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Andrés Aylwin (1925-2018)

martes, 21 de agosto de 2018


Opinión
El Mercurio




Señor Director:

Si hubiera que seleccionar un solo rasgo de la vida de Andrés Aylwin, uno de esos rasgos que permitieran inscribirlo para siempre en la memoria de Chile, ese es el de la fidelidad a las propias convicciones. Una fidelidad que no tiene ni el fuego del fanatismo ni la exageración del converso.

Apenas la sencilla fidelidad del creyente.

A diferencia de muchos otros miembros de su generación que buscaron, y todavía buscan, envolver su comportamiento en materia de derechos humanos en la maraña infinita de la causalidad, Andrés Aylwin prefirió la sencillez de unos cuantos principios y orientó su vida, más allá de todo cálculo, por ellos. Fue siempre, para emplear las palabras del evangelio en las que él creyó firmemente y en cuya esperanza con toda seguridad murió, el guardián de su hermano y nunca buscó excusas ni hizo preguntas para abandonarlo.

Desde muy temprano, cuando todo aconsejaba ponerse del lado de los vencedores, él prefirió a las víctimas. Rechazó el golpe militar sospechando, es seguro, que con él se sacrificarían no solo las instituciones democráticas, sino las convicciones más sencillas que orientaron su vida. Y más tarde, cuando la violencia del Estado arreciaba y las víctimas se multiplicaban, dedicó su quehacer y su tiempo a protegerlas y consolarlas. Las protegió y las consoló sin soberbia y sin agitar convicciones dramáticas, sino con la fuerza sencilla de quien simplemente hace lo que creyó era su deber.

La vida de Andrés Aylwin subraya el papel que cumple la voluntad humana en la historia y el hecho que, incluso en medio del vendaval de la causalidad y de las circunstancias, el valor del individuo siempre tiene la última palabra. Si no, ¿cómo explicar que él, pudiendo refugiarse en la maraña de causas y motivos que sugerían el silencio, haya preferido hablar y defender a las víctimas de los derechos humanos sin nunca preguntarles qué fue lo que hicieron? Al lado de tantos otros que se refugiaron en el silencio, Andrés Aylwin no se dejó doblegar -o mejor, no dejó doblegar aquello en lo que él creía- e hizo de su vida un testimonio permanente de cuidado por el otro.

Defendió sus principios y sus convicciones -principios y convicciones que llevó con la sencillez de quien sabe equivocarse y que por eso nunca abraza el fanatismo- desde temprano y especialmente en los tiempos más difíciles y es probable que vidas como la suya hayan padecido, hacia el final, la incomodidad de un Chile moderno que, con las rutinas del consumo, pareció olvidar ejemplos como el suyo.

En sus días finales pudo, sin embargo, ver, entre las brumas de sus últimas horas, que la memoria de los derechos humanos seguía viva; viva, como él habría preferido, no para cobrar cuentas a quienes no estuvieron a la altura, sino que viva para recordar a las nuevas generaciones que se trata de principios incondicionales que deben guiar la vida colectiva sin que exista causa alguna que permita morigerarlos o relativizarlos.

Andrés Aylwin tenía la mirada sin pretensiones de un hombre inteligente y sencillo, pero detrás de ella se escondía una voluntad de fierro a la que Chile debe su mejor ejemplo: el de un individuo que armado nada más que de un puñado de convicciones fue capaz de decir no a la violencia y comportarse como el buen samaritano, cuando todo aconsejaba mantenerse en silencio esperando que el vendaval pasara.

Carlos Peña

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