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El hombre a granel: "Es el impuesto a la pobreza lo que se paga de más en los almacenes de barrio"

sábado, 01 de agosto de 2015

Estela Cabezas
El_Mercurio

Después de vivir un año y medio en una de las comunas más pobres de Santiago, el ingeniero comercial José Manuel Moller creó Algramo: la empresa que revoluciona la forma de consumir en las poblaciones, vendiendo -en las máquinas que inventó- arroz, legumbres, azúcar y otros productos a granel, pero con precios al por mayor.

Luego de estudiar en un exclusivo colegio del sector alto de Santiago, y, aún siendo alumno de ingeniería comercial en la Universidad Católica, en 2011, José Manuel Moller hizo algo que marcó un antes y un después en su historia: vivió un año y medio en la comuna de La Granja -donde la mitad de los hogares ha sido víctima de la delincuencia y a los niños les cuesta terminar el colegio-, junto a tres compañeros de universidad, en una casa de 45 metros cuadrados y con un sueldo de 100 mil pesos mensuales. Vivió, dice, como el 80 por ciento de los chilenos, "con harta dificultad". Y, tras 18 meses ahí, Moller se fue con una gran idea en la cabeza: Algramo. Una empresa que hoy revoluciona la forma de consumir en los almacenes de las poblaciones de Santiago, vendiendo -a precios al por mayor- algunos de los productos que componen la canasta básica de las familias más vulnerables del país.

La vida de población

Cuando las protestas por la calidad de la educación de los estudiantes secundarios en 2006 estaban en su punto más alto, José Manuel hizo su primera "pataleta social". Tenía 15 años y, una tarde, después de participar en una marcha, llegó a su casa -en Huechuraba, construida en un terreno que su padre compró hace 20 años- enojado. Estaba agitado y quizá por eso se peleó con sus papás -Rosario, dueña de un jardín infantil para niños de escasos recursos, y Cedric, ingeniero civil de la UC-, quienes le reclamaron que no querían que siguiera perdiendo clases. Entonces, en vez de darse media vuelta y partir a encerrarse en su pieza, llamó a Angélica, la empleada doméstica, y junto a ella hizo el cálculo de cuánto dinero ganaba por cada hora que trabajaba en la casa.

200 mil pesos al mes, dividido por veinte días es igual a 10 mil pesos al día. Es decir, dijo, le pagamos 1.200 pesos por hora.

-Pegamos el cálculo en el refrigerador para que todos lo vieran y así transparentar la verdad de esa familia tan buena onda que era la mía. Pronto le subieron el sueldo. Ella ahora trabaja conmigo un día a la semana y le pago bien -recuerda.

Sentado en un café en el centro de Santiago, Moller cuenta distintos episodios de su vida para tratar de explicar la historia que lo llevó a ganar entre 2014 y 2015 una decena de premios en concursos de innovación y emprendimiento en Chile y el extranjero, gracias a esa simple pero provocadora idea que es Algramo.

-Yo estudié en el Manquehue y ahí nació mi inclinación por lo social. Nosotros teníamos ramos obligatorios en tercero y cuarto medio que se hacían en poblaciones, había que ir a hacer clases, por ejemplo. Yo pasé cuarto medio yendo todos los miércoles a hacer clases de matemática a cabros dos o tres años menores. Eso te hace ver que eres una minoría, que afuera están pasando más cosas.

Cuando salió de cuarto medio, en 2007, decidió estudiar ingeniería comercial en la UC.

-Sabía que sería un mundo tan elitista como mi colegio, pero pensé que era mejor estar ahí, donde se forman las personas que van a ser influyentes en la sociedad.
Ese mismo año entró como voluntario a Un Techo para Chile, donde coincidió con varios compañeros de la carrera.

-Primero trabajamos en el Techo, y luego empezamos a hacer cosas en la universidad. Éramos de distintas generaciones, pero todos queríamos un cambio en ingeniería. De esa inquietud nació Involúcrate, un movimiento que buscaba cambiar la discusión dentro de la carrera y la facultad.

Con ellos mismos comenzó a trabajar en un movimiento político -el NAU-, que logró llegar al centro de alumnos, luego a la Federación de Estudiantes de la UC, y que fue el germen del movimiento político Revolución Democrática.

Fue en ese período, en febrero de 2011, cuando Moller decidió irse a vivir a La Granja, una de las 10 comunas más pobres de la Región Metropolitana. Había renunciado a Un Techo para Chile, pues tuvo diferencias por la manera en que se financiaba la fundación.

-Fue por el tema Pascua Lama, que es el proyecto minero de Barrick Gold, en el que para sacar el oro hay que destruir glaciares, montañas y ríos. Ellos comenzaron a financiar Techo y yo dije: "No, así no. No estoy de acuerdo con ese utilitarismo de que el fin justifica los medios". Porque aceptas el dinero que da esta empresa por su impacto negativo y con eso se lavan pecados -dice.

