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PUGLIA

Un viaje hasta el fin de Italia buscando Wi-Fi

domingo, 26 de julio de 2015

Economía y Negocios
Domingo
El Mercurio

Dos abuelos viajan gracias a un regalo y con un encargo de su nieta: tienen que llegar a la punta del taco de "la bota" italiana y, a lo largo del camino, deben ir reportando sus progresos a través de las redes sociales. Una misión aparentemente sencilla en estos tiempos, pero que tiene sus problemas. Y sus encantos.



El viaje fue un regalo de mi nieta, la Paulina, quien llegó a la casa con un sobre y, antes de cualquier pregunta, nos advirtió, a su abuela y a mí: "No quiero disculpas, ni negativas". Era un viaje al sur de Italia, durante seis días, que debía empezar a finales de septiembre, para que "no se acabe el solcito".

Antes de explicarnos bien a dónde íbamos, confesó la única condición para el paseo: "Quiero fotos en Facebook, Instagram, comentarios en Twitter. No me quiero perder un solo detalle". Por supuesto, no teníamos la menor idea de qué estaba hablando, así que esa misma noche, mientras cenábamos un caldillo espléndido que había preparado Elba, mi mujer, la Paulina nos indicó con pelos y señales cada una de las aplicaciones, formas de uso y, sobre todo, métodos de publicación.

Estábamos listos.

El paseo significaba ir hasta Venecia con escala en Madrid. Y después, con un auto alquilado recorrer toda la costa del mar Adriático hasta la región de Puglia, en el sur, famosa por ser además de muchas cosas la tierra natal del padre Pío. Para otros, menos devotos, la región simplemente es conocida como "el taco de la bota" que conforma la bella Italia. Sin embargo, cuando llegamos a Madrid, una huelga de pilotos nos obligó a cambiar la ruta. En vez de comenzar desde Venecia -decisión que Elba lamentó profundamente porque ya tenía el atuendo preparado para su viaje en góndola-, tuvimos que volar hasta Lamezia, casi en la punta de Italia sobre el mar Tirreno.

"Queda en el empeine de la bota", me explicó la señorita de la aerolínea. Decidí entonces que era momento de contarlo: "@LaPaulina En Madrid. Cambio de planes. #noVenecia #vamosalsur Lamezia #volandoconlosabue", escribí siguiendo el patrón establecido por mi nieta y que nos había hecho imprimir.

La primera opinión cuando salimos del aeropuerto y tomamos la carretera es que el sur de Italia en septiembre parece un lugar apartado del estallido planetario: el mar aplacado por el sol, una brisa cálida, pero sobre todo un paisaje que combina la montaña y el mar, que pasa de la vegetación a la arena casi sin que uno pueda percibirlo.

Nos dirigimos hacia Maratea, un pueblo ubicado al norte de Lamezia y a 200 kilómetros de Nápoles, y que habíamos escogido en el plan de emergencia para pasar la primera noche del viaje. Sin embargo, allí comenzó mi pesadilla con internet.

Después de cenar y de regresar caminando por el hermoso centro histórico de Maratea -unas pocas cuadras con coquetas trattorias a la calle y vecinos que tomaban sus copas al fresco-, quise subir las fotos del primer día del viaje, contarle que habíamos atravesado los Apeninos, que habíamos almorzado frente al mar unos fettuccini alla mare exquisitos en un restaurante llamado Lido Itaca, en las afueras de la ciudad. Pero cuando quise conectarme al wifi del hotel fue imposible. Lo intenté de todas las maneras posibles, pero el ordenador no agarraba ninguna señal. Después de una serie de esfuerzos inútiles, Elba me preguntó si no sería mejor salir al corredor, que por ahí la puerta o las paredes eran tan gruesas que no dejaban entrar la señal.

Estuve acostado en el corredor durante otra media hora, mientras los vecinos de cuarto me pasaban por encima. Al final decidí dejarlo así. Al día siguiente sería otra ciudad. Otro hotel.

El viaje consistía en avanzar en carro hacia el este, unas horas hasta la ciudad de Potenza, cruzando por pueblos perdidos y parques regionales, y desde allí seguir hasta Matera, en la región de la Basilicata.

Matera es una ciudad mítica por sus Sassi, unas viviendas rústicas construidas dentro de las montañas, similares a cuevas, que han sido habitadas por el hombre desde el Paleolítico. En las Sassi y en el centro histórico de Matera nos pasamos el día: adentrándonos por el sector antiguo, distinto de todos los centros de Europa porque, precisamente, está conformado por estas construcciones en doble piso, donde el techo de una es la calle por la que uno camina y cualquier balcón se convierte en mirador de esta maravilla que parece construida por hormigas, abandonada por décadas y que ahora se encuentra en pleno "revival" gracias a su rehabilitación como hoteles boutique y restaurantes tentadores.

