por eso las estamos haciendo realidad, y por eso las vamos a llevar a buen término".

Es difícil encontrar un mensaje presidencial que haya arriesgado un diagnóstico tan sombrío de la modernización de Chile y con tan pocos matices: ni el fervor retórico, ni la generalidad a que obliga un discurso, pueden justificar una demasía tan gruesa como esa que, si se la toma en serio, indicaría que Chile está al borde del abismo. ¿Es razonable sostener, en las primeras palabras de una cuenta presidencial, que el país está atrapado en un pantano de productividad mezquina, en un sistema político erizado de trampas, con una educación mediada por el dinero y un mercado tapizado de sombras? Un extranjero que, recién llegado, oyera esas palabras no se extrañaría por el hecho de que a la misma hora en que la Presidenta las pronunciaba hubiera, como hubo, grupos de encapuchados incendiando edificios públicos. ¿Acaso a la luz de las exageraciones del discurso presidencial no sería esa una reacción razonable de las masas, heridas por lo que la Presidenta llamó una "grieta social"?

El resto del discurso, pasado el bochorno intelectual de las exageraciones retóricas, mostró hasta qué punto la tosca realidad, los indóciles hechos, han obligado a retroceder incluso en aquello que se atesoraba como lo más importante.

El ejemplo más obvio es el de educación.

Al tratar de la reforma educativa la Presidenta debió relativizar, hasta casi suprimirla, la meta que se había trazado cuando, persuadida de que la educación era la llave maestra de la estructura social, decidió que la gratuidad universal contribuiría a resolver la desigualdad. Ahora se sabe que gratuidad universal no habrá, que en 2018 ella alcanzará recién a los seis primeros deciles y que el horizonte final deberá fijarlo la futura ley. ¿Cuál? Pues una ley cuyos contornos todavía se desconocen. Es difícil exagerar la crítica en esta materia. La imparcialidad obliga a subrayar lo increíble del hecho de que el tema central de un programa gubernamental, ese ámbito donde se esperaría la mayor meditación, el más intenso acopio de antecedentes, las ideas más claras, esté todavía en veremos y que a un mes de presentarse el proyecto de ley la reforma se siga reduciendo a la gratuidad.

En materia económica, el discurso, no vale la pena engañarse, no fue mejor. El principal problema que exhibió es que se trató de una permanente y tibia exhortación a recuperar las confianzas y la cooperación, como si la ausencia de esos rasgos fueran una cuestión personal, subjetiva, algo que pendiera de las palabras presidenciales. Salvo un anuncio de tinte keynesiano -el programa de construcción de viviendas-, el resto mostró lo que todos saben: Chile está en una meseta lenta y opaca.

Los mejores momentos del discurso fueron aquellos en que la Presidenta pudo echar a andar -aunque sin la espontánea empatía de otros años- los temas que le permiten establecer esa rara intimidad a distancia de la que ella es capaz: los temas de género, las tribulaciones que causa la desgracia de un hijo enfermo, etcétera. Pero esos momentos probaron que ella carece de las virtudes que se requieren para encender una épica de la transformación social como la que, sus redactores de discursos y sus asesores, insisten en imprimirle.

Los comentarios inmediatos que suscitó la cuenta presidencial afirmaron que no hubo anuncios, que las novedades brillaron por su ausencia. Y es verdad. Pero se reveló algo que no vale la pena ocultar: el problema del Gobierno es que, desgraciadamente, las ideas gruesas y exageradas del discurso son el reflejo fiel de las ideas que lo animan.

Carlos Peña

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