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Los amables caminos (y sabores) del Limarí

domingo, 14 de febrero de 2016

Por Ruperto de Nola, desde la Región de Coquimbo.
Domingo
El Mercurio

Más risueño. Más amable, Más amplio y lleno de sorpresas. Así es el valle del Limarí para nuestro cronista gastronómico, quien acaba de emprender un viaje en busca de los lugares y sabores que hay que conocer en este rincón nortino, todavía eclipsado por la fama de su vecino, el Elqui. Aquí cuenta cómo le fue.



Qué lindo. Y qué injusta la vida. La gente piensa que es el valle del Elqui el paradigma, epítome y repositorio de todas las delicias del Norte Chico. Quizá. Pero nos parece que el del Limarí es, para empezar, mucho más amplio y ramificado y lleno de sorpresas; para seguir, mucho más rico agrícolamente y, para terminar, más risueño y amable.

Quizá es porque se ha preservado de esa turbamulta de místicos a la violeta, de inspiradas "madres" que, sentadas bajo pirámides invertidas o rayos astrales, atraen fuerzas y mensajes incomprensibles de no se sabe dónde, y terminan embaucando a sus devotos y arrancando cerro arriba con los dinerillos recaudados.

No, pues. El Limarí es huasteco, linajudo, cristianísimo (aparecen capillas e iglesitas por doquier), "ancien régime", con impresionantes vistas de un valle asaz fértil, y de audaces plantaciones que trepan por las laderas hasta media altura, deleitando la vista como un     "patchwork" de tonos verdes, desde el muy claro y fresco de las viñas, hasta el verde botella de naranjales y paltos. Lindo.

Hacia Carén el camino (pavimentado, por cierto, y muy bueno) está bordeado por murallones con bugambilias, lantanas e higueras, y casi cada recodo merece una detención y foto. Se suceden los pueblitos con nombres simpáticos, como Flor del Valle, Agua Chica, Chilecito.

Pero, vamos por partes.

Un muy buen lugar para recalar en Ovalle es el Hotel Altos de Tuquí, a un par de kilómetros de la ciudad, saliendo hacia La Serena. Y su restorán "Altos" ofrece una cocina de calidad, con toques novedosos, sostenidos por una buena técnica (dejar un pescado cocido exactamente a punto, es una virtud escasa...).

La ciudad es chilenísima: casas de adobe de un piso, plaza de armas bonita como pocas, con una iglesia, San Vicente Ferrer, de elegante torre. Restaurada hacía poco, el terremoto de 2015 la dejó algo a mal traer. A media cuadra, hacia el sur, por Miguel Aguirre, está la heladería Casino Olmedo, de gran tradición: casa antigua que nos recordó la de la dulcería Centenario en calle Cumming de Santiago y, como en esta, hay que pedir los deliciosos helados de canela en agua. Honestas tortas de provincia, con su encanto: torta de manjar con hojarasca auténtica, en que se intercalan capas de mermelada de frambuesa.

Si Ud. no es, como no lo es, lola bicicletera, ni está dispuesta (Madame, la conocemos...) a sudar la gota gorda hasta la punta misma del cerro, llegue allá arriba como nosotros, en un paseo de un día que culmina en Tulahuén, cómodamente sentada en su "móvil", como llaman al auto las Fuerzas de Orden.

Sírvase salir dirección al oriente por calle Benavente (volverá a ella para llegar a otro lugar fascinante que ya le diremos) y se encamina, feliz de la vida, a eso de las 11 de la mañana, rumbo a Carén. Lo primero que encontrará es el pueblito de Sotaquí, con una gran iglesia que cobija al Niño Dios más celebrado de Chile: la imagen se encontró en el siglo XIX, y se ha transformado en objeto de gran devoción popular. Luego se topará con el embalse La Paloma, sólo a medias lleno. Da pena. Y anda que te anda, arribará, poco más allá, a Monte Patria, vieja villa.

Vale la pena entrar y salir para conocer su linda iglesia, chica y muy bien proporcionada, que fue maltratada por el antedicho "movimiento telúrico", como dice el culto chileno (que también llama al agua "vital elemento"). No hay más que ver ni comer ni tomar ahí, con excepción del "pont d'Avignon" del lugar: alto, impresionante y cortado a medio camino: no conduce a parte alguna. Parece ser rasgo nuestro esto de hacer puentes inútiles, en tanto que demolemos otros, como el de Cal y Canto, que era una preciosura.

