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Los escenarios que mandan en el JAZZ de NUEVA YORK

domingo, 15 de mayo de 2016

POR Pepa Valenzuela, DESDE ESTADOS UNIDOS.
Crónica
El Mercurio

Sea Manhattan, Brooklyn o Harlem, cada noche hay alternativas para encontrar a los mejores músicos emergentes, a las leyendas vivas y a los que marcan nuevos rumbos. Este es un recorrido por el circuito imperdible del jazz, en esta ciudad que nunca duerme y donde siempre suena algo bueno.



Atardece en Nueva York. Es miércoles 6 de abril y el sol, que de a poco ha empezado a quedarse más, todavía se ve en el horizonte un poco antes de las siete de la tarde, cuando subes por una escalera de un edificio antiguo en el Upper East Side, tomas un ascensor diminuto en el que con suerte caben tres personas y, cuando las puertas se abren, te encuentras dentro de un bar oscuro, mesas con velas, una barra de madera como de piano-bar. Al fondo, está el escenario con la batería y los micrófonos puestos, una gran cortina roja de fondo y un cartel como de circo que dice: Club Bonafide.

Este es uno de los bares más nuevos para escuchar jazz en Nueva York, aunque antes existía con otros nombres: tenía un dueño japonés amante del jazz que hizo una fusión curiosa: mesas altas, sushi, jazz y lo bautizó Miles, por Miles Davis, legendario compositor y trompetista. Lo demandaron por uso del nombre y tuvo que cambiárselo. Entonces se transformó en Club Bonafide, donde hoy la cantante Gracie Terzian, una colorina de frondosa cabellera en una tenida negra sin hombros, lee partituras mientras Rotem Sivan afina las cuerdas de su guitarra. Más allá, el bajista Pablo Menares arrastra su instrumento en un estuche enorme y con ruedas hasta el escenario, y Rodrigo Recabarren verifica los últimos detalles en la batería. Ambos destacados músicos de jazz chilenos viven en Nueva York desde hace unos años. Pablo vino de vacaciones el 2009 y entonces decidió quedarse. "Fue como recibir una avalancha de buena música y de información. Si quieres, acá puedes tocar todos los días con gente distinta, puedes hacer cinco sesiones al día y estar en contacto con músicos legendarios", dice.

Rodrigo Recabarren vivió una experiencia parecida: vino el 2007 a ver "si lo que escuchaba en los discos era real". Por eso, fue a clubes, tomó clases, partió a ver a sus músicos favoritos donde fuera que tocaran en vivo. Cuando se dio cuenta del nivel, quiso instalarse y postuló a un magíster en interpretación del jazz en NYU al que entró el año 2009. Desde entonces está acá. Ahora dice: "En Chile hay muy buen nivel. Pero el tope es que no es Nueva York.  Acá vienen músicos de todas partes del mundo a probarse. Es el mejor lugar para compartir con lo mejor: puedes armar cosas buenas, tocar todos los días, ver a los mejores, perseguirlos, los ves en el supermercado. Es la primera liga del jazz, están todos en el corazón del imperio".

Ahora Pablo Menares y Rodrigo Recabarren tocan en varias bandas y muchas veces actúan juntos. Ahora están con la colorina Gracie Terzian porque Recabarren llevó a Rotem Sivan hace poco a Chile, a una gira. Eso es lo que hace también: "exporta" músicos de primer nivel a Chile para que a quienes les gusta este tipo de música o están recién formándose, tengan a acceso a verlos sin tener que viajar. Recabarren será, además, una especie de guía en la ruta por lo mejor del jazz en una ciudad que es inmensa y donde hay mucho para escoger.

De a poco, el Club Bonafide se ha llenado de público y presentan a Gracie. Aplausos. Ella, grácil, elegante, canta To Let You Feel my Love y Over the Rainbow con los ojos cerrados, arrugando la nariz. Mientras, la guitarra, el bajo y la batería la siguen en una coordinación que parece un acto de magia.

