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Productividad y tecnología

viernes, 22 de marzo de 2019

Economía y Negocios Online


Daniel Fernández K. Profesor Facultad de Ingeniería UDD

“La era de las computadoras se ve en todas partes, menos en las estadísticas de productividad”, decía Robert Solow en 1987, cuando ganó el Nobel de Economía. Así, la discusión sobre el efecto real de la incoporación de la tecnología en las mejoras de productividad es bastante antigua.
En 2003 se fundó Tesla con el objetivo de desarrollar automóviles eléctricos. Pero la historia no comenzó allí, sino 100 años antes, cuando empezó a masificarse el uso de la electricidad. Faraday inventó el motor eléctrico en 1830, y recién 50 años después Edison inauguró su primera planta de energía. Casi 40 años después, en 1920, la electricidad comenzó a tener un impacto medible en la productividad. Al principio las industrias no cambiaron los procesos productivos: el motor de vapor que movía centralizadamente los engranajes de una fábrica fue simplemente reemplazado por un motor eléctrico, bajo el mismo esquema operativo, sin visualizar que la electricidad permitía desarrollar un modelo diferente, más descentralizado. Faraday descubrió nuevos principios físicos, pero no existió la capacidad de hacerlos útiles rápidamente, y menos aún fue posible capturar en el corto plazo la mejora de productividad que tal descubrimiento potencialmente ofrecía, principalmente como producto de las limitaciones impuestas por paradigmas encadenantes, más que por asuntos técnicos. Las innovaciones tecnológicas requieren tiempo para evolucionar, un mercado (demanda) que las pague, desarrolladores ingeniosos que las hagan accesibles, organizaciones que las asimilen culturalmente e inversionistas que crean en ellas. Y eso no sucede en 10 minutos.
En 1950 Alan Turing creó el concepto de Inteligencia Artificial (IA), y no es hasta nuestros días que, gracias al desarrollo de superiores capacidades de procesamiento y memoria de los computadores, y a la recopilación de un enorme cúmulo de datos, la IA comienza a explotar. Sin embargo, al igual que en el caso de la electricidad, no veremos los efectos completos de la IA mientras innovaciones complementarias no se desarrollen y sus aplicaciones no se implementen. Las adaptaciones evolutivas organizacionales y la incorporación de nuevos talentos y habilidades resultarán imprescindibles para un completo despliegue de la IA en las empresas y organizaciones. Algunos inversionistas visualizan que ello será posible, y por eso asignan un alto valor a muchas empresas tecnológicas asociadas a la IA o que ya la han incorporado como parte de su capital intangible (ver “Capitalismo sin capital: el ascenso de la economía intangible” de Haskel y Westlake).
Los indicadores de crecimiento económico (o al menos la productividad) han tendido a estancancarse. Pero las estadísticas de crecimiento y productividad no incluyen muchas actividades e inversiones en activos intangibles orientadas al futuro: son registros del pasado que no recogen las nuevas formas de inversión ni las capturas de expertise para abordar el futuro.
Por ejemplo, la medición del PIB no incluye el valor del ocio (Netflix por dar un caso), mientras que la industria del entertainment moviliza cientos de miles de millones de dólares (Disney compró Fox en 2018 por US$ 70 mil millones). Otro ejemplo: la industria de la música, según métricas tradicionales, ha disminuido su tamaño a la mitad en 10 años. ¿Eso significa que estamos escuchando menos música que nunca? Absurdo.
Un informe de McKinsey Global Institute reporta que en 2016 hubo tres veces más inversión en IA (entre US$ 26 mil millones y US$ 39 mil millones) que en 2013, fundamentalmente en investigación y desarrollo, sobre todo en aprendizaje automático. Empresas de Estados Unidos representaron el 66% de esa inversión, con China en un segundo lugar con el 17%. Pero los aumentos de productividad que impulsan estas inversiones sólo se verán reflejados en en varios años más; no son parte de los registros históricos ni de las estadísticas sobre el pasado.

Las lógicas y paradigmas de la revolución industrial originaria aún perviven en el funcionamiento de las empresas y en nuestras cabezas: la evolución sucede paulatinamente y mediante capas superpuestas, no a través de escalones abruptos ni por sustitución masiva instantánea de un sistema por otro.

Está de moda hablar de la “cuarta revolución industrial” para ilustrar la exponencial disrupción tecnológica, lo cual genera cierta confusión sobre la envergadura de los cambios que vivimos. En primer lugar, la revolución industrial de fines de 1700 tuvo que ver con un cambio desde la musculatura humana y animal como forma única de generar fuerza y energía hacia un sistema de fuerzas externas que la tecnología aportó: hidráulica y eólica, luego vapor y después eléctrica, o sea, de generar un enorme aumento de capacidades físicas desde fuera de los humanos. La segunda revolución (la actual), es cualitativamente diferente, ya que se soporta en la ayuda cognitiva que recibimos de las máquinas (a quienes hemos creado y enseñado) y en la potencialidad de los cambios genéticos. Ambos factores apuntan a la aumentación humana. La primera ola industrializó el mundo de los humanos, ganando eficiencia paso a paso; la segunda está cambiando la forma y el sentido de ser humanos.

Economistas: no se desalienten, cuando la IA se generalice, veremos una explosión de la productividad; el salto siguiente lo aportará la investigación genética aplicada. El desafío es, entonces, cómo cambiamos los actuales métodos de medición del crecimiento de la economía, propios de la revolución industrial, a indicadores que reflejen la actual revolución de la aumentación cognitiva.

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