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Solo en un crucero por el Mediterráneo

domingo, 09 de diciembre de 2018

Sebastián Montalva Wainer, desde el crucero Zenith, de Pullmantur.
Reportaje
El Mercurio

Se estima que solo el cinco por ciento de quienes toman un crucero van solos. La gran mayoría lo hace en pareja, con amigos o en familia, porque claramente estos barcos están diseñados para eso. Pero, ¿qué pasa cuando ya no queda más remedio y hay que enfrentar en solitario una navegación de siete días por algunos de los puertos más encantadores del Mediterráneo?



U nos días antes de zarpar nos dijeron que este sería uno de los momentos más emotivos del viaje. Que cuando el barco comenzara a dejar el puerto, también quedarían atrás nuestros problemas y preocupaciones. Y que seguiríamos así al menos durante los siete días que estaríamos navegando.

Estoy sobre la cubierta número 12 del Zenith, un crucero de la empresa Pullmantur, viendo cómo se aleja lentamente el puerto de Barcelona, pero siento que mis problemas y preocupaciones siguen igual que hace dos horas, cuando acarreaba mi maleta entre el gentío que hacía fila en el embarque e intentaba registrarme en los mesones de acceso, pasando la tarjeta de crédito como respaldo (en el barco no se usa dinero).

El principal problema no tenía que ver con lo cotidiano, sino más bien con la razón que me tenía aquí y ahora: debía escribir una crónica sobre cómo es viajar solo en un crucero por el Mediterráneo en el que me encontraba por razones estrictamente laborales.

En rigor, no estaba absolutamente solo: además de los casi 1.800 pasajeros que irían a bordo, sobre todo españoles arriba de 50 años (los cruceros de Pullmantur tienen al castellano como idioma oficial; la empresa es de origen español, aunque en 2006 fue comprada en su mayor parte por Royal Caribbean, y tiene oficinas centrales en Madrid y Panamá), también viajaría conmigo un grupo de periodistas latinos y españoles que estaban aquí por lo mismo, pero a los que apenas conocía.

O sea, tanto ellos como yo estaríamos aportando al porcentaje de viajeros solos que, se estima, toma un crucero, y que no supera el 5 por ciento. La mayor parte viene acompañado -en pareja, con amigos, en familia- y se entiende: salvo contadas excepciones, este tipo de barcos -y el tipo viaje que ofrecen- están hechos para ir con alguien. Es decir, se puede viajar solo, y cada vez hay más gente solitaria que seguro querría hacerlo, pero, a primera vista, la idea no resulta muy atractiva.

-¿Está solo? -es lo primero que me pregunta uno de los tripulantes del Zenith, encargado de tomar la foto oficial de entrada al barco (que al final del viaje podré comprar, si quiero).

Le digo que sí e intento poner mi mejor cara de viajero convencidamente solitario, y le pregunto qué tantos otros hay en el barco en la misma condición:

-Pocos, pero hay -me dice mientras piensa, supongo, que pregunto porque quiero conocer a alguien.

Atrás mío, una pareja de ancianos espera por su foto, así que avanzo y entro, finalmente, al Zenith. Por primera vez mis zapatos pisan su multicolor piso alfombrado. Busco mi cabina en la cubierta seis. Subo unas escaleras doradas, haciéndome paso entre dos señoras que conversan en francés. Llego a la habitación y abro la puerta con la llave magnética. Miro el mar Mediterráneo que se asoma por la ventana rectangular de mi cabina. En siete días más volveremos a Barcelona. En siete días.

Día uno. 18:00 horas. Acabo de sentir la "flatulencia de los dioses" de la que hablaba el célebre periodista David Foster Wallace en su no menos prestigiado texto Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer , una desopilante crónica sobre su experiencia a bordo de un crucero y que publicó en 1997. Foster Wallace describía de esa manera al profundo y ensordecedor ruido de la sirena de los barcos cuando anuncian su salida de puerto. La del Zenith no solo sonaba así, sino que era la misma que él había escuchado: Foster Wallace viajó en este barco en los años 90, aunque por entonces la nave pertenecía a la compañía Celebrity.

Hoy, el Zenith -cuya última renovación fue hace un año- es uno de los cinco barcos que integran la flota de Pullmantur, y este recorrido, uno de los más nuevos itinerarios de la compañía, tiene como principal gracia el hecho de que llega a puertos mucho más pequeños -y por lo tanto, más exclusivos- del Mediterráneo, como son Mahón en Menorca, Ajaccio en Córcega o Portofino, en Italia ( ver recuadro ).

Apoyado en la baranda de la cubierta 12, viendo cómo nos alejábamos de Barcelona, pienso en la mirada que sobre esta experiencia tuvo Foster Wallace, pero decido no dejarme llevar. Lo más auspicioso, sin duda, son los destinos. Los pequeños puertos que visitaremos. Por ahora, el barco en sí, el compartir mesa con desconocidos, la gala con el capitán, los shows con dobles de Abba o de Frank Sinatra, o el simple hecho de viajar solo, pueden pasar perfectamente a segundo plano.

