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¿Qué pasa en Chile? La nueva cuestión social

domingo, 14 de febrero de 2016

Carlos Peña
Reportajes
El Mercurio

Los chilenos y chilenas están simultáneamente felices y molestos; integrados y a la vez apocalípticos; adaptados y al mismo tiempo disconformes. ¿Cómo puede ocurrir que haya satisfacción con la vida personal, pero insatisfacción con la vida común? ¿Se puede esperar que esto algún día cambie?



Según los resultados de múltiples estudios que van desde los realizados por el PNUD a las encuestas del CEP o la encuesta Bicentenario UC Adimark, los chilenos están felices y satisfechos con su vida personal, pero, al mismo tiempo, descontentos e incómodos con las instituciones.

De acuerdo a la encuesta CEP (2015) la mayoría confía en su propio esfuerzo y es optimista respecto a lo que le espera en el futuro. El mismo resultado arrojan, de manera consistente en los últimos años, los estudios de UC Adimark. Pero de acuerdo a esos mismos estudios, también hay profundas fuentes de malestar con las instituciones. El informe del PNUD correspondiente al año 2015 (el del año 2012 había detectado que una amplia mayoría se sentía feliz) diagnosticó una amplia politización de la sociedad chilena, un anhelo por redefinir la vida colectiva.

La mayoría entonces está molesta y es al mismo tiempo feliz, parece haber disociado su vida personal (a la que juzga más que satisfactoria) de su vida social (a la que, en cambio, juzga deplorable).

La paradoja de Chile

Es la paradoja de Chile: los chilenos y chilenas están simultáneamente felices y molestos; integrados y a la vez apocalípticos; adaptados y al mismo tiempo disconformes.

¿Cómo puede ocurrir que haya satisfacción con la vida personal; pero insatisfacción con la vida común? ¿Se puede esperar que esto algún día cambie o será el destino de los chilenos de los próximos años? ¿Cómo se explica todo esto?

Responder esas preguntas es uno de los principales desafíos que, por decirlo así, plantea el Chile contemporáneo. Y quien acierte en las respuestas tendrá de su lado, sin duda, el favor de la mayoría.

Puede ser útil comenzar examinando lo que ocurría hace 100 años. Entonces se vivió uno de los momentos más pesimistas en la historia de Chile. Pero se trató de una insatisfacción distinta a la que se vive hoy.

La nueva cuestión social

A principios del siglo XX surgió el proletariado urbano, las relaciones laborales comenzaron a ser mediadas por el dinero, se acentuó la migración del campo a la ciudad, la riqueza se incrementó en manos de una clase que adquirió rutinas de ocio y al mismo tiempo la pobreza se hizo visible. Las élites intelectuales -oligárquicas y proletarias; Subercaseaux y Recabarren- constataron un profundo malestar. "Me parece -dijo Mac Iver- que no somos felices".

Al fenómeno se le llamó -siguiendo el uso europeo- la "cuestión social".

Hoy día la situación es distinta. También hay malestar, es cierto; pero a diferencia de lo que ocurría hace 100 años, ese malestar existe sobre un fondo amplio y firme de satisfacción personal.

Si hace 100 años el problema era el surgimiento del proletariado urbano (grandes masas desarraigadas, agrupadas en la periferia, sometidas al trabajo asalariado y excluidas del consumo) hoy día hay también una cuestión social, pero esta es radicalmente distinta: ya no es el proletariado el que apareció en el paisaje, sino una nueva clase media que ha experimentado una rápida movilidad intergeneracional; cuyos hijos tienen una alta tasa de escolaridad; que posee amplio acceso al consumo que borra los signos externos de estatus y que tiende a igualar, en experiencias y en expectativas, especialmente a los jóvenes.

