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Sociedad civil y objeción institucional

viernes, 07 de diciembre de 2018

Claudio Alvarado Instituto de Estudios de la Sociedad Daniel Mansuy Universidad de los Andes
Opinión
El Mercurio

"...está en juego no solo el respeto a las leyes vigentes, sino también la posibilidad de que, en el futuro, la sociedad civil pueda organizarse y participar de la vida común sin rendirle pleitesía al Estado...".



La ley que despenaliza la interrupción voluntaria del embarazo en tres causales señala que "la objeción de conciencia es de carácter personal y podrá ser invocada por una institución". Sin embargo, y pese a la claridad del texto legal, un curioso dictamen de Contraloría, publicado en mayo pasado, restringió severamente dicha facultad. Esto dio inicio a una larga polémica, que ayer fue zanjada por el Tribunal Constitucional.

La argumentación de Jorge Bermúdez es la siguiente. Según él, dado que "las instituciones estatales no pueden invocar objeción de conciencia", debe concluirse que "tampoco pueden hacerlo quienes las sustituyen en el cumplimiento de sus funciones en materia ginecológica y obstetricia de pabellón". Esta interpretación es sumamente problemática, por varios motivos. Por de pronto, vuelve inútil la disposición legal que reconoce la objeción institucional. Esto ocurre porque no existe un deber legal de practicar abortos; y, por lo mismo, un centro privado no tiene ninguna necesidad de invocar la objeción (le basta con abstenerse de realizarlos). El único supuesto en que la objeción institucional cobra sentido es precisamente aquel caso que el contralor busca rechazar: el de las entidades particulares que participan de la red pública de salud ofreciendo prestaciones de ginecología u obstetricia.

Naturalmente, en el contexto de un Estado democrático de Derecho se requiere bastante más que una mera interpretación administrativa para dejar sin efecto una ley vigente (y así acaba de recordárselo la Corte Suprema al propio contralor hace pocos días). Por lo demás, resulta muy difícil comprender por qué una ley que prometió solo despenalizar el aborto, y que fue defendida como tal por la expresidenta Bachelet, así como por parlamentarios de todos los sectores, podría tener efectos de esta naturaleza.

Con todo, tras la disputa jurídica hay algo más profundo en juego, que excede el debate sobre aborto. El principio en cuestión remite al modo en que comprendemos lo público y el lugar de las asociaciones intermedias en la vida común. En efecto, no estamos debatiendo sobre el estatus del que está por nacer; y, de hecho, no existe ninguna conexión necesaria entre la postura que se suscriba respecto del aborto y la visión que se adopte en el debate sobre la objeción de conciencia institucional. Para defender esta última, basta con tomarse en serio la libertad de asociación y la sociedad civil.

La pregunta puede formularse así: ¿pueden las entidades particulares participar del espacio público sin renunciar a su identidad? ¿O más bien cabría pensar que, para hacerlo, deben necesariamente renunciar a sus idearios y comportarse como un ente estatal más? Si adoptamos la segunda alternativa, ¿qué queda de la pluralidad del espacio público y de la libertad de las personas para perseguir fines compartidos? Si acaso es cierto que lo público es común, ¿por qué habríamos de exigir a las asociaciones intermedias renunciar a sus principios distintivos a la hora de proveer bienes públicos? ¿No le estaríamos dando al Estado un poder excesivo para intervenir sobre el tejido social? Y, si el Estado no agota la esfera pública, ¿por qué habríamos de suponer que dichas asociaciones deben asumir las estrictas lógicas burocráticas al momento de participar en esta esfera? ¿Qué ganamos uniformando a tal punto el espacio público? En último término, ¿por qué la tesis central de "El otro modelo" habría de ser impuesta vía decisión del contralor? ¿Qué tipo de democracia sería esa?

Si lo anterior es plausible, todos aquellos que, a lo largo y ancho del espectro político, valoran la cooperación público-privada debieran mirar con máxima atención esta controversia. A fin de cuentas, acá está en juego no solo el respeto a las leyes vigentes, sino también la posibilidad de que, en el futuro, la sociedad civil pueda organizarse y participar de la vida común sin rendirle pleitesía al Estado. Como bien advirtiera Tocqueville, la democracia puede volverse peligrosa si no permite el libre despliegue de la asociatividad humana. Ese es nuestro dilema.

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