En su aventura en La Granja lo acompañaron Diego Vela, ex presidente de la FEUC; Rodrigo Echecopar, actual jefe de gabinete del diputado Giorgio Jackson; Martín Castro, quien trabaja en la Fundación Teatro a Mil; y Nicolás Marshall, miembro del área de políticas públicas de la UC.

-No había una motivación religiosa detrás, tampoco una suerte de estudio sociológico. La idea era cuestionar lo que estudiábamos. Y, de paso, cuestionar lo que la facultad nos enseñaba.

Nicolás Marshall, uno de sus compañeros en la casa, recuerda:

-Varios de nosotros habíamos tenido la experiencia de estar en una población para conocer cómo vivía la gente, pero siempre en experiencias controladas: por un par de meses, en un lugar donde no tenías que pagar cuentas, ni preocuparte de la comida. Y cuando te ibas alguien venía a ordenar todo. Nosotros queríamos otra cosa, que era compartir un poco la suerte de los que vivían ahí, que se agarraron unos compadres a balazos o que se cortó la luz porque hubo unos cadenazos.

Por eso, antes de partir acordaron que su experiencia no tendría tiempo limitado y solo se comprometieron a estar al menos un año. Tampoco tendrían que ayudar a nadie en particular. Solo querían vivir ahí.

Lo primero que hicieron fue buscar una casa que quedara cerca del Campus San Joaquín, para poder moverse fácil. A los tres meses la encontraron. Ahí, cuando partieron, solo tenían sus camas. José Manuel Moller y Nicolás Marshall dicen que el shock de las primeras semanas lo superaron gracias a la convivencia. Vivieron un mes sin cocina, dos sin refrigerador. Nunca tuvieron estufa. Se alimentaban de los completos que compraban en una fuente de soda que quedaba en la esquina de la casa.

-La gente, más que feo, nos miraba extrañada. Igual era raro ver a estos cuatro cabros, que son distintos, viviendo ahí. El almacenero creía que yo era PDI por lo mucho que preguntaba -recuerda José Manuel.

La casa era de material ligero, por lo que durante ese tiempo no hubo privacidad. En la noche se acostaban, dos en cada pieza, pero conversaban igual los cuatro, las paredes no aislaba ni el menor ruido.

-El 2011 fue el año de los cacerolazos -recuerda Moller- y lo primero que me llamó la atención, fue que las protestas en la población eran como un carnaval. La gente se juntaba e iba prendiendo una barricada en una esquina, caminaba otras cuadras más, alguien leía un texto y prendían otra. Era algo familiar. Nunca había visto algo tan masivo de barrio. Era como un Vía Crucis más. Después llegaban los carabineros y tiraban lacrimógenas. La visión desde adentro y desde afuera es muy diferente. Uno ve por la tele las barricadas y son una porquería, cierran las calles, violencia, pero lo que yo veía era un ritual de barrio.

Sufrieron inundaciones y paros de la locomoción colectiva, pero una de las cosas que más los afectó en el día a día fue lo caro que les resultaba comprar la comida. Los cuatro aún eran estudiantes, por lo que no tenían grandes ingresos.

-A mí, mi papá me dejó de dar la mesada, así es que conseguí un trabajo fijo por 80 mil pesos al mes con una tía, y hacía pitutos por aquí y por allá. Mis compañeros también, por lo que teníamos 100, 150 mil pesos más o menos cada uno -cuenta Moller, quien era el encargado de juntar el dinero y hacer las compras.

Así fue como él se dio cuenta de que cada vez que compraba en el almacén de la esquina le salía el doble que en un supermercado.

-Nosotros no podíamos comprar grandes cantidades, porque se nos echaba a perder. El supermercado además nos quedaba lejos, no teníamos auto, entonces algunas veces nos vinimos en el Transantiago con las bolsas, o en bicicleta, pero no era lo común.

Lo caras que le salían las compras, él lo explica así:

-Es el impuesto a la pobreza: lo que se paga de más en los almacenes de barrio, porque como tú no tienes el dinero suficiente para hacer una compra al mes, incluso a la semana, compras al día. Y el descuento de un 30 o 40 por ciento que logras cuando compras por más cantidad en el supermercado, ahí se te carga.

Con esa información en la cabeza, José Manuel pensó en una empresa que ayudara a resolver el problema: en ese instante fue que apareció la idea de vender a granel, pero -con ayuda de la tecnología- con precios al por mayor.