Esa clase media surge en un momento donde los recursos tradicionales para construir su identidad social -la nación, la clase, la iglesia, la ideología- se han debilitado. El resultado es un grupo social ampliado que se siente más libre; pero también más desarraigado. Se trata de un grupo cuyas adhesiones, desde la política a la religión, ya no son adscriptas, sino electivas y además volátiles. Un grupo, por llamarlo así, que ya no siente que la sociedad esté "organizada", con puntos de orientación claros.

Nunca la biografía personal de tantos hombres y mujeres fue capaz de recoger en el curso de su propia vida cambios tan bruscos y tan radicales en sus condiciones materiales de vida. Y el resultado es cultural: los chilenos y chilenas son más autónomos, más desanclados de su propia trayectoria, más desconfiados de sus élites, con una religiosidad más electiva y personal (UC Adimark).

¿Cómo explicar, sin embargo, la paradoja de que el bienestar personal conviva con un malestar con las instituciones?

Hay al menos tres explicaciones.

La primera atinge a las generaciones; la segunda es relativa a la índole del mercado; la tercera se relaciona con las expectativas.

Las nuevas generaciones

En el malestar parece haber una cuestión generacional. Gran parte de los descontentos integran la generación más educada y llena de expectativas de todas las que en Chile han existido. Cada generación, sugirió Ortega y Gasset, mira la historia y se mira a sí misma desde un piso, más alto o más bajo, que la anterior. En la escalera de la historia, las generaciones están en escalones distintos. Por eso, la más joven juzga a la más vieja no solo por lo que hizo, sino también por lo que no fue capaz de hacer. Los seres humanos ven la historia presos de una ilusión retrospectiva, juzgan el ayer desde lo que son hoy y, por eso, casi nunca son capaces de comprenderlo.

Se suma a lo anterior lo que Bourdieu llama efecto de histéresis: los sectores sociales históricamente excluidos experimentan frustración cuando acceden a los bienes que antes les fueron negados. Y es que esos bienes hoy día ya no son los mismos. Ahora que se han masificado dejaron de ser los sucedáneos de títulos de nobleza que eran cuando los excluidos los miraban a lo lejos. Es la paradoja de estos días: hay mayor acceso, pero esa es también la causa del creciente enojo.

Cabría agregar todavía que esta generación al ser más educada es también más autónoma, más indócil y deseosa de conducir su destino y también más herida con la desigualdad de Chile.

El combustible principal que alimenta el malestar de los jóvenes sería el ideal meritocrático: una sociedad donde sea el esfuerzo personal y no la herencia -lo adquirido mediante el talento y no lo adscrito por la historia- aquello que decida el destino de cada uno. Esto es lo que explica que la institución educativa -la universidad, la escuela- estén en el centro del debate. Ellas son las instituciones meritocráticas por excelencia, las que prometen sustituir las ventajas de la cuna por el premio al desempeño. No es la desigualdad en sí misma lo que parece irritarlos, sino las desigualdades inmerecidas. Se trata del mismo ideal que subyace a la modernización capitalista. ¡La novedad consiste en que los jóvenes se lo toman en serio!

Pero esa no es la única explicación. Todavía puede sostenerse que lo que está fallando en Chile es el cemento de la sociedad.

Hay menos vínculos

En el siglo XVIII David Hume se preguntó qué era lo que mantenía unido al universo. La causalidad, respondió, era el "cemento del universo". Pero, ¿cuál es, por su parte, la fuente de la cohesión social y de la identidad de las sociedades? ¿Cuál es el cemento de las sociedades, lo que las mantiene unidas?

Las sociedades no son simples sistemas de intercambio, solo un fenómeno de mercado: requieren redes simbólicas que las sostengan.

En la modernidad que la literatura llama "organizada" existían redes simbólicas firmes con apoyo en las cuales los individuos construían su identidad y su sentido de pertenencia: la nación, la clase, el barrio, todo lo que permite orientarse en el mundo social. La modernización rápida que Chile ha experimentado debilitó esas redes simbólicas a las que las personas se sentían adscritas. El fenómeno, es probable, afectó principalmente a la clase media, esos nuevos grupos incorporados a las rutinas del consumo y que en el curso de apenas una vida han experimentado cambios que antes tomaban generaciones.