Rodrigo está a un costado del escenario a ras de piso en el subterráneo Bar 55, en pleno Midtown en Manhattan. Lleva puestos unos tapones de oído -suena muy fuerte, me dice- y esta noche está acompañado por otros dos músicos chilenos: el bajista Pablo Vidal y el guitarrista Nicolás Vera. Pablo vino de vacaciones y Nicolás ganó una beca Fondart para viajar a esta ciudad a perfeccionarse. Los tres están expectantes: hoy en el Bar 55, uno de los mejores para escuchar buen jazz, toca el famoso guitarrista Wayne Krantz -conocido por su original estilo en la improvisación y un rasgueo único- junto a otro titán: Nate Wood en la batería.

El bar está lleno. Cuando empiezan a tocar, en un solo gesto la música cambia radicalmente. Hacer jazz tiene que ver (también) con los gestos faciales: arrugar la nariz y enseñar los dientes, como hace el baterista. Cerrar los ojos, cabecear gozoso, como cuando el guitarrista desliza los dedos por las cuerdas. Hay una suerte de complicidad también con el público que se mueve, cabecea ligeramente, como si supieran lo que va a venir, como si conocieran desde antes esta improvisación. Rodrigo Recabarren, Nicolás Vera y Pablo Vidal miran atentamente, siguiendo el ritmo con el cuerpo y graban trozos de la interpretación con su celular, mientras los músicos parecen leerse en silencio entre sí.

Cerca del Bar 55, también en Midtown, están otros dos de los mejores clubes para escuchar jazz por estos días en Nueva York: The Bar Next Door que, de lunes a jueves, a las seis y media de la tarde, presenta su serie Emerging Artists con los más talentosos músicos nuevos. La entrada a esas sesiones es gratis. Y también está el Village Vanguard, donde todos los lunes, a las ocho y media de la tarde y a las diez y media, se puede escuchar a la Vanguard Jazz Orchestra, la mejor banda de jazz en el mundo que cuenta con 16 músicos en escena y fue fundada en 1966. El show es tan solicitado que las entradas -30 dólares- se agotan dos semanas antes de cada función.

El jazz en Nueva York tiene también un circuito más turístico (y también más caro) -Birdland en Times Square y The Iridium, que está cerca del Moma y del Rockefeller Center- y otro muy diferente en Brooklyn, donde la escena está creciendo a pasos agigantados: allí los mejores lugares para escuchar jazz hoy son el ShapeShifter Lab -un bar morado, muy ondero, que tiene jazz todos los días desde las 7 a las 10 y media de la noche en Park Slope-, Clover Club, Bar 4, Barbès, Music Hall of Williamsburg y Jazz 966.

El jazz más tradicional se puede escuchar en el Lincoln Center del Upper West Side en Mahattan, que tiene conciertos y una apuesta más enfocada al rescate del formato original de este estilo, más patrimonial y afroamericano. También hay algunos lugares en Harlem -hay una vecina de este sector que abre su departamento los primeros domingos de cada mes para escuchar buen jazz y se llega por dato- y además está este bar, camuflado en un antiguo edificio residencial: el American Legion Post 398, que queda en la calle 132, en el Uptown.

Aunque es domingo en la tarde, las mesas en este lugar están atiborradas de señoras con pieles, animal print o aplicaciones de lentejuelas y pelucas, y señores de terno e incluso humita, que comen soul food -collard green, pescado frito y papas con mayonesa- y beben coñac, bourbon o cervezas, mientras en el escenario los músicos interpretan un jazz movido, bailable, más afro, que tiene a toda la concurrencia meneándose de lo lindo frente al bar.

El American Legion tiene un patio trasero al aire libre donde se puede comer por solo 12 dólares. Pero todo el mundo está adentro, pegado al bar, escuchando y viendo a la banda -un saxofonista, un pianista y un cantante de largos dreadlocks y voz profunda- que entonan jazz y blues. Mientras unas negras enormes, bien pintadas y en tacones altos, se pasean por todos lados. Y un señor de sombrero y terno impecable va saludando a cada uno de los asistentes: "Yeah, baby!", dice a cada rato. "Yeah, baby!".