Había un sol hermoso mientras en tierra una brisa suave y tibia culminaba un día perfecto, por lo que decidimos comenzar a caminar sin rumbo. Eso hasta que nos dimos cuenta de que estábamos dando vueltas. Por algunos segundos Elba entró en pánico y cuando quería gritar, la detuve. Me di cuenta en ese momento, y lo confirmaría después, de que Italia en general es para perderse. Por eso mi nieta no nos había inscrito en ningún tour, porque lo que ella quería era que nosotros viviéramos, no que estuviéramos persiguiendo señoras con discursos aprendidos de memoria y horarios infranqueables.

De ese modo, un poco perdidos, llegamos a una casa museo donde nos mostraron cómo era la vida allí hace 150 años: dónde almacenaban el agua, las primeras nociones de acueducto. Más adelante, en otra cueva, aprendimos cómo se las ingeniaron los "tanos" de entonces para producir helado, muchos años antes de que el alemán Carl von Linde presentara su primer refrigerador.

Hacia las dos de la tarde logramos llegar de nuevo a la plaza. Había tomado varias fotos y pensaba que si me podía conectar a una red era posible enviarle un par a la Paulina. Entramos a un café y allí nos dijeron que debíamos tomar algo para poder obtener la clave del wifi. "Señor estamos agotados. ¿Podríamos pedir agua solamente?", le dije al mesero en un italiano básico que no entendió. Intenté con el inglés. "No parlo inglese", respondió. Nos tuvimos que levantar y seguir con el recorrido. Sin embargo, me sentía avergonzado. Mi nieta nos había puesto una sola condición y, después de un día y medio, yo no había enviado ni una sola foto. Así que fui hasta la oficina de correos, compré una de las postales de las Sassi y se la envié.

Ese día debíamos llegar a una masseria -como llaman a las granjas que también sirven como hotel, algunas puestas a todo lujo- cerca de Alberobello. La Paulina nos había dicho que esta parte era lo mejor del viaje: recorrer la ciudad de los trulli.

Los trulli o trullo son construcciones que datan casi de la edad de bronce, pero que adquirieron importancia durante los siglos XVIII y XIX, cuando fueron aprovechados para hacer trampa y evitar pagar renta sobre la vivienda.

Cuando llegamos a la masseria, nos alojan en un trullo que tienen al lado de la casa principal y ahí nos dimos cuenta de la trampa: son casas con base de mortero que tienen techo con forma de cono, hecho con pedazos de piedra que en aquellos tiempos no estaban pegados con nada, así que, cuando alguien del pueblo vecino anunciaba la llegada un inspector real para realizar el avalúo para los impuestos, los propietarios de la vivienda se apresuraban a desarmar los techos, que eran el elemento básico para que fueran consideradas una casa. Luego decían que su trullo no era otra cosa que un corral para sus animales y, como tal, quedaban exentos del pago.

Ahora, estas construcciones son parte del paisaje. De uno muy bello. Al otro día nos dimos cuenta de eso: el centro histórico de Alberobello está poblado por cientos de estas construcciones que fueron declaradas Patrimonio Histórico de la Humanidad por la Unesco en 1996 y que en realidad parecen casas de duendes, pintadas de blanco y con sus emblemáticos techos marcando el paisaje, algunas adornadas con helechos y flores veraniegas, con veletas metálicas en formas de soles y pájaros y sirenas que bailan al ritmo del viento.

Con el reflejo del sol en las paredes blancas también caímos en la cuenta de que la Paulina tenía razón: había que estar aquí con el sol. No me imagino esta misma sensación de belleza con nubarrones o lluvia. En invierno hubiera sido un desastre.

El atardecer nos agarró regresando a la masseria. Era hermoso: como si el sol hubiera explotado sobre las nubes.

Tenía miles de fotos de Alberobello y también de Locorotondo, otro pintoresco pueblo cercano donde paramos para tomar el primer gelato del viaje. Pero casi como una maldición, cuando llegamos al hotel y pregunté por la clave de wifi, la respuesta fue contundente. Amable, pero contundente. "Esto es una granja, signore, aquí no hay internet".

Pensé en llamarla para contarle mis percances, pedirle disculpas y relatarle lo que habíamos visto hasta ese momento. Tampoco había señal.

No me iba a rendir.

Esa noche había reservado sitio en uno de los mejores lugares del sur de Italia: la Grotta Palazzese, un restaurante construido dentro de una cueva sobre el mar Adriático. Estaba ubicado en Polignano A Mare, a unos 40 kilómetros de Alberobello. Ahí tenían que tener internet.