Bonito camino, que va bordeando el valle allá abajo, ancho oasis que se abre, a cada momento, en amplias entradas hacia el sur. Poco antes de Carén, llegará a un lugar muy espectacular en el que debe detenerse: el parque La Gallardina. Creado por don Armando Salas Gallardo en antiguas posesiones de su familia, hoy lo mantiene su viuda, Sibila Bozzolo Solar, con gran energía y buen humor. Y con muy buena mano: probamos su almuerzo casero, bien hecho y barato (nos tocó una entrada casera de salpicón de reineta y un pastel de choclo, más mote con huesillos secados ahí mismo al sol, y agua con hojitas de menta "pa' la calor"). Luego, se tiende a morronguear en una hamaca debajo de grandes paltos y, después, se va, Madame, a recorrer ese sorprendente jardín de siete hectáreas que llega hasta el río Grande: macizos de flores (rosas, calas, bugambilias, bignonias que se trepan a los grandes árboles, un cuantuhay), bosquecitos de árboles nativos, rincones mágicos, glorietas cubiertas de jazmín, caminitos, musicales acequias de agüita gorgoriteante rodeadas de mantos de Eva y nalcas. Pajaritos, silencio.

Carén es un viejísimo pueblo de una calle, que data del siglo XVII. Tiene una iglesia de aquella época, también afectada por el terremoto. Bonitas casas de adobe, algunas importantes y bien arregladas. Algunos vecinos hacen conservas como la de uva (el "uviate", nombre al uso en Castilla en el siglo XV). Hasta aquí llega el camino pavimentado; pero lo que sigue es interesante, y el camino de tierra está muy bueno. Por lo que anímese, caramba, y deténgase, primero que nada, en el Parrón de los Pumas. Grite "¡Don Lucho!", quien vendrá y le dará a catar y vender piscos premiados en Santiago, y licores artesanales de guinda, de papaya, en fin.

Luego, siga cuesta arriba por un camino de tierra que, como le decía, es muy católico. Abajo, el valle, ahora más estrecho (corre aquí de sur a norte), siempre verde. Y llegará a la villa de Tulahuén: casas encantadoras, con balcón corrido; pavimento de adocreto ("adoquines" les dicen, con orgullo, los tulahuenses), una simpática plaza que están arreglando, y una iglesita sencilla, como de dibujo infantil, con su coqueta torre. Todo esto en medio de altos y escarpados cerros. Desde la plaza parte un camino que la llevará, si su "móvil" es un cuatro por cuatro, hasta Combarbalá, entre peñas y riscos. Y hacia el oriente sale un sendero hacia las Termas del Gordito; pero a nosotros nos interesó más la bodega de Don Amable, que está ahí mismo, cuyos vinos generosos también han ganado premios en "la capital"... Compre algunas botellitas. Nos agradecerá el dato.

A todo esto, ya serán las cinco de la tarde, si es que ha ido al pausado ritmo de contemplación y cata. Y se devuelve, entonces, a Ovalle, feliz y cuesta abajo.

Por la misma calle Benavente mencionada, llegará otro día a uno de los lugares más estupendos del Norte Chico, la Feria Modelo de Ovalle, que es, en realidad, un mercado (abre lunes, miércoles y viernes). Aquí encontrará todos los productos de esta ubérrima región: lindas hortalizas y tomates de verdad, frutas confitadas (papayas, piñas, mangos, naranjas), frutos secos (pasas, almendras, nueces, pecanas, macadamias), trigo majado (para usar en las cazuelas), aceitunas descomunales de Azapa (con y sin amargo) y de la zona, quesos de cabra excepcionales, en diversos grados de madurez. Y cabrito o cordero secados en sal (el salón), empleado para hacer la famosa "cazuela de salón", de nombre equívoco pero, con trigo majado, muy buena. Hay también productos artesanales: mermeladas y deliciosos "cachitos de nuez", con la forma de los turrones que vendían antaño a la salida del colegio, y parecidos a las chancaquitas con nueces, los mejores confites caseros de aquellos tiempos.

Si es amiga, Madame, de "originariedades" (sea políticamente correcta...), vaya al Museo, con grande y bonita colección de cerámicas diaguitas y de otras culturas: es lo mejor del Norte Chico.

Y, luego, a Barraza, a almorzar.

Este pueblito, con no más de veinte o treinta casas, es de los más antiguos de la región: data de mediados del siglo XVII (su antiguo registro de matrimonios comienza en 1681). La plaza es lugar pintoresco: gran casa parroquial, el museo de la iglesia, y esta, cuya arquitectura se debe, según nos informan, nada menos que a Toesca, el mismo de La Moneda. Y bien elegante que es, también, aunque está algo terremoteada. Su interior está decorado según el gusto neoclásico. Esos cuadrados de tablas que interrumpen, aquí y allá, el entablado del templo, son enterramientos de los difuntos más importantes de la zona: y son cuadrados y no rectángulos ¡porque están enterrados de pie!...

Tome su refección en Cabildo Abierto, uno de los mejores restoranes que conocimos en esta expedición. Decorado con gredas al estilo diaguita, tiene pocas mesas, mucho ambiente, y una oferta de platos que varía día a día. Nosotros comimos una perfecta empanada de queso; unas humitas, también perfectas, con ensalada chilena, y cabrito y conejo a la cacerola. Culminó todo con una leche asada, de nuevo perfecta. ¡Ah, qué buen lugar!

