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El Nido

El pequeño gran reino de las playas Filipinas

domingo, 17 de febrero de 2019

Texto y fotos: Mauricio Alarcón C., desde Filipinas.
Reportaje
El Mercurio

En la provincia de Palawan, una de las menos pobladas de Filipinas, El Nido es un caserío cada vez más visitado por los viajeros, porque permite acceder, por mar y por tierra, a algunas de las playas más inolvidables de este país.



La escena podría haber sido inquietante de no haber estado previamente informado de qué pasaría esa mañana... de qué se trataba toda esa agitación.

Desde la terraza en el cuarto piso del sencillo hostal donde alojaba -un sitio tan simple que no vale la pena recordar su nombre, pero sí su ubicación, a muy pocos metros de la arena misma, en un callejón tan estrecho que el mototaxi la noche anterior había recorrido los últimos metros casi encima de los peatones- podía ver cómo la gente en la playa del poblado de El Nido, en el extremo norte de la isla de Palawan, en Filipinas, se apresuraba para subir a unos botes de madera estrechos y alargados que los esperaban balanceándose sobre el aire. Sí, el agua era así, transparente.

La escena, una multitud de personas que se metían caminando al mar, levantando sobre sus cabezas las mochilas y otros paquetes que no querían mojar -en un gesto exagerado porque el agua no les llegaría mucho más arriba del pecho-, parecía la de una evacuación: la prisa, la masividad, las instrucciones de los encargados, los gestos urgentes. Pero algo hacía toda la diferencia: las personas parecían expectantes, felices.

Así amanecía todos los días en El Nido.

Lo de los botes y sus ansiosos ocupantes era posiblemente la actividad más popular en El Nido. Sobre todo entre los viajeros que habían llegado recién a este poblado de calles apretadas, edificios a medio construir y muros sin estuco, combinados con algunos buenos restaurantes con vista al mar y bares con columpios en vez de taburetes en la barra, diversos toques de diseño y jóvenes primermundistas que parecían no quitarse nunca el bikini (en la noche le agregaban un pareo), o aprovechaban la primera oportunidad para sacarse la polera (en la noche eso no cambiaba).

Para armar un poco el mapa, habría que decir que El Nido es el principal poblado turístico de la isla de Palawan, pero no es su capital (ese es rol de Puerto Princesa, a 4 o 5 horas por tierra, y donde está el principal aeropuerto que recibe los vuelos desde Manila, la capital filipina). Luego habría que decir que Palawan es la principal isla de Palawan, la provincia menos poblada del país (a pesar de que agrupa casi un cuarto de las más de 7 mil islas que tiene el archipiélago de Filipinas); la que conserva la mayor cantidad de bosques nativos del país y la que hasta hace unos años, como consignaba un artículo del Financial Times de 2013, era promovida por la propia autoridad turística filipina como "la última frontera".

La última frontera para el turismo, se entiende.

Eso ya no es así. Palawan en general y El Nido en particular no son un sitio desconocido (haga una búsqueda en Instagram, por ejemplo, y lo confirmará), pero tampoco son de esos lugares donde se queda con la sensación algo desagradable de que ya llegó tarde, de que todo está invadido, de que todo debió ser distinto -mejor- un par de años atrás.

En lugar de eso, podría decirse que las cosas aquí están en proceso. Que hay tiempo.

Era lo que podía verse esa mañana en que los botes y sus ocupantes comenzaban la actividad más popular en este sitio. Los cuatro circuitos para ver las playas, islas, bahías y lagunas de mar que hacen que muchos de los que vienen a El Nido lo hagan justamente para esquivar ese otro sitio que fue "última frontera", pero que hace demasiado tiempo ya no es: Tailandia.

Terminado el café matinal, ya con la decisión tomada de hacer alguno de esos recorridos en bote a la mañana siguiente (había llegado a El Nido muy tarde la noche anterior y no había despertado a tiempo), bajé a la playa, que unos minutos antes estaba repleta de forasteros.

No había gente ni botes a esa hora. Solo quedaban los puestos de las "agencias" que vendían los viajes, los tours identificados con letras: A y C, los más populares (el primero sobre todo por la visita a las "lagunas" de mar Small, Big y Secret, unos ojos de agua rodeados de montes empinados cubiertos de vegetación donde se puede nadar o andar en kayak; el C, por sus hermosas playas como Helicopter y la imprescindible Matinloc); B y D, como las alternativas más económicas.

En esos puestos, los vendedores ordenaban los gastados billetes de pesos filipinos.

La de El Nido mismo no era la playa más bonita que vería, pero en ese momento estaba ahí, no tenía gente y el intenso calor húmedo de las 10:00 de la mañana parecía una buena razón para tomarse las cosas con calma.