-¡A disfrutaaaaaar! -grita uno de los tantos meseros filipinos del Zenith, después de que hacemos la obligoria reunión de seguridad previa a cualquier viaje.

Las copas de champagne van y vienen. Los pasajeros brindan unos con otros. La cena del primer turno estará lista a las 19:30 en punto. El grito del mesero sigue resonando en mi cabeza.

Día dos. 06:15 horas. Todas las mañanas sabré que estamos llegando a puerto porque el Zenith comienza a traquetear fuerte, y así es imposible seguir durmiendo. Ayer, poco antes de la cena, vi a unos de los pocos pasajeros que andan solos en el barco y me llamó la atención. Era un señor mayor, alto, pelo canoso, de unos setenta años, con sandalias sobre los calcetines y que, al momento del zarpe, se paseaba por la cubierta con dos copas de champagne en la mano. Nunca nadie se le acercó.

Ahora, esta mañana, me preparo para salir a conocer Mahón, la segunda ciudad de la isla española de Menorca, una preciosa urbe de piedra blanca construida sobre un acantilado. Es la primera escala del Zenith y todos estamos llenos de energía. Hay que tenerla: el barco zarpa impostergablemente a las cuatro de la tarde, pero hay que estar de regreso como máximo a las tres. O sea, quien quiera conocer todo Menorca, deberá correr.

-No. Yo me quedo aquí. ¡No quiero salir del barco! -le dice una mujer de unos setenta años a su amiga de la misma edad, que sí quiere ir a Mahón.

Uno piensa que todo el mundo que va en un crucero como este quiere, sobre todo, visitar los destinos. Pero claramente no es así. Muchos pasajeros prefieren quedarse todo el día en el barco, para lo cual hay decenas de entretenciones, que se anuncian en el programa impreso que todas las noches nos dejan en la cabina.

Hoy, por ejemplo, hay un taller de manualidades a las 11:30, un seminario gratuito de "¿Por qué el colágeno es mejor que el bótox" a las 16, un concurso de mojitos a las 16:30, un bingo a las 17:15 y karaoke a las 18, hora en que ya debiéramos ir navegando de nuevo. A las 18:30 incluso hay misa, con "nuestro Padre a bordo". A la noche siempre hay un espectáculo en el teatro, algún evento en el casino, loterías o bingos.

No detallaré la visita flash a Menorca, pero sí diré que al regreso, cuando el barco se alejaba de la isla, la vista de la antigua ciudad de Mahón sobre los acantilados era tal como nos la habían prometido: espectacular.

Día dos. 21:45 horas. Ayer no quise cenar en el restaurante principal del Zenith -que es a la carta, con mesas asignadas-, pero hoy sí lo hago, ya que es la noche de gala y, bueno, hay que estar.

Aunque cada noche el programa sugiere ir vestido de alguna forma para la cena -de gala, de rojo y negro, tropical, de blanco-, no es obligación seguir la norma. Solo basta con estar presentable. El viaje es esencialmente relajado, y eso se agradece.

En la mesa no estoy solo, sino con el grupo de periodistas latinos y españoles. Mientras hablamos de nuestros países, de nuestros trabajos, comienzan a llegar los platos y aquí viene una nota alta del Zenith: la comida del barco es buena y variada. Está diseñada por el chef español Paco Roncero, dos estrellas Michelin, así que el prestigio de su nombre debe mantenerse, por más que él no esté en la cocina. Hoy llegan, de entrada, unas croquetas de melosas de jamón ibérico, un solomillo de buey con risotto de trigo sarraceno y champiñones, y de postre, un mousse de chocolate con naranja. Otras noches habrá alternativas vegetarianas, pastas caseras italianas y más especialidades.

En la cena, una periodista española dice que a ella también le ha llamado la atención el hombre mayor de las copas de champagne. Le parece "un caballero a la antigua", y cuenta que lo ha visto quedarse varios minutos al lado del pianista que toca durante la comida, como ensimismado en sus pensamientos.

Día tres. 08:15 horas. Voy a desayunar esta mañana al comedor principal y, como ando solo, el camarero me ubica en una mesa para cuatro personas. Quedo sentado frente a una mujer de unos cuarenta años, que sorbe su taza de café. Se llama Eva y es española. No quiero preguntarle de entrada si anda sola, así que opto por la más clásica pregunta rompehielo de un viaje como este:

-¿Por qué estás haciendo este crucero?

Eva abre los ojos y me dice que por el precio: la promoción era muy buena y que podría conocer lugares de ensueño del Mediterráneo, como los pueblos italianos de Cinque Terre o Portofino.

-También es un regalo de cumpleaños para mi mamá -me dice y aparece su madre. Se sienta a su lado.

A las dos las veré varias veces en los próximos días de crucero. Eso pasa en este tipo de viajes: al principio no conoces a nadie, pero en uno o dos días la mayoría de las caras se vuelven familiares.

Día cuatro. 17:15 horas. Ayer visitamos -en solo siete horas- la ciudad de Ajaccio, en la isla francesa de Córcega, donde nació Napoleón. Y hoy hicimos una ruta exprés por dos de los cinco pueblos del famoso Parque Nacional Cinque Terre, en Italia. Preciosas las vistas, lindos los pueblos, pero ya estamos agotados.

