Señor Director: Las interpretaciones sobre el plebiscito de 1988 siguen apareciendo por doquier, cada vez más contradictorias y, a mi parecer, cada vez más antojadizas. Pero a pesar de tanto hurguetear entre los hechos de hace 30 años, nadie ha apuntado a la génesis de este plebiscito ni a su carácter único, no ya en nuestra historia, sino en la historia que conocemos de América Latina y quizás más allá. ¿Cómo fue posible que un dictador aceptara someter su destino a la voluntad popular mediante una votación limpia? ¿Por qué ningún otro lo había hecho ni antes ni después de Pinochet? Ni Stalin, ni Franco, ni los Castro en Cuba; ni los militares brasileños, ni los argentinos, ni uruguayos, ni ningún otro llegó a pensar siquiera en esta posibilidad. Qué fácil habría sido para tantos pueblos -húngaros, polacos, checos, alemanes orientales y un largo etcétera- liberarse del yugo de sus caudillos, pero ninguno pudo siquiera plantearse la posibilidad de usar el lápiz, la protesta civil o la violencia, como se discutió aquí. La idea del plebiscito surgió entre algunos civiles de la derecha que convencieron a la Comisión Redactora de la Nueva Constitución en 1980, antes de que los militares tuvieran que enfrentar a una oposición cohesionada. Y gracias a ellos, desde Jorge Alessandri y Jaime Guzmán, sin olvidar a Eugenio Valenzuela Somarriva y a los otros ministros del Tribunal Constitucional que impusieron tribunales y otras reglas que convirtieron al plebiscito en una herramienta democrática impecable, los chilenos pudimos pronunciarnos sobre dos formas de hacer la transición. Y aún en Guerra Fría, en 1988, se verificó el plebiscito sin que hubiera objeciones serias. Hoy, algunos lo comentan como si fuera de lo más normal que el pueblo acudiera a las urnas para derrocar a un dictador. Pero en verdad, fue un hecho trascendente, cuyos orígenes se remontan a algunos políticos que colaboraban con el régimen, como lo reconoció el expresidente Aylwin en las primeras batallas por recuperar la democracia. J. Agustín Reyes