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La cultura y el desarrollo económico

jueves, 29 de enero de 2015

Juan Cristóbal Nagel
Profesor de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, Universidad de Los Andes


“Eso no funciona aquí. Nuestros países tienen costumbres muy diferentes.”

¿Cuántas veces, al discutir políticas para el desarrollo económico un tanto diferentes, hemos escuchado esta frase?

La creencia de que la “cultura” o los “hábitos” son determinantes en las posibilidades de desarrollo de las naciones es más común de lo que pensamos. Incluso nosotros los economistas pecamos de ese pesimismo cuando, al ver los enormes retos que enfrentan algunos países africanos o de nuestro hemisferio, concluimos que hay algunos factores culturales que van a impedir que esos países alcancen el desarrollo.

Esto no es nada nuevo en la historia de la humanidad, como bien nos recuerda el profesor de Cambridge Ha-Joon Chang en su libro “Bad Samaritans: The Myth of Free Trade and the Secret History of Capitalism.” En ese libro, el autor utiliza una prosa dinámica y vivaz para atacar, y en ciertos casos derrumbar, algunos mitos acerca del desarrollo económico.

Como bien nos recuerda Chang, la creencia de que la cultura impide el desarrollo no es nueva en la humanidad.

Ya en 1915, un consultor gerencial australiano visitó un país y concluyó que los ciudadanos del país en cuestión eran “una raza satisfecha, que le gusta pasarlo bien, y que no piensan que el tiempo es algo que hay que cuidar.” Los gerentes locales estuvieron de acuerdo con él, diciendo que los “hábitos de herencia cultural” de esa nación no podían ser cambiados, y que por eso las personas tendían a la holgazanería.”

La nación de la que hablaban era Japón.

Chang cita a otros autores que, alrededor de la misma época, estudiaron la cultura nipona. Adjetivos como “perezosos,” “sucios,” “salvajes,” y frases como “indiferentes al paso del tiempo,” “excesivamente emocionales,” “gente que no piensa en el futuro y que vive el día a día,” y “no deseosos en enseñarle a la gente a pensar” son utilizados.

Chang también narra cómo diversos autores describían al pueblo alemán a principios del siglo XIX. El autor cita, entre otros, a Mary Shelley, autora de la novela Frankenstein, y a autores como John Russell y Brooke Faulkner, quienes describen al pueblo alemán como “flojo,” “poco trabajador,” “incapaces de cooperar entre sí,” “deshonestos,” y “excesivamente emotivos.”

Lo que estas anécdotas sugieren es que si bien la cultura afecta las posibilidades de desarrollo, ésta no es estática. Las culturas cambian junto con los hábitos, e incluso dentro de un mismo país es difícil generalizar acerca de la cultura, olvidándonos de factores regionales.

En el fondo, es innegable que la cultura es importante para el desarrollo económico. Las actitudes hacia el trabajo, hacia la educación, y hacia el ahorro; los vínculos familiares; la asignación de roles entre los géneros, y otros aspectos indudablemente afectan la propensión a la productividad y la forma cómo las personas responden a los incentivos. El error está en pensar que estos aspectos sin rígidos e incapaces de cambiar.

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