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Biografía | Vida de un crítico:

Benjamin, el vagabundo

domingo, 24 de mayo de 2015

Economía y Negocios

El Mercurio

El largo historial de vaivenes y tropiezos personales del influyente filósofo alemán son narrados por la investigadora británica Esther Leslie en el libro Walter Benjamin: la vida posible.



A Marsella todos llegaban para irse. Estaba repleta de inmigrantes ilegales y fugados con planes dementes para escapar de Europa. En agosto de 1940, Walter Benjamin era uno de ellos. Tenía 48 años, varias bibliotecas perdidas a su haber, cientos de escritos esparcidos por el mundo y estaba genuinamente desesperado. Como tantos judíos, el crítico alemán estaba siendo acorralado por los nazis. En Francia, algo parecido a su segunda patria, no podía quedarse. Después de que en Marsella fracasara el plan para subirse a un barco disfrazado de marino francés, Benjamin se enteró de que Estados Unidos le abría las puertas. Entonces se sumó a un grupo de fugitivos, y emprendió un viaje a pie por una montañosa ruta de contrabandistas que lo llevaría hasta España, desde donde podría partir a América. Caminó sumido en una soledad que, como había escrito en una carta reciente, era el eco de un "vacío determinado históricamente". Entre las cosas que llevaba, iban pastillas de morfina para suicidarse en caso de que fuera necesario.

La primera vez que Benjamin evaluó quitarse la vida tenía 40 años, y la demoledora conciencia de no tener "propiedad o posición, morada o recursos". Desde un hotel de Niza escribió una carta en la que ponía al mismo nivel sus "pequeñas victorias" con sus "grandes derrotas". Cruce entre filósofo, crítico, historiador, narrador, coleccionista, la incandescente influencia intelectual póstuma de Benjamin es inversamente proporcional a la precariedad con que vivió. Respetado en círculos muy precisos en vida, nunca fue capaz de armar una carrera sólida ni académica ni literaria, y por años se movió entre Alemania, Francia, Italia y Dinamarca buscando estadías baratas.

Hijo de un comerciante que hizo su fortuna vendiendo antigüedades, Benjamin creció en Berlín al cuidado de niñeras e institutrices francesas, y desde niño lo persiguió "la sensación de estar fuera de lugar". Así lo plantea la investigadora británica Esther Leslie en la biografía Walter Benjamin: la vida posible , libro de 2007 que ahora lanza en español Ediciones UDP. Crónica de los mil saberes de un hombre que creía que el arte tenía un aura, el libro, según Leslie, intenta presentar a Benjamin como "un síntoma activo de sus tiempos". Es decir, tan tensionado por el marxismo y el sionismo, como por las grietas de la modernidad y el horror político de su época. Desde ahí él quería "crear la crítica como género".

Quería otras cosas más Benjamin, pero le costó tanto decidirse por cuáles, que su vida terminó por ser un historial de vaivenes. "Cometió errores, movimientos falsos, meteduras de pata", anota Leslie, que cubre todos esos tropiezos como si fueran constitutivos de su personalidad. Más, como si fueran el correlato natural de una escritura que en su mayor ambición pretende construir un libro hecho de citas, que muta para transformarse en un depósito de obsesiones escurridizas y que no puede terminarse: desde 1927, Benjamin trabajó en el Libro de los pasajes , el fichero desmedido de un flâneur parisino que reflejaba su callejeo por conocimientos múltiples, pero también su vagabundeo por residencias prestadas y momentáneas. Benjamin no posee nada: como dice Leslie, "el montaje es su idea fundamental", y no puede desconectarse de los "esfuerzos por reciclar la basura".

Escritura de residuos

Benjamin traía consigo las pastillas de morfina desde 1933. Eran parte de su equipaje habitual después de dejar Alemania para siempre, días después de la quema del Reichstag. Se fue a Ibiza, donde además de experimentar con opio y enamorarse de la pintora holandesa Anna Maria Blaupot ten Cate, puso en marcha todos los mecanismos de supervivencia posibles: vendía libros de su colección, pedía "donaciones" a quien estuviera a mano, escribía artículos, y empezó a colaborar con el Instituto de Investigación Social, sellando su relación con la Escuela de Francfort. Por consejo de Bertolt Brecht, prefirió seguir hacia Dinamarca en vez de Francia: era más barato, hacía menos frío, ahí "el mundo moría más tranquilamente".