Hasta ahora, todos los días hemos salido a primera hora y regresado en el último minuto posible de reembarque. La idea, claro, ha sido aprovechar al máximo el itinerario y los puertos, poco comunes en cruceros de este tipo.

Con tantas actividades, el asunto de viajar solo de pronto ha pasado a segundo plano. Además, como tengo una pulsera negra en mi muñeca y acceso a The Waves -el área más exclusiva del Zenith, con espacios reservados solo para unos pocos pasajeros-, todo tipo de comidas y bebidas están a mi alcance. Y así pasarlo mal resulta bastante difícil.

Solo cuando voy a los espacios "comunes" sufro las consecuencias de viajar solo. En el área del buffet, o en las mesas que están en la cubierta al aire libre, si me paro a buscar más comida, en un santiamén llegará un mesero a retirar mi plato.

Aunque pareciera que no nos ven, nos vigilan todo el tiempo: en el Zenith hay un tripulante por cada tres pasajeros.

Día seis. 16:27 horas. Hoy recorrimos el exclusivo balneario de Portofino, en la Liguria italiana, donde veranean desde Silvio Berlusconi hasta Madonna, pasando por George Clooney y Giorgio Armani. Es la última escala del Zenith. Todavía queda el viaje de regreso a Barcelona, pero en la práctica el crucero está llegando a su fin ahora mismo. Varios ya sentimos el peso del viaje, y no precisamente por el cansancio acumulado tras las excursiones a contrarreloj, sino por los kilos de más. El chef Paco Roncero, sin duda, ha sido el culpable (a alguien hay que achacárselo).

Entre los seminarios gratuitos que se ofrecen en el programa del barco, uno llama la atención: "¿Cómo perder hasta 20 centímetros en 50 minutos?" . La idea es esta: si uno quiere perder "esos centímetros indeseados en una zona específica (muslos, nalgas o abdominales)", entonces hay que ir a la Sala de Conferencias, en el piso 7, y escuchar a un experto.

Como la promesa parece una ilusión -por decir lo menos-, decido afrontar mi realidad y probar las máquinas trotadoras del gimnasio, que por alguna extraña razón suelen estar desocupadas. Apenas termino, con menos culpa y sintiéndome el más deportista de este crucero de golosos, voy a la cubierta 10 y cojo unas frutas del buffet.

No hay mesas desocupadas, así que me siento junto a un tipo que también viste ropa deportiva. Para no hacer más incómoda la situación, lo saludo. Se llama Alberto y es español. Tiene 42 años, un hotel familiar en Asturias y está aquí acompañando a sus padres, ya de la tercera edad. A los pocos minutos, me dice que es fanático de los cruceros.

-Me encantan. Ya he hecho 28. Los uso sobre todo para conocer islas. Es una buena forma de moverse entre ellas. ¿Pero sabes? Ayer conocí a alguien que es más fanático que yo. Anda solo. Es un polaco y ha recorrido todo el mundo. Su apellido es Dabrowski. Es uno alto, pelo canoso, de unos setenta años. ¿Lo has visto?

Día siete. 13:25 horas. El último día de navegación en el Zenith resulta el más relajado de todos. Ya no hay que detenerse en ningún puerto, solo navegar lentamente. Es el momento para abordar, finalmente, al polaco solitario. Lo encuentro sentado -solo, desde luego- en una mesa al aire libre. Me acerco.

Wojciech Dabrowski tiene 71 años y nació en Gdansk, Polonia. Durante muchos años trabajó como ingeniero en telecomunicaciones, pero un día se aburrió de su vida convencional y se dedicó a recorrer el mundo. Con el tiempo, se convirtió en periodista de viajes, comenzó a escribir para diversas revistas y guías polacas, e incluso publicó un libro sobre sus aventuras. Ha recorrido 238 países -entre ellos Chile: es capaz de decir de memoria todos los pueblitos de la Carretera Austral- y es miembro del Globetrotters Club, una agrupación de viajeros independientes con sede en Londres. Tiene un sitio web donde escribe sobre sus viajes ( Kontynenty.net ) y una entrada de Wikipedia con foto y varios scrolls de texto.

Le pregunto por qué escogió este barco y dice que, entre otras razones, porque le permitía completar su lista de lugares. Nunca había estado, por ejemplo, en Portofino.

-Prefiero los barcos más chicos, pero son muy caros -dice Dabrowski-. Mi hobby es viajar. Ando solo y no tengo problemas. Mi interés es conocer las distintas culturas del mundo. Hace unos años me junté con unos amigos en Polonia y hablamos de nuestras vidas. Uno era un exitoso empresario; otro, el gerente de una compañía. Yo les dije que si algo tenía, eso era el mundo.

Wojciech Dabrowski se despide con un apretón de manos, mientras le digo que espero volver a verlo más tarde, o quizás mañana, cuando el Zenith recale de vuelta en Barcelona. Eso nunca ocurrirá.

El polaco se queda ensimismado mirando al mar y yo vuelvo a la cabina. Allí me quedo solo de nuevo. Solo en un crucero por el Mediterráneo.

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