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Después de la URSS Poder, sociedad y religión:

Las fuentes eternas del cine ruso contemporáneo

domingo, 17 de junio de 2018

Juan Rodríguez M.
Artes y Letras
El Mercurio

En Rusia, el séptimo arte creció junto a la revolución y el régimen soviético, y sus creadores inmortales siguen siendo Eisenstein y Tarkovski. Pero hoy, es decir, desde los años 90 a la fecha, hay nombres dignos del alma rusa: indudablemente, Alexandr Sokurov y Andréi Zviágintsev, a los que podríamos sumar el de Kirill Serebrennikov. ¿Qué hay en ellos? Contemplación, nostalgia, política, pero sobre todo un dominio total del arte cinematográfico.



El cine ruso creció junto con la revolución y la dictadura soviética, y desde entonces lo animan dos grandes fuerzas espirituales: la organización social y el cristianismo ortodoxo, de raíz paulina. Así lo cree el crítico Ascanio Cavallo: "Agrégale a eso el mundo oscuro de Dostoievski, de Tolstoi, en fin", dice. Según Cavallo, las dos grandes figuras que representaron esas fuerzas fueron, por el lado social, Serguéi Einsenstein (1898-1948), el director de "El acorazado Potemkin" (1925), "Octubre" (1928) y "Alejandro Nevski" (1938), entre otras películas. Y, por el lado religioso, Andréi Tarkovski (1932-1986), autor de "Andréi Rubliov" (1966), "Solaris" (1972) y "El sacrificio" (1986), entre otras: "Eisenstein representa la interpretación del mundo social. Él traduce la dialéctica marxista a la práctica del cine y por eso se concentra en el montaje, en el choque de un plano con otro, de una idea con otra, en la noción de que en esa dialéctica nace una nueva visión de la realidad. Tarkovski es lo contrario, es planos prolongadísimos, muy contemplativo, donde el corte casi está prohibido. Bueno, él tenía el proyecto de hacer una película sin cortes, una película donde el espíritu... (Cavallo se interrumpe). No sé si tú has visto 'Andréi Rubliov', es una película que te dan ganas de arrodillarte".

Un arca cultural

Sirva lo dicho como prolegómeno al cine ruso contemporáneo, pues Cavallo cree que esas dos fuentes, representadas en Eisenstein y Tarkovski, todavía alimentan a los directores del país euroasiático. Se refiere, en particular, a Alexandr Sokurov (1951) y Andréi Zviágintsev (1964). Ganador de premios en los festivales de Berlín, Cannes, Locarno y Moscú, entre otros, Sokurov realizó el sueño de Tarkovski de hacer una película sin cortes, en una sola toma. Lo logró en la celebradísima "El arca rusa" (2002), una cinta entre documental y ficticia, en la que una cámara en primera persona pasea al espectador por los salones del Museo del Hermitage, en San Petersburgo, el antiguo Palacio de Invierno de los zares. Es un derrotero de 96 minutos, en el que además de contemplar obras de artistas como Rembrandt, Rubens, Van Dyck y El Greco, nos cruzamos con Pedro el Grande, Catalina la Grande, Pushkin, Anastasia, Nicolás II y los ruidos que anuncian la revolución rusa. Algo parecido hizo Sokurov en su película más reciente, "Francofonía" (2015), esta vez en el Louvre, en París: aunque la cinta está centrada en el tiempo de la ocupación nazi de Francia, y en los esfuerzos para proteger los tesoros del museo, puede verse como otro intento de pensar un gran palacio como arca cultural, y quizás como naufragio.

Esas son dos de las más de 40 películas dirigidas por Sukurov, entre ficciones y documentales. Otras son "Madre e hijo" (1997), "Padre e hijo" (2003) y su íntima tetralogía sobre el poder: "Moloch" (1999, sobre Hitler), "Taurus" (2000, sobre Lenin) y "El sol" (2004, sobre Hirohito), coronadas por su versión de "Fausto" (2011). Pero sirvan "El arca rusa" y "Francofonía" para dejar en evidencia la pulsión pictórica que motiva su cine. Una pulsión que muchas veces lo lleva a recurrir a filtros y lentes especiales para distorsionar la imagen, y hasta a pintar los fotogramas. "Solo una gran obra de arte tiene la capacidad de vincular el pasado con el futuro y el presente", dijo en una entrevista de 2015. "Las pinturas pueden darnos una comprensión de quiénes somos como europeos".