Divorciado y padre de un hijo, Stefan, a mediados de la década de los 30 Benjamin era un autor de variados registros: había traducido a Proust y Baudelaire al alemán, escrito textos sobre Kafka, recuerdos de su infancia, muchas críticas literarias, piezas sobre libros infantiles, crónicas históricas para la radio, una teoría del aura, etc. Sospechaba que todo se perdería: "Para aquellos cuyos escritos son tan dispersos como los míos, y para quienes las condiciones del momento ya no permiten la ilusión de que algún día se volverán a reunir, es un genuino reconocimiento escuchar que ha sido capaz de sentirse en casa con mis residuos de escritura", le dijo en una carta a Karl Thieme, articulista alemán que lo había valorado.

Y aunque por esos días le parecía que la vista por cualquier ventana era siempre "gris", Benjamin jamás paró de escribir. Grafómano enamorado de la escritura manuscrita, en enero de 1934 pidió que le enviaran desde Alemania un "bloc de papel carta blanco MK", los que siempre había usado para su Libro de los pasajes . Venía trabajando en él desde 1927, cuando en una pasada por la Biblioteca Nacional de Francia se sumergió en la historia de París, y no pudo salir. Lo primero, dice Leslie, fueron apuntes sin orden sobre la ciudad: "Un grueso montón de citas y notas sobre calles, tiendas de departamentos, panoramas, exhibiciones universales, tipos de iluminación, moda, avisos publicitarios, prostitución, coleccionistas, flâneurs , Baudelaire, apostadores y aburrimiento".

Con los años, Benjamin siguió sumando entradas al Libro de los pasajes , casi siempre manuscritas, a veces con letras apenas milimétricas, quiso que estuviera erigido sobre un "sólido andamio" basado en Hegel y Marx, que las reflexiones históricas y actuales confluyeran en un todo sobre el concepto de "progreso y la idea de la historia". Lo discutió en cartas con sus amigos de Francfort Theodore Adorno y Max Horkheimer; también con Gershom Sholem, que desde Jerusalén llevaba años proponiéndole que lo siguiera a Palestina. Benjamin no se decidía a dejar Europa, no quería estar lejos de Francia. "Nada en el mundo reemplazaría a la Biblioteca Nacional en París", pensaba en 1939.

Mientras avanzaba la desesperanza en el mundo, cuenta Leslie, Benjamin "insistía en revisar la historia cultural y literaria europea, e intentaba mantener a Europa abierta como un lugar de pensamiento progresista". Escribía para el exilio sobre Baudelaire, sobre Santo Tomás, sobre las publicaciones francesas. La historia empezaría a acorralarlo. Días después de declarada la Segunda Guerra Mundial, Benjamin figuraba en la ciudad francesa de Nevers, recluido por los nazis en un edificio junto a otros 300 judíos que dormían sobre paja. Todos sus escritos se habían ido antes de que lo atraparan en la maleta de una amiga.

Dos meses después, Benjamin fue liberado por la presión de intelectuales franceses y extranjeros. Fue de departamento en departamento en París, muy débil de salud, soportando el frío con poca calefacción, escribiendo sobre el incontenible movimiento de la historia. Dejó París en junio de 1940, mientras las tropas alemanas se tomaban la ciudad. Tenía que irse a Estados Unidos, allá lo esperaba Adorno. Caminó con dignidad por la ruta montañosa en Marsella hasta la frontera con España, pero ahí, lo detuvieron. Antes de ser obligado a regresar, asustado ante la posibilidad de ser entregado a la Gestapo, Benjamin usó las pastillas de morfina. "Sin forma de salir, no tengo otra alternativa que terminar. Mi vida alcanza su conclusión en un pequeño pueblo de los Pirineos donde nadie me conoce", escribió en una postal.

WALTER BENJAMIN: LA VIDA POSIBLE
Esther Leslie

Ediciones UDP, Santiago, 2015, 331 páginas, $16.000.

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