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Expedición INACH

La Antártica era esto

domingo, 24 de marzo de 2019


Reportaje
El Mercurio

El continente más austral es todavía destino para viajes de exploración. Aquí, un grupo de investigadores llega a bordo de un buque de la Armada, y una periodista los acompaña para entender cómo se hace ciencia en uno de los sitios más remotos y riesgosos del planeta. Por Paula López Wood , desde Antártica.



"Bienvenidos al mejor buque de la Armada", dice un teniente y luego empieza a explicar el laberíntico trayecto a través de los pasillos del AP-41 Aquiles. Estoy en Punta Arenas, pero no se siente como la puerta de entrada al fin del mundo. Hace calor y el chirrío de la grúa que carga contenedores del tamaño de casas vuelve inquietante el anuncio del zarpe. A mi alrededor, unos treinta investigadores desorientados deambulan con su chaqueta roja del Instituto Antártico Chileno, Inach, la misma que me han entregado para aguantar el frío, la nieve y el viento polar que nos espera en esta Expedición Científica Antártica número 55.

Esperamos en el salón de popa, donde el comandante marca el  track que haremos para "ganar sur": desde los canales magallánicos cruzaremos el temido mar de Drake hasta llegar a las islas Shetland del Sur y alcanzar la Tierra de O'Higgins (península Antártica); en total, casi ocho mil kilómetros de navegación ida y vuelta para cubrir los puntos de muestreo. Todo esto, insiste el comandante Hugo Edmunds, si las condiciones climáticas lo permiten. "Con la naturaleza no se puede pelear", dice. Los científicos se miran con leve gesto de preocupación. Años de investigación dependen de tomar las muestras ahí donde el hielo surge en geometrías insospechadas. Pero hay temas como la seguridad de las personas que deben ser prioridad. "En eso no podemos tener desacuerdos", explica Verónica Vallejos, coordinadora científica del Inach, que tiene la tarea de conciliar los objetivos de la Armada con los de los investigadores. No es algo fácil. Además de traernos de vuelta a salvo, el Aquiles debe realizar una buena cantidad de faenas de abastecimiento entre las bases y otras naves. A eso se le suma que este buque no es un rompehielos y la meteorología inestable de la Antártica, lo que obliga a actualizar el itinerario cada tres horas.

Vamos 270 personas a bordo, entre dotación, investigadores, logísticos y periodistas. Llama la atención la cantidad de mujeres presentes -son más de la mitad de los científicos-, algo inusitado para un territorio que históricamente ha sido estudiado y explorado por hombres. "Se cree que los lugares extremos son difíciles para nosotras, pero cada vez veo más presencia femenina en ciencia antártica", dice Julieta Orlando, directora alterna del Proyecto Anillo, una investigación que tiene a cuatro mujeres como investigadoras principales. El Aquiles también trae dotación femenina con responsabilidades fundamentales: la sargento Vergara, que es la médico del buque; la capitán Kayser, dentista; la teniente San Martín, oficial piloto a cargo de la navegación, entre otras.

En eso, un remolcador nos separa del muelle y una melodía pascuense suena por altoparlante. Es la señal de arranque: un hoko guerrero rapanuí, el himno que ha escogido el comandante para elevar el espíritu de la dotación y pasajeros en cada zarpe y recalada.


El Drake era eso. Un paso para navegantes temerarios; el comienzo de esa Terra Australis Incognita que en la cartografía del siglo XVII se dibujaba con bestias de aspecto monstruoso que impedían el paso hacia un horizonte desconocido. Siglos después, las primeras expediciones científicas alcanzarían el continente blanco para racionalizar el origen de su miedo: la Corriente Circumpolar Antártica, esa frontera de aguas gélidas y ciclónicas que hace ochenta millones de años aisló el continente blanco del resto del planeta. "Antártica es un sistema tan prístino y poco estudiado que cualquier cambio allí es mucho más notorio", dice Roger Sepúlveda, biólogo marino que viene a estudiar las comunidades bentónicas (esponjas, algas, hidrozoos) del fondo del mar.