Atormentados

Andréi Zviágintsev debutó en 2003 con "El regreso", una película sobre dos hermanos, de 12 y 14 años, abandonados por su padre, que sobreviven solos hasta que son sorprendidos por el regreso de su progenitor. La cinta ganó el León de Oro en el Festival de Venecia y le valió reconocimiento inmediato a su director y también comparaciones con Tarkovski. "En sus primeras películas la influencia era evidente, de Tarkovski y de Sokurov -dice el crítico Christian Ramírez-, pero en sus últimos trabajos se ha ido separando un poco". Esos últimos trabajos son "Leviatán" (2014) y "Sin amor" (2017), también premiadas en Europa, y nominadas al Oscar. Ramírez pone a la primera entre las diez mejores películas del siglo XXI: es la historia de un hombre y su familia enfrentados a un alcalde corrupto que quiere sacarlos de su hogar para instalar allí una gran antena. La segunda también es una historia familiar: un matrimonio que se divorcia y que no sabe qué hacer con su hijo, pues ni él ni ella quieren quedarse con el niño.

Aunque Cavallo cree que Sokúrov sigue siendo el director ruso más importante, pone detrás a Zviágintsev. Ramírez va un poco más allá que Cavallo: "En un tiempo en que Sokúrov está entrando a los cuarteles de invierno, más metido en sus propios rollos, Zviágintsev es un realizador cuya motivación es pública, cuyos temas son actuales y relevantes y, ahora último sobre todo, alguien en quien hay una voluntad social". A propósito de esa motivación pública, social, muchos ven en las películas de Zviágintsev una crítica a la Rusia de Putin. Y es cierto que hay mucho de eso, más evidentemente en "Leviatán" y también en "Elena" (2011), donde Moscú es una capital tan glamorosa y millonaria, como triste y miserable; es más, en sus entrevistas, el director suele denunciar la falta de democracia en su país. Sin embargo, también explica que su crítica al poder y, más ampliamente, al narcisismo y la avaricia, no solo le cabe a Rusia: "Leviatán", por ejemplo, está inspirada en un hecho ocurrido en Estados Unidos.

"Lo que tienen en común Sokúrov y Zviágintsev -piensa Cavallo- es que presentan visiones bastante pesimistas de Rusia, atormentadas. Pero eso no es raro en un país que ha producido una tan grande literatura del tormento interno; está perfectamente dentro de la tradición". Si en Tarkovski siempre hay algo de fe, "en estos dos vemos la falta de fe... Un universo sin Dios, digamos, o con un Dios indiferente".

Relojeros e íconos

Zviágintsev es un detallista que puede repetir una y otra vez una escena hasta llegar a una perfección que solo él distingue de las tomas anteriores. El crítico Ernesto Garratt ve en ese perfeccionismo, en ese dominio del arte cinematográfico una de las virtudes del cine ruso actual. Hace algunas semanas le tocó ver en Cannes la que para él es -junto con "Sin amor"- una de las mejores películas que han pasado por el certamen francés desde que él asiste: se refiere a "Leto" (2018), de Kirill Serebrennikov (1969), responsable de otra película que fascinó a Garratt, "El estudiante" (2016).

Filmada en blanco y negro, la primera cuenta la irrupción del punk en la URSS de los años 80, de la Perestroika. "Te da una sensación fría, invernal, pero a la vez el movimiento juvenil que va contra lo establecido es súper vivo", cuenta Garratt. "Serebrennikov nos hace ser parte de una experiencia que transmite la sensación térmica de lo que era estar yendo contra la norma y los convencionalismos en esa época".