Cuando iba a tirar la toalla (literalmente), una de las vendedoras de los paseos en bote se acercó. En un inglés precario, lleno de silencios y tropezones, empezó a vender salidas para la mañana siguiente. Y antes de que hablásemos mucho más, me propuso un tour privado.

El inglés precario de la transacción obligaba a dudar de todo. Incluso de que la señora no desapareciera cuando le pasara (cuando le pasé) más o menos el equivalente del pasaje de dos personas en los tours normales (esos barcos para 10, 15 o más viajeros que había visto temprano), para un bote en el que iría solo. Con un guía. Y el botero. En la dirección que yo quisiera.

Elegí una variante del tour C y la señora, efectivamente, desapareció. En busca del guía y el botero, se suponía. Pero era la primera mañana en El Nido luego de muchas horas de viaje, y sospechaba de todo mientras esperaba. ¿Partirían estos días lejos del trabajo con una pequeña estafa?

Helicopter Beach fue la primera isla a la que llegamos luego de salir de El Nido en el bote que, efectivamente, llegó a los 20 minutos de que la señora desapareciera con mi dinero.

A bordo, un guía, dos boteros, un forastero desconfiado que miraba este mar salpicado de islas-montes verdes y empinados, mientras se tragaba su escasa fe en las personas.

Helicopter Beach, en Helicopter Island, era la playa perfecta para empezar a entender de dónde viene tanto barullo con estas islas. Y tenía esas arenas casi en exclusividad, salvo por una pareja de veteranos que ya iban de vuelta a uno de esos barcos repletos de gente.

Lo de haber salido tan tarde había tenido una consecuencia inesperada y positiva: como seguía casi la misma ruta que los barcos repletos de gente, pero casi hora y media más tarde, llegaba a los sitios cuando ellos estaban partiendo. Por eso, lo que me había dicho mucho más temprano en el hotel un madrileño, que esa misma mañana emprendía el regreso a España, que esos tours eran una sucesión de invasiones y desalojo de sitios que el resto del tiempo seguro estaban vacíos, no estaba ocurriendo en este particular recorrido. A veces la ayuda no es para el que madruga.

Sin gente, Helicopter Beach era una playa perfecta, estrecha, apretada entre el mar tibio y casi sin olas y la empalizada de madera reseca por el sol que marcaba el inicio de la propiedad privada. Si la mitad de la gente que había visto embarcarse había pasado por aquí, seguramente la imagen debió haber sido caótica. Pero no lo sabría. Ahora la tenía casi en exclusiva para mí, y podría haber pasado el rato haciendo esnórquel, que en esta isla, cuyo nombre real es Dilumacad (lo de Helicopter se supone que es por el perfil de la isla; la gente ve lo que quiere donde quiere), y que es un pequeño tesoro de fauna. No solo submarina. Así que aquí podría encontrar desde tortugas marinas verdes hasta macacos de cola larga.

Desde Helicopter fuimos a algunas otras playas, y luego nos saltamos una de las "lagunas", Secret, que, a pesar del nombre, estaba llena de botes a esa hora. Así que, luego de todo eso, el capitán enfiló hacia Matinloc, que es otra isla alargada, rodeada de playas de esas que ahora repletan Instagram bajo el nombre genérico de "El Nido" o "Palawan".

Entonces el botero rodeó el extremo norte de la isla de Matinloc, y se metió por el estrecho de Tapiutan, que separa a esta isla de la de Tapiutan, como en una carretera de mar bordeada de laderas verdes y de franjas de arena blanca, bañadas por un mar esmeralda.

En esta zona había tantas playas que, a pesar de la cantidad de barcos que aún quedaban en las playas más conocidas, con turistas que intentaban estirar el momento, había sitios de sobra para amarrar y quedarse solo. Solo. Eso que ya parece que no se logra en ningún lugar.

Había pequeñas calas como diseñadas para uno, donde el guía y los boteros armaban, con prisa, una mesa con todo lo que habían traído para que el viajero comiera un almuerzo, pero estaba claro que en sus salidas ellos acostumbraban llevar más personas. Con unos veinte metros de playa exclusivos, en una mesita cuadrada de un metro por lado, los platos rebosantes de camarones y pescados, de carne y ensaladas, de frutas frescas, podrían haber servido para alimentar a varios de los que se apretaban en la playa al otro lado del estrecho.

Era otro inesperado punto a favor de un día que había comenzado sin demasiados planes.