Y es que el mercado en torno al cual esos grupos se han constituido, amplía el consumo; pero no la participación. Provee bienestar material, pero no brinda reconocimiento. Favorece la comunicación, pero no estimula el diálogo. Acentúa la individualidad, pero deteriora la vida cívica. Licúa las tradiciones, pero no entrega nada que las sustituya. Libera de la miseria, pero deja la sensación de estar a la intemperie.

Por eso, en el malestar frente a lo colectivo que los estudios detectan, hay una demanda de comunidad, de vínculos sociales, de todas esas cosas que antes proveían las fuentes tradicionales de sociabilidad, la plaza, la iglesia, el barrio, las entidades que el mercado, con su fuerza transformadora, ha ido deteriorando.

Una segunda explicación de la paradoja, entonces, es que el mercado dio bienestar (y por eso los chilenos son más felices); pero deterioró el cemento social (y por eso están más molestos).

Los nuevos deseos

La tercera explicación la proporcionó hace cosa de dos siglos, Samuel Johnson, el famoso Dr. cuya biografía hizo Boswell.

Según consignó Boswell, el Dr. Johnson solía decir que la vida es un progreso de deseo en deseo, no de disfrute en disfrute. Lo que Johnson quería decir es que la vida humana cuando evoluciona y crece, transforma sus apetencias o, para decirlo en términos más sociológicos, sus expectativas. Marx habría estado de acuerdo. Cuando las condiciones materiales cambian, los hombres, dice Marx, se ven forzados a considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas con desilusión. Es lo que apunta en su estudio sobre El antiguo régimen y la revolución Tocqueville: la Revolución Francesa sobrevino no cuando Francia estaba peor, sino al contrario: cuando estaba mejor. "Podría decirse que a los franceses les parecía más insoportable su posición cuanto mejor era".

La situación sería exactamente inversa a la que, en los años setenta, diagnosticó Aníbal Pinto. Él sostuvo que el problema de Chile consistía en que contaba con un sistema político que alentaba las expectativas; pero con un sistema económico que era incapaz de satisfacerlas. Hoy día Chile estaría en medio de una inconsistencia similar, solo que invertida: contaría con un sistema económico que expande el consumo y contribuye a borrar los signos externos de estatus, pero con instituciones y reglas que no se condicen con los supuestos que subyacen a ese mismo sistema económico.

En términos hegelianos, la sociedad chilena no estaría a la altura de su realidad. Hegel llamaba realidad no a las cosas que saltan a la vista, sino a lo que subyace a ellas (eso es lo que él quiso decir cuando afirmó que todo lo real era racional). Por detrás de la sociedad moderna y de sus contradicciones, había, pensó Hegel, un patrón normativo, la igualdad entre ellos, que pugnaba por salir. Pues bien, algo semejante parece estar ocurriendo en Chile: la modernización capitalista generalizó los patrones normativos por los que hoy día se juzgan sus instituciones y las personas entonces quieren poner a la sociedad chilena a la altura de su realidad.

Existe, en otras palabras, como consecuencia de la modernización capitalista, una cultura meritocrática -para la cual una sociedad justa es la que distribuye recursos y posiciones en proporción al esfuerzo personal-, pero instituciones que se resisten a que el mérito impere. ¿No es esa la razón -hay que insistir una y otra vez- que alienta las quejas respecto del sistema educativo: que es más sensible a la cuna de las personas que al esfuerzo que cada una de ellas hace? ¿No es la misma razón que subyace en las quejas contra los sistemas de crédito o el retail : que timan a las personas impidiendo que su esfuerzo valga la pena?