Según la  Enciclopedia Visual Antártica del Inach, desde los años 50 la temperatura promedio anual ha aumentado casi 2,5 grados Celsius, mucho más rápido que en el resto del planeta. El calentamiento global ha revertido el congelamiento, debilitando a los glaciares que se formaron durante millones de años y poniendo en duda su condición de "aislamiento". Es lo que vienen a estudiar -desde sus propios intereses y especificidades- los científicos a bordo, entre ellos Carlos Cárdenas y su equipo de glaciólogos, que bajarán a monitorear las dinámicas del glaciar Lange, en las cercanías de la base Machu Picchu. O las biólogas marinas Karin Gerard y Zambra López, buzos especialistas en la Antártica que, si no fuera porque una es francesa y la otra chilena, se diría que son hermanas. "Yo aguanto menos frío que la Zambra", dice Karin, cuando le pregunto sobre los desafíos de bucear en aguas bajo cero. "Las manos. Es lo que más duele, porque tienes que dejarlas libres para trabajar".

Gerard y López vienen a buscar un cangrejo que se reportó en isla Decepción hace casi diez años, y esta es la tercera vez que parten en la búsqueda de ese  Halicarcinus planatus , hasta ahora sin éxito. "Hace quince millones de años que no viven cangrejos en Antártica. Es que no sobreviven a temperaturas tan bajas, porque tienen un compuesto químico que los adormece hasta morir", dice Zambra. Pero el alza de las temperaturas podría estar generando cambios para las especies en el continente.


El Aquiles, con treinta años de historia entre sus fierros, se mueve y cruje con las olas de cuatro metros que lo golpean. Estamos en el segundo día del Drake, el peor de todos, según nos han dicho. Ya no "surfeamos" la ola como antes. Camino al comedor equilibrándome de muro en muro, de barra en barra, pero parece que el mar chocara el casco por los costados, porque todo retumba en una vibración impredecible.

En el "rancho" me siento junto a Verónica Vallejos que sostiene su computador para que no se deslice a lo largo de la mesa. Pareciera no importarle que el mar reviente dentro del buque. Ella ha venido veintidós veces a Antártica; es decir, ha cruzado este infierno de olas más de cuarenta veces. Le pregunto sobre su primera vez aquí. Entonces alza la mirada y dice: "Me caí al mar, en Antártica". Resulta que navegaba en un zódiac con oleaje pronunciado y de pronto, al tomar una ola de costado, el bote dio una vuelta de campana. Se dio cuenta de que estaba bajo el agua porque todo era silencio. Miró hacia un lado y era negro. Miró hacia el otro y había luz. En su mente se atravesaron dos palabras: tres minutos. "Tres minutos es lo que tengo para salir de aquí antes de morir por hipotermia". Entonces nadó a lo que pensó que era la superficie, respiró, miró la línea brumosa de la costa y nadó hasta la orilla, donde un hombre la esperaba con un traje térmico. "La Antártica es un lugar hermosísimo, pero sumamente peligroso", dice luego. En eso, uno de los marinos me regaña por no comerme mi plato de asado alemán. Se me ha quitado el apetito, le digo. "Esto le va a servir. No es bueno tener la guata vacía. Y no tome mucha agua". Mastico la hallulla en forma automática, tomo una pastilla para el mareo y caigo en un sueño profundo que se mezcla con el vaivén incesante del oleaje.


No sé cuánto tiempo ha pasado desde que me dormí. ¿Trece horas? De pronto, por primera vez siento esa acidez crítica en la garganta. Salgo a buscar el aire fresco. Afuera, el frío es nuevo, distinto; el mar tiene un tono que no habíamos encontrado antes. No es azul oscuro, sino de un gris lechoso, con sedimentos. De pronto, alguien me jala del brazo y me pregunta en inglés si estoy bien. El hombre es un alemán alto que fuma cigarrillos sin descanso y viene por un año a la estación alemana GARS -a metros de la base chilena O'Higgins- con la misión de calibrar una antena que recibe información satelital. La antena es única en el mundo, dice, porque resiste vientos de 300 kilómetros por hora. Me pregunto cuántas cosas en Antártica serán únicas. En eso, un témpano tabular del tamaño de un edificio se asoma por estribor. Es la señal. Ya estamos en la Antártica.