Después, por la sombrita, recorra el pueblo, que no le tomará más de diez minutos. Las casas no tienen número, pero frente a la iglesia hay un almacén donde venden roscas fritas con azúcar y una buena mermelada de damasco, y a la vuelta de la esquina, en una casa con la mitad superior de color damasco, unos alfajores muy católicos, de masa amarillita.

Al volver a Ovalle, dése una vuelta por el Valle del Encanto, que no tiene nada de muy encantador, si vamos a ello, y que se llama así por los encantamientos y espeluznos que experimentan sus visitantes por lo misterioso que es: una quebradita llena de enormes piedras con petroglifos de muchos milenios de antigüedad, con piedras tacitas y otras curiosidades. Calurosillo; pero vale la pena.

Si nota, Madame, que con tanto peripateo el cuticito se le está poniendo un poco "craquelé", aproveche que está por estos rumbos y visite las Termas de Socos, cuyas aguas tienen tantas propiedades que la dejarán tersa y estirada como de quince. La casa es agradabilísima, como gran casa de fundo antiguo, con enormes salones cuyas "bergères", profundas y blandas, como que se lo tragan a uno, un evocador olor a viejo, bonitos muebles, y rumas de National Geographic antiguos. La cocina es sencilla y buena: grandes paltas reinas, perfectas omelettes, cabrito tierno y sabroso. Aunque está en una quebrada, por su largo corredor, al que dan las piezas, corre una brisa tan fresca que uno no quisiera irse de ahí nunca más.

Su siguiente almuerzo puede tomarlo en el restorán El Relajo, donde acuden los ovallinos por sus carnitas: enormes, enormes bisteques bien hechos. Evite los platos "mexicanos": ¡casi nadie sabe en Chile lo que es la auténtica cocina mexicana!

Y después, se va a dar una vueltecita por Punitaqui, atravesando campos llenos de huertos y parronales secos. Para llorar a gritos. Pero sus gritos serán de felicidad si, haciéndonos caso, se dirige, llegando a la ciudad, adonde El Pobre Flaco, a comprar uno de esos arrollados larguitos de esta urbe, que son de lo delicioso de la Región de Coquimbo. Y compre también paté de chancho, salvajemente aliñado (use poquito), y carne de chorizo en potes, que le servirá para una serie de preparaciones que estaríamos dispuestos a enseñarle si llegamos a un entendimiento...

Estará cayendo, para entonces, la tarde. Correrá el airecito fresco por los Altos de Tuquí, desde donde podrá ver una puesta de sol preciosa.

Al día siguiente, ya repuesta, Madame, diríjase hacia los Cerrillos de Tamaya, que son mucha cosa. Un camino bordeado de bugambilias y lantanas, la llevará hasta el poblado de La Torre: deténgase cuando vea el letrero "mote con huesillos". Ahí hay una pequeña industria artesanal de mermeladas y dulces, entre los que destacan el néctar de "rumpa", fruta del "copao", extraordinario cactus de esta región, y la mermelada de pepino dulce, aromática, como de melón.

Cruce luego la pequeña cuesta, a cuyo costado hay un bosquecito de pimientos salvajemente atacado por la cúscuta o "cabello de ángel", planta parásita que parece una cabellera rubia que lo mata todo. Muy triste, muy.  Y culmine tomando sus alimentos en la bonita Hacienda Santa Cristina, especie de grande y verde "resort" con restorán. La larga carta produce alguna desconfianza, pero encontrará cosas tan inusuales y delicadas como criadillas de cordero, que nosotros comimos apanadas. Y ricas pastas con locos, o pulpo, y otras cosas tentadoras. Hay gran cantidad de vinos Tamaya y de otras viñas regionales. La mesa es aceptable y bien servida.

Todo acaba en esta vida, Madame (no pensará que se iba a quedar para semilla...). Por lo que tome rumbo a Combarbalá, último punto en la expedición. El camino, muy bueno, bordea, en su primera mitad, un verde valle y, en su segunda, un paisaje pavorosamente seco, lleno de cadáveres de viñas y huertos deshidratados. Es peor que Castilla, aunque aquí, al menos, mantienen alerta la vista grandes cerros y despeñaderos.

Combarbalá tiene una linda plaza de armas, con una de las más bonitas iglesias de la región. Como el aire es "tibiecito", refrésquese en la plaza con un magnífico café helado en el café Barba La. El carrete es irse, de noche, al observatorio astronómico -reserve entradas- y mirar para arriba.  Y no hay mucho más: el único restorán aconsejable abre sólo los fines de semana. Las pasteleras de la pastelería Maribel, de buen aspecto, a las once de la mañana todavía dormían... "Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido...".

De Combarbalá baje hasta Canela y la Ruta 5 Norte por buen camino, cruzando impresionantes sequedales. Pero como es en bajada, no importa ná.

El Limarí es huasteco, linajudo, cristianísimo, con impresionantes vistas de un valle asaz fértil y de audaces plantaciones que trepan por las laderas. Lindo.

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