Esa particular versión del tour C había sido una buena manera de entender qué atraía, y lo hace cada vez más, a los viajeros a esta región, dentro de un país que ya tiene otros destinos con cierto renombre (y más fáciles de acceder desde Manila). Como Cebú, casi en el centro del archipiélago.

Pero lo del viaje en bote si bien era una manera entretenida de pasar el rato, también obligaba a gestionar todos los días lo del pasaje. Y partir, según los horarios de otros (o, en su defecto, contratar circuitos particulares todos los días). Obligaba a estar en permanente movimiento, con desconocidos que pronto tratarían de dejar de serlo, con prisas que no eran las de este viaje.

La noche de ese día avanzaba en las páginas de Avenida de los Misterios , una novela de John Irving donde el protagonista, Juan Diego, un viejo escritor consagrado de origen mexicano, viajaría a Filipinas para conferenciar sobre su obra, pero una vez ahí, por razones inesperadas, decidiría ir a El Nido. Frente a esa decisión, Clark, exalumno de Juan Diego, le decía sobre este lugar, como advertencia, que lo horrorizaría: "Está lleno de turistas", le decía. "De turistas extranjeros", agregaba, como para pintar el lamentable panorama completo.

"El Nido" de Juan Diego y la novela de Irving en realidad se referían a un resort ubicado en Lagen, una pequeña isla que está más al sur del poblado, que prácticamente no aparece en la historia. Aunque podría perfectamente protagonizar una historia.

El verdadero El Nido, el poblado, es como una especie de barriada a medio construir. O a medio derrumbar. Como un pedazo del persa Biobío en su versión más de los 90, aunque con algunos sitios para comer y tomar, y conversar un café y bailar, que se ven algo más producidos, y otros sitios para comprar recuerdos, los imprescindibles bloqueadores solares y carteles que ofrecen los tours A, B, C y D por todos lados.

Valía la pena quedarse un rato en el pueblo, aunque nada más fuese para probar una pizza en la terraza casi encima de la playa del Art Café, donde al poco rato las mesas se harían escasas, casi justo antes de que el sol se comenzara a poner.

Ahí, mientras llegaba la cerveza Red Horse y una pizza que sorprendería por lo delicada de su masa, podía mirar los nombres que había anotado sobre sitios que quería recorrer, ya no en bote, sino por tierra. En mototaxi. Lugares -playas- a las que podría ir directo, y donde podría pasar todo el día, sin necesidad de vagabundear de un lado a otro.

Los nombres eran Nacpan y, más al norte, Duli . Dos lugares a los que se accedía (sobre todo la segunda) a través de caminos de tierra que se desprendían de la carretera principal que recorría la bahía de El Nido, y que a veces requerían verdadero talento de los conductores de los mototaxis. Y harta paciencia del que iba sentado atrás, en una cabina que más parecía un huevo de fibra de vidrio, donde todo se veía y olía a fragilidad.

Nacpan era una playa tan larga que parecía imposible de recorrer de extremo a extremo. Imposible, y poco recomendable, cuando justo a metros del acceso principal a la playa había un cómodo y amplio bar de playa, Sunmai, que tenía unos Long Island ice teas que debieran incluir algún tipo de advertencia (como no tomar más de uno; o no dejarse engañar por el color tenue), y unos bocaditos de pescado y pulpo que merecían una advertencia de otro tipo (imprescindibles, por ejemplo).

Pero Duli, a la que se llegaba por un camino mucho más difícil, y que requería al final un par de minutos de caminata antes de que la arboleda se abriera sobre una playa no tan larga, pero mucho más ancha que Nacpan, era justamente el tipo de sitio que hacían de El Nido ese lugar que alguien un día llamó la última frontera del turismo en Filipinas.

Cerca de las 10:00 de la mañana, podía contar no más de una decena de personas, aparte de la otra decena que se repartía entre atender un par de sitios donde hacían clases de surf (las olas de esa mañana eran muy suaves), un palapa donde hacían masajes, y el bar-restaurante del Duli Beach Resort, un nombre quizá excesivo para unas cabañas y unas mesas instaladas en la arena.

Ahí, cerca de una familia que se preparaba para pasear el coche de su guagua sobre la arena compactada por las olas, y una chica que leía, pero que más bien parecía estar en una especie de trance, quedaron las cosas que traía (toalla, bloqueador, cámara, algo de efectivo). Tenía la extraña sensación, tan inusual hoy, de que podía dejar todo ahí y partir. Así que partí. Y justo cuando sentía venir una buena ola, espumante y tibia, no calurosa, sino refrescante, vi a un tipo acercarse hacia mi puesto. Miró hacia todos lados, y cuando me vio, se inclinó para dejar la Red Horse de litro en la mesa de plástico blanco que había apartado para mí.

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