Ese cambio de expectativas -o, como diría el Dr. Johnson, ese cambio de deseos- podría explicar también la disociación que, según el informe del PNUD o las encuestas del CEP, efectúan las personas entre su experiencia personal y las condiciones sociales: la gente parece pensar que sus logros son independientes del entorno que los hizo posibles.

La política y la nueva cuestión social

¿Qué desafíos plantea a la política la realidad que se acaba de describir?

Ante todo, se hará necesario compatibilizar la distribución de recursos en proporción al éxito que es producto del esfuerzo (el ideal meritocrático) con reglas del juego que reduzcan el costo del fracaso (es decir, que establezcan una cierta igualdad de resultados al margen del desempeño). La sociedad chilena, como fruto del debate de estos últimos años, parece estar inclinándose hacia esa fórmula. Esto explicaría el equilibrio que las encuestas muestran entre la preferencia por el mercado y la preferencia por el Estado. Hay, pues, la necesidad de que las políticas públicas no se orienten solo a la igualdad de oportunidades, sino también, y en ciertos ámbitos, a la igualdad de resultados (UC Adimark, 2015). No es propiamente un anhelo de solidaridad o de igualdad estricta lo que se anhela: se trata más bien de la necesidad de un cierto seguro que permita competir sin que se vaya la vida en ello.

Junto a lo anterior, habrá que tejer redes simbólicas, inevitablemente abstractas, que permitan a los chilenos y chilenas reconocerse como miembros de un espacio o ámbito común. Cuando el PNUD (2015) diagnostica una politización de la sociedad chilena está, en realidad, detectando la búsqueda de esa pertenencia simbólica, el esfuerzo por construir un vínculo que la gente, desarraigada por el dinamismo del consumo y la privatización de la vida, percibe ha desaparecido. Este es el combustible que encontró la cuestión constitucional. Ella es un desplazamiento del verdadero problema. No son nuevas reglas constitucionales las que se anhelan (después de todo no debieran ser tan distintas a las de hoy), sino el esfuerzo de construirlas, el proceso de erigir un ámbito compartido.

¿Qué esperar del futuro? ¿Se acortará la brecha entre bienestar subjetivo y malestar con las instituciones?

Si se escucha al Dr. Johnson, eso no va a ocurrir del todo. Si la economía se mantiene o mejora, el futuro será juzgado con optimismo; pero como las expectativas cambiarán, a poco andar habrá desilusión. Lo que ocurre es que las sociedades que se modernizan no cuentan con un objetivo fijo que, una vez alcanzado, les permita sentirse a sus anchas y satisfechas de una vez y para siempre. Ese parece ser el futuro cultural de la sociedad chilena en el mediano plazo: una sociedad de expectativas móviles, en permanente cambio y, por lo mismo, en permanente insatisfacción relativa. Porque la vida, como decía el Dr. Johnson, no es un progreso de satisfacción en satisfacción, sino de anhelo en anhelo. Marx decía que la lucha de clases era el motor de la historia, en la modernidad, el motor de la historia parece ser el deseo.

Pero nadie lo dijo mejor que Aron: cuando las sociedades se modernizan, el futuro es una mezcla de progreso y desilusión.

Hay en Chile dos deseos simultáneos que la política deberá satisfacer: que se premie el esfuerzo personal; pero que a la vez se reduzca el costo del fracaso. Competir, pero sin arriesgarlo todo en ese esfuerzo.Si la cuestión social a principios del XX fue la aparición del proletariado, hoy es el surgimiento de una nueva clase media: un grupo que ha experimentado movilidad intergeneracional; cuyos hijos tienen una alta tasa de escolaridad; que accede al consumo; que se siente más libre, pero también más desarraigado.Los jóvenes son los más heridos con la desigualdad de Chile. Pero no es la desigualdad en sí misma lo que los irrita, sino las desigualdades inmerecidas. Se trata del mismo ideal que subyace a la modernización capitalista. ¡La novedad consiste en que los jóvenes se lo toman en serio!

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