El vuelo en helicóptero hacia isla Robert es impecable y dura poco más de cinco minutos, pero la imagen del mar desde lo alto se impregna en la memoria como ya lo hicieron esos primeros hielos que avistamos al pasar el estrecho Nelson. En la península Coppermine -el primer punto de muestreo- ni siquiera hace tanto frío. Piso tierra antártica y camino sobre un musgo esponjoso de un verde radiactivo; un musgo en el que cada paso que das te hunde y te cansa. Son desconcertantes estos copos gigantescos, tan sólidos y diseñados, que demoran varios segundos en derretirse sobre el traje térmico. Tomo una piedra de obsidiana, y de inmediato la devuelvo. Lo han repetido hasta el cansancio. El "Pasaporte verde" deja claro la prohibición de llevarse un "souvenir"; solo los investigadores del Inach tienen el privilegio de tomar algo de esta naturaleza para estudiarla.

Debemos mantener cinco metros de distancia respecto de la fauna, pero no es fácil seguir esa norma. Un pingüino papúa se acerca, me mira y sigue de largo hasta desaparecer bajo el agua. Me distraigo con los aullidos de elefantes marinos que toman piedras por la boca y las lanzan meneando el cogote, y en eso veo correr cerro arriba al grupo de investigadoras. Van tras los nidos de skúas, esas aves como gaviotas pero más grandes y acrobáticas que habitan las islas subantárticas. La captura es compleja, casi violenta, tanto para ellos como para las aves. Por eso llevan cascos para protegerse de los picoteos ciegos que dan cuando les sacan las muestras de sangre. En eso, encuentro un huevo. Tiene un agujero y se escucha el pitío de un pollo que está por nacer. Intento registrar el momento, pero el ave sobrevuela en círculos y se lanza sobre mi cabeza. Caigo sobre una roca; el pájaro ya está en su nido y me observa con avidez. Entonces me doy cuenta. La Antártica también es esto. Un lugar al que el ser humano no pertenece.


No es la luz ni los hábitos lo que nos rige sino el clima. Decepción es una isla volcánica con forma de anillo de roca donde hasta hace poco se podía excavar en la arena para bañarse en las aguas termales que surgían (eso se prohibió; es una zona protegida). Desembarcamos a la una de la madrugada, en la penumbra, y tomamos muestras de nieve, suelo y líquenes en las cercanías de la base española Gabriel de Castilla, que nos desconcierta porque emite un intenso olor a basura quemada. Desde ahí ascendemos al filo del volcán para ver el "amanecer"; sobre su cráter negro pintado con hilos de nieve se ilumina una laguna turquesa, que regala una panorámica tan fascinante como abrumadora.

"Si estamos en un punto, hay que aprovecharlo, porque eventualmente no vamos a poder volver", dice Verónica Vallejos, y todos movemos la cabeza en gesto de aprobación. Todos menos las buzos, que protestan porque días atrás tuvieron que buscar el cangrejo a las doce de la noche, cuando el mar era oscuridad absoluta, aparentemente con focas leopardo rondando, ese depredador que entre los buzos antárticos se conoce como "come buzo". La incertidumbre también afecta a investigadores como Claudio González, quien no ha podido recolectar los bivalvos que necesita de la zona intermareal. "Confío en que los chicos del buceo saquen las muestras", dice con cierta resignación al pisar tierra y encontrar, otra vez, la marea alta. "Así es Antártica. Necesitas de la colaboración. Pretender hacer ciencia aquí en soledad es un suicido científico".

Hay lugares donde el clima no da tregua, provocando la ansiedad de los tripulantes. Como bahía Esperanza, donde intentamos desembarcar tres veces, pero el viento es tan intenso que el soplo de las ballenas no sale hacia el cielo, sino que vuela en rachas horizontales, y lo que parece ser una nube en realidad es la nieve levantándose y formando remolinos sobre la península.

Viento, olas, hielo, a veces el sol. Así es la Antártica. Estamos cerca de la segunda semana y el movimiento por los canales es plácido, los rostros en los pasillos se vuelven familiares y los pingüinos -que tanta ternura provocaron en principio- ahora llaman la atención más bien por su intenso hedor a amoníaco que se impregna en los trajes.