Cuando llegamos, nos asaltó el paisaje impresionante del mar dentro de aquella gruta. La comida estaba maravillosa, pero cuando quisimos tomar una foto de mi plato, le pedí el celular a Elba. "¿No lo trajiste vos?". No, no lo había llevado.

Pero en Alberobello había comprado una postal y, siguiendo las instrucciones, le escribí contando mentalmente los 140 caracteres: "@lapaulina Alberobello es precioso. Abuelos felices y agradecidos #volandoconlosabue".

Cuando terminé de escribir me quedé mirando a Elba, mientras el eco del mar se escondía en las paredes de aquel lugar. No necesité ni una cámara o publicarlo en ninguna parte para saber que nunca iba a olvidar ese momento.

Pero el viaje tenía que continuar.

Una de las cosas que nos habían llamado gratamente la atención hasta ese momento era que, a pesar de que sospechábamos que Italia en cuestión de calles y circulación podía ser un caos, después de cuatro días de viaje no habíamos tenido ningún inconveniente con el tránsito. Hasta que llegamos a la Puglia, la zona más oriental del recorrido. En el camino hacia nuestro nuevo destino desde Alberobello decidimos hacer una parada en Lecce que junto con Bari son las dos ciudades más importantes de esta parte de Italia.

Casi enloquecemos metidos en el carro. Pero igual valió la pena. A Lecce la llaman "la Florencia del Sur", pero como no conozco la otra, me quedo con esta: tiene un centro histórico blanco, peatonal y repleto de iglesias, que invita al paseo despreocupado y sin premuras. Alberga desde anfiteatros romanos hasta un puñado de edificios hermosos, como la iglesia de la Santa Cruz o la catedral.

En la plaza nos comimos el segundo gelato del viaje, a propósito del cual hago mi única descarada recomendación gastronómica del viaje: combinar la stracciatella con el cioccolato. Una maravilla en el paladar, mientras nos dedicábamos a observar a los vecinos que salían a dar su passeggiata, ese paseo a ritmo lento con el que le ponen fin al día.

A la mañana siguiente salimos con destino sur: Galipolli, una de las joyas turísticas de la región de Puglia.

Cuando estábamos planeando el viaje, me di cuenta de inmediato de la razón por la que íbamos allí: cuando era pequeña, a la Paulina le encantaban los mapas. Nos pasábamos horas mirando los mapamundis y los atlas que yo guardaba en la biblioteca. Y recuerdo que una vez le hice notar la forma de bota que tenía Italia. Pero ella hizo hincapié en algo que delató su alma de niña vanidosa: "Abue, mira que tacones tan altos".

Por eso nos hizo llegar hasta acá: a esta ciudad que parece estacionada con precisión sobre el mar Jónico, en la punta del tacón. En el extremo sur. Nos alojamos en el hotel Antico Frantoio, que antiguamente servía de molino y producía uno de los mejores aceites de oliva de la región. Hoy es una gema que combina historia con infraestructura moderna, una nota que parece ser común en la hotelería de esta zona.

Otra vez, pero como nunca, el centro histórico de esta ciudad es un regalo para los ojos. Llegamos en la tarde y el sol naranja raspaba las murallas de la ciudad antigua.

No hicimos nada más. Nos quedamos sentados sobre las paredes de piedra, mirando cómo atardecía y, después, cómo los jóvenes italianos caminaban felices con su mar enorme, mientras unas señoras nos ofrecían bolsas de orecchiette, la pasta tradicional de este lugar, de este rincón donde termina un país y donde estábamos nosotros para disfrutarlo.

En ese momento saqué el teléfono e intenté comunicarme de nuevo con mi nieta.

-¡¡¡Abueeee!!! ¿Cómo la están pasando? Qué lindas las fotos que pusieron el otro día.

-¿Cómo que el otro día? -respondí-. Yo no he podido poner nada hija, tengo una pena con usted.

-Es que yo creo que fue la abue...

Yo miré a Elba, que sonreía mientras la brisa de la tarde en Galipolli le acariciaba el pelo. Le conté todo a la Paulina y luego Elba le dijo algo sobre los regalos para su madre y sus hermanas. Cuando colgó, sonrió de nuevo sin mirarme. Según la Paulina, habíamos cumplido a cabalidad con la misión asignada.

-Sos mala -le dije al tiempo que le tomaba la mano.

-Y vos, terco -respondió mientras se levantaba y me invitaba a tomarnos un negroni en el bar de enfrente, mirando el mar naranja entre las murallas.

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