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PUERTO CRISTAL El "Humberstone" por descubrir en Patagonia

domingo, 19 de julio de 2015

Economía y Negocios
Reportaje
El Mercurio

En la costa norte del lago General Carrera, un pequeño pueblo minero, que alguna vez fue un pujante caserío industrial, recorre el camino de vuelta desde el olvido: Monumento Histórico desde 2008 y a dos décadas de su cierre, Puerto Cristal comienza a contar su desconocida historia.



Los fantasmas de Puerto Cristal parecen sobrevolar la conversación, mientras comemos un salmón con puré en la Hostería Los Pinos, en Río Tranquilo, el pueblo pegado a la orilla del lago General Carrera. Es una fría noche de otoño. Afuera, silencio. Los que ya conocen el caserío que visitaremos al día siguiente lo describen así: un pueblo minero -abandonado- con casas de madera que se desmoronan bajo el peso del tiempo y, sobre todo, los golpes del clima que se ensaña con sus viviendas. Dicen que el papel mural se desgarra lenta y angustiosamente. Que hay gente que vivió y murió por décadas ahí, y que ahora no hay nada más.

En la hostería están Sebastián Barceló y Claudia Molina, de Sernatur Aysén, y Rodrigo Mancilla, que es el guía de EcoTravel que nos acompañará mañana a Puerto Cristal. Por ahora, en esta noche fría de otoño y luego de comer, nos acomodamos frente a la chimenea. Hay bromas. Hay D'Olbek, la clásica cerveza patagona. Hay más información sobre el campamento minero, sobre lo que podríamos encontrar y lo que no. Por lo pronto, no hay señal telefónica ni internet. Es ese tipo de lugar. Lo han llamado "El Humberstone del sur". Ya veremos.

La leña se consume por completo, y el fuego -cuando ya se acerca la medianoche- comienza a apagarse.

EL VERDADERO TEMOR

Cuando amanece nos encontramos en el muelle principal de Río Tranquilo con Luis Bernardo Casanova, que es el gerente general del proyecto turístico que se quiere implementar en Puerto Cristal.

Bernardo es hijo de Luis Casanova, el hombre que compró -en 1996- las 700 hectáreas de terreno donde está el ahora ex pueblo minero, declarado Monumento Histórico en 2008. "Mi familia siempre tuvo un cariño especial por el lugar y ahora ha querido rescatarlo", dice Bernardo, luego de explicar que su padre primero vio el potencial exportador que había en esa faena minera cuyos orígenes se remontan a 1936.

Guillermina Inallao, una niña de 11 años, hija de ganaderos de la zona, descubrió en ese año unas piedras tricolores que brillaban: eran el indicio de la presencia de zinc y plomo en la zona, lo que más tarde daría paso a la apertura de la mina Silva, a 900 metros de altura y que fue declarada pertenencia del explorador José Antolín Silva -fundador de la localidad de Balmaceda, donde ahora está el aeropuerto de Coyhaique-, en desmedro de sus descubridores, según dice Bernardo Casanova, quien explica que eso se debió a que fue Silva quien llevó las muestras del mineral a Europa, donde las analizaron y determinaron su verdadera pureza y valor.

Más tarde, el sector de la faena se bautizó como Puerto Cristal debido a una vertiente cristalina que bajaba desde lo alto de la montaña. Pero fue solo hasta 1945 cuando comenzó la explotación bajo el mandato de Minera Aysén, que cimentó el campamento que llegó a tener hasta 1.500 residentes. Una cifra significativa, considerando que por entonces Coyhaique, la principal ciudad de la Región de Aysén, tenía 5.800 habitantes según cifras del Censo.

Puerto Cristal se ubica en la ribera norte del lago General Carrera, en un sector al que solo se puede acceder navegando, en una travesía que tarda unas dos horas. Nosotros cubrimos esa ruta a bordo del Calipso, una pequeña y resistente embarcación, propiedad de los Casanova.

A medida que nos acercamos, lo que intimida no son las fantasías de posibles fantasmas, sino que el oleaje que castiga con insistencia a la lancha.

La primera imagen de Puerto Cristal, todavía desde el barco, es la de una serie de estructuras gastadas en medio de un enclave rodeado de montañas nevadas y un lago que adquiere un color turquesa intenso gracias a los minerales.

Desembarcamos en un muelle de maderas carcomidas por el agua, el viento y el sol, frente a un sector de bodegas y galpones de madera y piedra que solían utilizarse para guardar el mineral antes de que fuera cargado en los barcos. También estaban allí las oficinas administrativas. Lo que se ve ahora son bloques de granito labrados a mano y ensamblados en concreto, voladuras de techos de zinc y vidrios quebrados.