Bajas por unas escaleras metálicas verde, que tienen una alfombra roja gastadísima, en pleno Greenwich Village y te encuentras con esto: unas setenta personas apiladas en un bar diminuto, la barra de madera, todos cabeceando con suavidad o moviendo los pies al compás de Matt Pavolka y The Horns Band: tres vientos -trompeta, saxofón, trombón-, batería y bajo.

Matt Pavolka, el bajista, es el líder de esta banda. Lleva 20 años haciendo música, ha tocado con míticos intérpretes del jazz y también enseña su especialidad. Ahora sobre el escenario, con los ojos cerrados, abraza su instrumento y toca como siguiendo un impulso. La música se despliega descoordinadamente coordinada por cada rincón de este bar que tiene algunas paredes de ladrillo a la vista y retratos en blanco y negro de algunos jazzistas legendarios del pasado. Sobre el escenario mismo, Miles Davis parece supervisar todo desde una imagen que lo muestra con su trompeta.

El Smalls es otro nombre consagrado del circuito de salas de jazz en Nueva York: todas las noches se puede venir a ver un buen show en una atmósfera más bien íntima. Además, es uno de los lugares favoritos de la saxofonista chilena Melissa Aldana, quien vive en Nueva York hace ya varios años y toca frecuentemente en este escenario.

"En Nueva York puedes ver conciertos todos los días, ir a jam sessions, es una inspiración constante que no encuentras en ninguna otra parte del mundo", dice justamente Melissa cuando la encontramos aquí. Pablo Menares cuenta: "Los dueños de Smalls son músicos, entonces es un ambiente muy amigable para quienes hacemos esto".

Hace poco, los mismos dueños de Smalls abrieron otro lugar, Mezzrow, un bar de jazz todavía más pequeño y cercano que su predecesor, al que le ha ido muy bien porque -esa es otra gracia de Nueva York- siempre parece haber público suficiente para la tremenda variedad de espectáculos de músicos y bandas de jazz que se presentan cada noche.

Muy cerca del Madison Square Park, un poco antes de las siete de la tarde, un puñado de personas lentamente empieza a formarse en una fila frente a una puerta de la calle Broadway que tiene un cartel afuera. Dice The Jazz Gallery. También dice; Tonight: Bernstein, Goldings, Stewart.

A las siete en punto, la fila empieza a acortarse: la gente desaparece de cuatro en cuatro en otro ascensor que te lleva directamente a un quinto piso que podría ser un departamento, pero está convertido en bar: hay sillas, mesitas, cuadros con instrumentos musicales pintados en colores chillones sobre una pared negra. Es miércoles y el lugar también está repleto. A las 7 y media en punto Peter Bernstein, uno de los mejores guitarristas de jazz, se presenta con Stewart en la batería y Goldings en el teclado, que además hace las veces de bajo.

De nuevo: el cabeceo ligero de los asistentes, las expresiones faciales de los músicos -el guitarrista aprieta los labios, el baterista los junta, el tecladista pone cara de dolor-, las transiciones se sienten más armoniosas, más suaves, más clásicas quizás. Mientras tanto, los músicos chilenos Nicolás Vera, Pablo Vidal, Pablo Menares y Rodrigo Recabarren miran todo con atención, apostados en la primera mesa. Observan cada detalle. Todo: el rasgueo, las miradas entre los miembros de la banda, los cambios de ritmo, los ajustes. Cuando termina el show, aplauden, admirados, como si no creyeran lo que vieron o lo que escucharon.

Rodrigo Recabarren dice: "Esto es lo que pasa acá. Puedes ver tocar a tipos increíbles todos los días, así como si nada. En Chile puedes ser el mejor, pero cuando llegas acá hay quinientos tipos mejores que tú. Quinientos peores también, pero quinientos mejores. Y eso te obliga a crecer, a aprender, a seguir mejorando. Simplemente porque te gusta el jazz".

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