El primer problema que enfrentó fue encontrar una máquina que entregara el producto de la misma manera que un dispensador de café, es decir, que con solo introducir una moneda entregara el producto en la medida justa. Después de mucho investigar, se dio cuenta de que en Chile no existía ese tipo de máquinas para productos que no fueran líquidos. En algunos países de Europa, averiguó, habían aparatos dispensadores de alimentos a granel, pero no era lo que buscaba, pues entregaban el producto, para que luego un dependiente del local lo pese y haga el cobro.

-Nosotros queríamos que el comprador hiciera todo. Tal como haces con el café, que metiera una moneda en una máquina, pusiera su envase plástico retornable y saliera la cantidad exacta del producto que compró. Por eso, tuvimos que inventar la máquina.

Era mediados de 2012.

El primer prototipo de máquina expendedora de comida y mercadería al gramo lo inventó él. Pero no funcionó.

El diseñador industrial Salvador Achondo, con quien se asoció en 2013, lo ayudó con el segundo y tercer prototipo. Tras ganar el concurso Desafío 2012 -que organizaba Socialab-, Achondo se convirtió en su mentor, y durante un año guió el inicio de la empresa. Luego, cuando Achondo decidió hacer un cambio de vida y renunció a su cargo en Socialab, le preguntó a José Manuel Moller si necesitaba un socio. Así partieron.

El prototipo final estuvo terminado en 2014. Con él se acercaron a varios almaceneros en la población La Pincoya, quienes le dijeron que no estaban interesados en su idea.

-Los almaceneros no me pescaron mucho -recuerda Moller-, hasta que llegué donde Patricia Sagredo. Había trabajado con ella en Un Techo para Chile, entonces enganchó.

-Cuando llegó la máquina -dice Patricia-, la gente se puso curiosa y comenzó a preguntar qué era, yo les expliqué que con ella podíamos vender el mismo arroz, azúcar y detergente, pero más barato. La gente al principio no tenía confianza, luego se atrevió y de a poco empecé a vender mucho más Algramo que de las otras marcas.

Al principio, los problemas surgieron de inmediato con la máquina: se quedaba pegada o no daba vuelto. Por eso, en 2014 lanzaron un sistema paralelo de envases retornables, similar al que se utiliza con las bebidas. Se trata de potes de plástico que se llenan con lentejas, garbanzos, etcétera.

Un año más tarde, Algramo vende nueve productos a granel: lentejas, garbanzos, porotos burros, negros y blancos, además de arroz, azúcar, puré y detergente en 350 almacenes de Santiago. La venta se hace de dos modos: a través de la máquina dispensadora que por ahora se entrega gratis a los almaceneros, y  funciona exactamente igual a una máquina expendedora de café. Es decir, el cliente inserta las monedas y la máquina le da 250 gramos del producto. El sistema está en 50 de los 350 almacenes, mientras que el otro sistema, con envases retornables, está en 300 locales.

-El producto -dice Patricia Sagredo- se vende porque es más económico. Por ejemplo, el medio kilo de azúcar Iansa cuesta 400 pesos, y el de Algramo, 300. ¡Es plata!

-La idea es resolver una problemática social y medioambiental de una manera rentable -explica José Manuel.

El competidor

Un año y medio después de llegar a vivir a La Granja, uno de los amigos de José Manuel se fue de la casa. Luego lo hizo otro. Entonces él y Nicolás Marshal empezaron a ver cuál sería su futuro. Marshall recuerda:

-Ahí nos quedamos con el Cote, no sabíamos si sumar a alguien más. Al final nos fuimos los cuatro. Es que todo fue súper intenso también: la casa donde vivíamos tenía dos piezas; para las pololas era incómodo, para las familias era incómodo; al final, tienes poca privacidad. También nos habíamos alejado de hartas cosas: amigos, familia. Pero yo diría que fue una muerte natural.
José Manuel Moller partió a vivir a Recoleta primero, y hoy arrienda un departamento con un amigo en el barrio Lastarria.

-Mi sueño no es que alguien venga a comprarme Algramo, sino encontrar gente que quiera invertir en el negocio y que crezca, y que se hagan más como este, porque si todas las empresas optaran por este tipo de venta y bajaran los precios, se cumpliría lo que estábamos buscando -dice Moller sobre el futuro de Algramo, que hoy está iniciando un proceso de internacionalización.

José Manuel Moller y Salvador Achondo se ganaron un capital semilla de Corfo, que incluía llevar el negocio a países de la región. El elegido fue Colombia, donde la venta total proviene en el 55 por ciento de los almacenes. En el caso de Chile es 33 por ciento.

-Cada vez que presento el proyecto alguien me pregunta qué empresa grande me la va a comprar. "Nadie", respondo, pero no sé si me creen -dice José Manuel, quien esta semana ganó The Venture, uno de los concursos de emprendedores más importantes del mundo.

-Al final soy un emprendedor, porque lo que a mí me gusta es competir.

 

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