Bernardo Casanova dice que estas son las estructuras más deterioradas del campamento precisamente porque esta es la zona del poblado más expuesta al viento y los temporales, y el plan es restaurarlas. De a poco. Al ritmo que permita el dinero familiar.

Mientras caminamos cerro arriba, vemos una hilera de casas. Unas diez viviendas, que fueron hogar de mineros y que, a primera vista, no lucen muy distintas de unas cabañas turísticas: hechas de madera, con sala de estar y cocina, chimenea, un par de habitaciones y un baño. Las casas e instalaciones mineras están conectadas por caminos de ripio que uno podría cubrir en un día. Nos quedaremos más que eso.

LA VIDA QUE FUE

Cuando llegamos a la casa de administración, ahí esperan Luis Casanova -padre de Bernardo-, Lidia Uribe -su madre-, y Susana y Alberto -sus hermanos-, con el desayuno listo: pan amasado con jamón, queso y mermelada, y un buen café para enfrentar la temperatura y entrar en calor.

Esta construcción ha sido rehabilitada -no restaurada todavía- para recibir visitantes y mantiene las características originales -y sencillas- de antes: hay una estufa a leña donde hierve el agua, una chimenea, una mesa de madera para diez personas y unos cuantos muebles para almacenar víveres. Cerca está la ex casa de empleados, con capacidad para cuatro personas y que, junto con la casa de huéspedes, permiten acoger a unas quince personas en total.

En este escenario, cuesta poco imaginar cómo habrá sido la vida de los habitantes de Puerto Cristal en sus primeros años. Bernardo, que guía el recorrido, habla de jornadas completamente dedicadas a la minería y que dejaban poco espacio para la familia. O el ocio. Para esos años -dice-, los mandamases insistían a la hora de pagar en que si le iba bien a la minera se beneficiarían todos. Y eso significaba, trabajar duro, en conjunto y a la par.

Lo que se ve hoy aquí es una mezcla de naturaleza y las huellas del intento de prosperar dentro de casitas de piedra y madera con techos de láminas de zinc. Todo parece colocado a propósito como si fuera la locación de una película de suspenso: tirados por ahí se ven viejos zapatos de niño, antiguas cajas de leche en polvo, un gastado ejemplar de revista Caras y varias botellas de vidrio.

Con Bernardo Casanova vamos primero a la planta de concentrado, en la parte alta del poblado. Es la construcción más llamativa e imponente del lugar, y desde arriba se puede ver todo. Cuando funcionaba, el mineral era llevado desde este punto hasta abajo mediante un funicular que lo depositaba en una tolva con capacidad de cien toneladas. Allí seguía el proceso en unas máquinas de molienda que reducían las piedras hasta obtener el material más refinado. El resultado sería transportado -vía Chile Chico, el pueblo ribereño del lago General Carrera más cercano- hacia Argentina, donde se embarcaba a Europa.

Arriba, en la mina, se trabajaba con pala y picota.  Varias veces al día los mineros debían acarrear unos sacos de 80 kilos cada uno, usando mulas o trineos. Hacia 1950, dice Bernardo, la planta producía cerca de 135 toneladas de concentrado al mes y en su mejor momento llegó hasta las 250 toneladas.

El circuito por el lado industrial del pueblo termina en el laboratorio químico, donde se determinaba la calidad del material. En esta sala todavía se ven los equipos que usaban los expertos y hay algunas piedras expuestas en una repisa. También se alcanza a recorrer el taller hidroeléctrico, que abastecía al pueblo con electricidad las 24 horas del día, todo un privilegio dentro de la región en esos años.  Y está además la maestranza, donde se fabricaba y reparaba cada instrumento necesario para el desarrollo de la mina, pero que ahora solo es una sala llena de escombros.

LOS ÚLTIMOS RESIDENTES

El día está nublado. Caen chubascos. Hace frío. Los dos hijos de José Maureira -el hombre que maneja la lancha- juegan fútbol con un balón casi desinflado en una cancha desnivelada y castigada por la maleza. El arco está oxidado, no hay redes en los arcos y las marcas de cal que establecen los límites de la cancha han desaparecido.

Por un segundo, el sonido de los niños parece revivir un lugar que debe haber sido testigo de las maniobras de los jugadores de Minas, Plantas, Administrativos y Naval, los cuatro equipos que disputaban los campeonatos locales de Puerto Cristal.