En "El estudiante" también hay una aproximación al poder, o más bien al dominio: es la historia de un adolescente, cuyo fanatismo religioso, cristiano, lo vuelve cada vez más intolerante. "La película es súper literal en su juicio contra la iglesia, pero también se puede aplicar al comunismo, a Putin o a cualquier situación autoritaria y dogmática que vaya contra la libertad de pensamiento. 'Leto' también trata de eso", dice Garratt. Y, pensando en Serebrennikov y Zviágintsev, agrega: "Hacen películas como relojeros, arman una maquinaria súper fina, son perfectas, pero sin que se note, no ves la costura". "En el cine ruso actual hay voces súper críticas, súper políticas, pero con unos estándares altísimos de calidad, de producción. Quieren que la gente vea las películas, no son experimentales, no son raras. Son formalmente deslumbrantes". Lo que no significa que consideren que el espectador es un niño de doce años, como en Hollywood: "Los rusos te hablan con capas, es como leer un muy buen libro".

Hablamos de la dimensión pictórica de Sokúrov. Christian Ramírez piensa que esa pulsión iconográfica es rusa: "Yo creo que el cineasta ruso no tiene otra", dice. "Nunca hay que olvidarse que para los rusos la imagen es la palabra, y la palabra es la verdad. Eso se remonta a su alfabetización, a la forma en la que ellos narraban sus historias, a la preeminencia de la cultura del ícono y de la forma en su proceso de aprendizaje y, al mismo tiempo, en su proceso de convertirse en nación".

Dicho eso, y considerando que Sokúrov y Zviágintsev son nombres afianzados, Ramírez ve en el cine ruso actual un vacío, que "nadie llena", respecto a esa conciencia iconográfica: "Al revés de lo que se producía en la era soviética, donde el cine estaba considerado una de las industrias que articulaba la expresión pública del régimen, y por lo mismo históricamente fue importante, el cine ruso contemporáneo tiene menos que decir. Está la presencia de personajes importantes, y de más de algún intocable, pero yo diría que en términos puramente artísticos está bien por detrás, por ejemplo, de otros países de Europa. Aparte del nombre de Zviágintsev y de unos cuantos personajes más que circulan en festivales, la presencia rusa no es muy concurrente en términos de nombres nuevos".

Oficiales y comerciales

Uno de esos personajes que circulan en festivales es Alexei German (1976, renombrado en Rusia por su trabajo y por ser hijo del director soviético del mismo nombre), ganador de un León de Plata en Venecia, y cuya última película, "Dovlatov" (2018), fue parte de la competencia del Festival de Berlín. Entre los personajes importantes -claro que lejos de la novedad- no se puede dejar de citar a Nikita Mijalkov (1945): el aristócrata disidente soviético devenido defensor de Putin, responsable de películas como "Ojos negros" (1987), con Marcello Mastroianni, y "Quemado por el sol" (1994), ganadora de Cannes y del Oscar, y continuada en versión épica por "Quemado por el sol 2: Éxodo" (2010) y "Quemado por el sol 2: Ciudadela" (2011). También está el caso de su hermano, Andréi Konchalovski (usa el apellido materno), que ganó hace dos años el León de Plata a Mejor Director en Venecia.

Otro renombrado es Fyodor Bondarchuk, un cineasta del lado comercial de la industria rusa, que cuenta entre sus haberes la primera película para Imax fuera de Estados Unidos -la épica y heroica "Stalingrado" (2013)- y ser hijo de Serguéi Bondarchuk (1920-1994), director de "Guerra y paz" (1965-1967) y parte de la élite cultural soviética, tal como lo es hoy su hijo de la Rusia de Putin (apoyó la anexión de Crimea). La dimensión comercial del cine ruso incluye imitaciones burdas de Hollywood, como "Guardianes" (2017), de Sarik Andreasyan (1988), una película de superhéroes. Pero también el trabajo de Timur Bekmambetov (1961) -no necesariamente bueno, pero sí de mejor factura, probablemente porque está hecho en Hollywood-, director de "Guardianes de la noche" (2004) y "Guardianes del día" (2006), además de "Abraham Lincoln: cazador de vampiros" (2012) y la nueva versión de "Ben-Hur" (2016).

Si la imagen es todo en Rusia, quizás por eso, a diferencia de la época soviética, el estado invierte sus energías iconográficas, y su dinero, menos en el cine, salvo el comercial y épico, que en la televisión, los grandes espectáculos, como el mundial de fútbol, e internet y las redes sociales. ¿No son esos los íconos de nuestro tiempo?, ¿la palabra y la verdad que atendemos?

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