Rumbo a isla James Ross, en el lado oriental del paso Antártico, el cielo al fin se despeja. Pero algo pasa con el hielo. Los témpanos se acercan al casco del Aquiles y amenazan con cerrar el canal por el que entramos.

"El problema no es lo que hay arriba sino lo que hay abajo. Hay gruñones (témpanos pequeños) que el radar no detecta y nos pueden pegar en la hélice", explica el comandante. Un vigía nota la situación y se da la orden de evacuar, derribando el sueño de los paleontólogos que esperaban obtener fósiles de dinosaurios, plantas y reptiles marinos.


Isla Rey Jorge forma parte del "Territorio Antártico Chileno" reclamado por nuestro país, pero ahí conviven bases y refugios de diez países distintos. A simple vista, bahía Fildes parece un campamento minero. Vecina a las instalaciones chilenas (las bases Escudero del Inach y Frei del Ejército, y los restos incendiados de la Gobernación Marítima) está la base rusa Bellingshausen, cuyo principal atractivo para los cruceros es una pequeña iglesia ortodoxa que se levanta sobre un monte.

Mientras, en Fossil Hill -un cerro que separa las bases china Great Wall y chilena Escudero-, el paleontólogo Héctor Mansilla limpia el fósil de hoja de  Nothofagus . "Está bonita la muestra", dice, y entonces describe un paisaje que parece inverosímil en este escenario que hoy es roca y nieve. En el período del Eoceno aquí crecieron árboles de hojas pequeñas y también grandes como los que hay en la Amazonia, abundantes helechos, y había lagunas de agua dulce donde pastaban aves similares a los avestruces y mamíferos que caminaron hasta la Patagonia cuando ambos continentes se conectaban por un puente terrestre, hoy sumergido bajo el paso Drake. "Venimos a contar una historia que está escrita debajo del hielo", dice el paleobotánico Juan Pablo Pino. "Es riesgoso, es difícil de llegar, pero la gratificación de estar acá siempre es muy grande".

Rumbo a la base Yelcho, por el canal Neumayer, el escenario es un paisaje de alta montaña, pero a nivel del mar. Lo más cercano a la imagen que guardaba en mi imaginario antártico. Cerros enormes cubiertos de glaciares, témpanos que caen y levantan el oleaje, muchos de ellos con pingüinos a bordo, como si el hielo a la deriva fuera el medio de transporte oficial de la fauna en este continente. "¿Puedes ver las grietas? Todo se está desmembrando", dice Verónica Vallejos, desconcertada ante los cambios del entorno glacial en tan pocos años. "Pero antes no se veían tantas ballenas. Está llegando más fauna", agrega, y volvemos a escuchar el soplo de una jorobada junto al buque.

"Aquí se cierra y sonamos", dice el patrón del zódiac mientras empujamos con remos los témpanos que nos impiden avanzar por bahía Sur hacia Yelcho. Estamos en la latitud 64, el punto más austral que alcanzaremos en esta expedición. Es un buen día para los científicos. El equipo del investigador Rafael Medina logra sacar una decena de muestras de sangre y feca de pingüinos. Y si bien las buzos no encuentran el cangrejo, capturan preciosas muestras de estrellas y pepinos de mar que les servirán en los análisis.

Al cabo de unas horas siento el frío polar en los huesos y entro a resguardarme a la base. "Aquí todo se hace a pulso, a mano, por eso hay que tener un temple especial, de guerrero, si no, no se aguanta", dice Jorge Reyes, patrón de las embarcaciones. Es su cuarto año trabajando aquí, a pesar de lo cual está lejos de aburrirse: "Será la costumbre, será la pasión o que uno ya está viejo, porque yo me emociono cada vez que vuelvo a este lugar".

En eso, llaman por radio. Hay que volver al Aquiles. Todavía falta navegar hacia la base O'Higgins para sacar más muestras y desembarcar pasajeros.

Rumbo al norte, cada noche tendrá quince minutos más de oscuridad.

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