Muy cerca está la escuela básica, donde un roñoso libro de clases, escrito a mano con tinta, todavía permite leer los apellidos de los alumnos Carrasco, Ojeda, López y varios más, junto con sus calificaciones parciales divididas por semestre. Hay gran cantidad de notas rojas. También hay fotos de una banda musical tocando en un desfile, una pizarra verde, piso de tablas y varios pupitres individuales, de madera.

La mayoría de los trabajadores -como sucede a menudo en la Patagonia- venía de Chiloé y alojaba en habitaciones de solteros, donde tenían baño privado con agua caliente generada por termos eléctricos, y recibían subsidios para mejorar su calidad de vida: leña, ropa y alimentos, entre otros. Nada de eso se nota ahora. Las habitaciones por dentro solo huelen a humedad. A madera.

Como recordando a las salitreras del norte, Puerto Cristal tenía su propia pulpería. Aquí, dice Bernardo, los mejores cortes de carne estaban reservados para los administradores: filete, lomo y sobrecostilla. Los obreros, en cambio, debían hacer cola para conseguir cazuela corriente y estomaguillo. Todo se obtenía de los tres vacunos que se faenaban semanalmente en el matadero propio del pueblo. En la pulpería había además matrona y dentista, que llenaron las fichas de los pacientes que todavía se pueden ver en este recorrido. El sillón del dentista se mantiene en buenas condiciones, igual que, poco más allá, la iglesia Alianza Cristiana y Misionera, que tiene un altar sencillo, adornado con una rosa, un candelabro y una imagen de Jesús.

En los años de funcionamiento de este lugar, la gente escuchaba radio y veía programas de televisión transmitidos por la red Madipro (Madre de la Divina Providencia), que los traía grabados de otras regiones. En el edificio donde operaba, ahora se ven algunos discos que en su momento rankearon en la lista de la revista Billboard y notas locales, como las convocatorias del Centro de Madres y de los clubes deportivos del pueblo.

Cuando ya es de noche en este primer día en el pueblo, Sergio Cárcamo se acerca a conversar. Junto a Elvis Velásquez, son los únicos habitantes del campamento actualmente. Están a cargo del cuidado y reparación del pueblo.

Sergio Cárcamo tiene el pelo largo y negro, una profunda cicatriz en el pómulo izquierdo, las manos ásperas y voz grave. Tiene 38 años, pero parecen más. "Trabajamos sin horarios", dice cuando logra esquivar su evidente timidez. Ha restaurado varias lámparas y ventanales de la casa de huéspedes, y se encarga de todo lo que sea eléctrico, dice. "Yo salgo de Cristal a Coyhaique cuando quiero. Allí, mi hermano me cuenta lo que sucede en Chile y el mundo", dice. En esos escapes, también se pone al día con su serie favorita, El Sultán.

(Unos días más tarde, conoceríamos a un puertocristalino de los años en que el pueblo todavía funcionaba. Hernán Contreras, ex minero, dictaba una charla en Chile Chico por el Día del Patrimonio: "Trabajábamos con zapatos de goma. Teníamos que salvarnos como pudiéramos una vez que éramos enviados a la mina. Yo aprendí a ser fuerte cuando un amigo murió de forma trágica. Debemos asegurarnos de que lo que pasó en Cristal sea un ejemplo para las futuras generaciones", diría este hombre de 57 años, que llegó al pueblo en los años 60).

Puerto Cristal cerró definitivamente en 1993, cuando la Minera Aysén despidió a todos, poco después de que Corfo intentara potenciar la rentabilidad de la mina a pesar de que el zinc y el plomo perdían valor a pasos agigantados.

La gente dejó el pueblo en poco tiempo. No tenían demasiado que llevar: sus casas se las entregaban amobladas y pocas cosas les pertenecían realmente.

Se sabe que el último poblador se llamaba Cristóbal Alvarado. Se sabe que le decían Piedra Azul. No se sabe por qué.

Actualmente, la Asociación de puertocristalinos -unas 50 personas- se reúne en febrero de cada año, junto a sus hijos y nietos, para visitar el pueblo y transmitir la historia del lugar a las nuevas generaciones. Lo recorren y se detienen, especialmente, en el cementerio donde quedaron amigos y familiares. Ahí se ven: en las tumbas, nombres que resisten el viento y la lluvia.

La familia Casanova imagina un futuro diferente para este sitio. Piensan en viajeros, en turistas, en gente que sienta cariño por lugares donde se desarrolló una cultura. Por la historia viva de un espacio que sigue, pese a los daños, al deterioro, congelado en el tiempo. La familia Casanova habla de eso mientras recorremos el matadero y los polvorines del campamento, justo antes de que avisen que es hora de partir.

La ventisca a esta hora se escucha como un canto fúnebre y lejano.

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